Gabriel Bernal Granados
Gabriel Zaid, El secreto de la fama, Lumen, México, 2009, 168 p.
Confrontados con la mayoría de los textos de prosa crítica que se escriben en la actualidad, los ensayos de Gabriel Zaid resultan ser un modelo de concisión, transparencia y sobriedad. Un modelo demoledor, habría que añadir. Porque si los ensayos de Zaid aspiran a establecer una complicidad fundamental con sus lectores, un contubernio amoroso, digamos, basado en la mayor claridad y entendimiento posible entre autor y lector, algo hay en la selección de sus temas y en su tratamiento que vuelve las discusiones de Zaid áridas, agrestes, difíciles de transitar. Los diecinueve ensayos que conforman El secreto de la fama no escapan a esta condición. Más bien, la acentúan, acentuando también el perfil intelectual de Zaid y definiendo uno de los temas que recorren las páginas de sus libros con una frecuencia casi obsesiva: la función de la literatura en el mundo contemporáneo.
En el caso de Zaid y su obra, hablar de “función” de la literatura equivale a preguntarse por la función de la lectura en nuestro tiempo. Y hablar de la función de la lectura es señalar uno de los grandes vacíos que aquejan a la sociedad actual. Éste es el punto de partida, y el punto de llegada, de la reflexión de Zaid sobre el predominio de la imagen en una sociedad como la nuestra. Porque, si bien no lo confiesa abiertamente, el foco de su reflexión no radica en la generalidad de la sociedad, sino en la particularidad representada por las sociedades literarias de los últimos cincuenta años (si hemos de situar el origen de los males que estamos viviendo en el boom de la novela latinoamericana).
Dicho con sencillez, porque Zaid aspira a decir las cosas con sencillez, la función de la lectura es la de hacer a los hombres más inteligentes e imaginativos en su trato cotidiano con la realidad. El hombre que no lee, según Zaid, es un hombre menos feliz y menos competente. Antes de llegar a un acuerdo con esta forma simple de ver las cosas, hay que entender algo: Zaid es un escritor, un intelectual, que viene de otro tiempo. Un tiempo mucho más feliz que el nuestro, cuando la lectura, lejos de ser un fenómeno obligado, era un motivo de gozo. Una fuente inagotable de placer que permite el convivio de uno consigo mismo y, en segunda instancia, de uno con los demás.
La lectura permite el convivio y es un reflejo civilizado de eso que Zaid entiende por conversación. Conversación con los difuntos, decía el poeta Eliseo Diego, un habitante de ese otro mundo del que Zaid es un sobreviviente.
Una tendencia natural de su carácter a la soledad, o al aislamiento, como se le quiera ver, ha distanciado a Zaid de sus contemporáneos al grado de convertirlo en una presencia y una ausencia al mismo tiempo. Es de sobra conocido que Zaid no permite que se le tomen fotos ni que se le hagan entrevistas. Al escritor hay que conocerlo por sus obras, parece decirnos con su actitud inflexible. Y es en este sentido que un libro como El secreto de la fama, concebido de una manera perfectamente orgánica y unitaria, aunque en un principio cada uno de sus textos fuera publicado por separado en revistas o suplementos, es una declaración de principios. Y una toma de distancia frente a las costumbres y los vicios de la sociedad intelectual y literaria de nuestro tiempo.
Son pocas, seis o siete, en un índice onomástico que abarca las siete páginas finales del libro, las referencias a escritores vivos o contemporáneos suyos; sin embargo, al hablar de la fama en tono despectivo, Zaid está hablando de la situación actual de la literatura en México. Y algo más específico que eso: se está refiriendo al comportamiento de la clase intelectual mexicana, en la que se han cebado los vicios de los que hace escarnio Zaid mismo con el poder corrosivo de una lógica aplastante.
Pero, ¿por qué no decirlo directamente? ¿Por qué no, al hablar de “obras tontamente completas”, señalar sin rodeos la edición de las obras completas de Alfonso Reyes o de Octavio Paz? ¿Y por qué no, al criticar la aparición de esa tendencia en las nuevas generaciones, trasladar eso mismo a una situación local? El tratamiento del tema propone facetas de orden histórico e idiosincrásico, por mencionar sólo dos. Lo cierto es que ni Reyes ni Paz compartieron las ideas de Zaid a ese respecto, cuando concibieron la edición de sus obras completas anteponiendo el criterio de la monumentalidad a la legibilidad y la distribución inteligente (es decir, a bajo costo) de sus libros. Y las “nuevas” generaciones de escritores, las que se formaron incluso bajo el magisterio inmediato de la lectura de los libros de Zaid, no parecen haberlo tomado en cuenta a la hora de planificar sus destinos; o bien, si lo tomaron en cuenta, no estimaron que llevar sus ideas a la práctica fuera a rendirles tan buenos dividendos como el recorrido de su sentido inverso.
Visto desde esta perspectiva, el problema de la superabundancia y la prerrogativa del yo sobre la existencia de la obra presenta demasiadas aristas como para ser abordado de manera directa en un libro de diecinueve ensayos y 168 páginas. La decisión más sabia era limitarse a ofrecer un guiño que permitiera contemplar con mayor amplitud y desencanto el estado de las letras en México.
Pese al desenfado con que incorpora palabras actuales como web o blog a los contenidos de su prosa, y pese a virtudes como la transparencia y el ritmo con que va desarrollando sus argumentos, Zaid no deja de ser un escritor conservador. El autor de Ómnibus de poesía mexicana (1971) y de Asamblea de poetas jóvenes de México (1980) no ha visto con buenos ojos la proliferación ni de los muchos libros ni de los muchos poetas y escritores. Sus razones son de orden práctico y, en el fondo, estético. No se puede leer tanto pero, sobre todo, no se puede producir en grandes cantidades y respetar al mismo tiempo altos estándares de calidad.
Una consecuencia natural de la superabundancia es la paja. “Lo ideal, por supuesto —dice Zaid en la página 88 de su libro—, es que los autores mismos destruyan buena parte de su obra y sus archivos. Muy pocos tienen algo importante que añadir después de sus mejores mil páginas. Ninguno, después de sus mejores diez mil. La mayor parte de los grandes poetas escribieron menos de un centenar de poemas memorables. Esconder un texto memorable en unas obras tontamente completas es destruirlo. Lo razonable es destruir lo demás.” El párrafo anterior está escrito con una sangre fría que podría helar la espina dorsal de cualquiera. En esto, como en otros razonamientos que comparten una misma preocupación, Zaid sigue la misma línea argumentativa de un moderno Maquiavelo que propone cortar la cabeza de tus competidores —sobre todo si se trata de competidores mediocres— antes de que ellos hagan lo mismo con tu cabeza. “Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho. Y luego un pobre diablo, aprobado por compasión, cansancio, irresponsabilidad, se convierte en su jefe, su juez, su verdugo” (“¿Qué hacer con los mediocres?”, p. 137). El secreto de la fama no es sólo un manual de estilo, donde la prosa está regida por una economía de recursos expresivos que tiene a lo breve por lo más letal y a lo más transparente por lo más profundo, sino un manual de disciplina y estrategia. Al desmontar la estrategia de los más ambiciosos y corruptos, monta una nueva estrategia: la suya propia. Cultivar un estilo transparente y sencillo también implica una posición política. El deseo de ser leído y entendido puede tener más repercusión y reportar una injerencia mucho mayor en una sociedad que el deseo de aparecer, ser comentado y discutido en cuanto imagen por los públicos masivos.
Zaid parte de la certidumbre de que la imagen demerita la obra, y retrotrae su iconoclasia al judaísmo y el Islam, religiones que condenan la exaltación de las imágenes. Esto le sirve para dinamitar el fetiche de la fama, ya que lo que se dice de una obra —su imagen pública— no es precisamente el contenido de la obra en sí. Para confrontarse con este contenido no hay más remedio que leer. La lectura es el eje en torno al cual gira la política, la estética y la ética de Zaid. Y decir esto, a la larga acarrea consecuencias de peso. Al decidirse a ser un escritor sin imagen, Zaid se pronuncia en favor de una apuesta grande: confiar la permanencia de su legado literario a la sola valoración de sus libros. No sabemos con qué líneas de su obra completa Zaid pasará a la historia. Acaso encuentre una compensación sorpresiva si el destino decide conservar los versos de un incipiente poema sobre las bondades del Pequeño Larousse Ilustrado.*
* Fábula de Narciso y Ariadna es el título del primer libro de poemas de Gabriel Zaid. El poema, porque se trata de un solo poema, distribuido a lo largo de veinte páginas, se publicó en 1958, en Monterrey, y está dedicado al Pequeño Larousse Ilustrado.
martes, 23 de febrero de 2010
Desde el cementerio
José Israel Carranza
Fabio Morábito, Emilio, los chistes y la muerte, Anagrama, México, 2009, 168 p.
A los doce años uno sabe que es inescrutable aunque no sepa qué significa la palabra inescrutable. Aunque ignore qué es ser inescrutable. La incomprensión que devuelve el mundo ante nuestras imprecisas interrogaciones la correspondemos con una inopinada obstinación en enigmas y apartamientos: el silencio y la soledad van haciéndose sorpresivamente preferibles a la admisión de los otros en nuestras inmediaciones, y vamos percatándonos de que, en adelante, tendremos que rendir cuentas a nosotros mismos antes que a nadie más; de que la ocurrencia del presente reclama nuestras decisiones y se detiene ante nuestro recelo, de que podemos instruir al instante siguiente para que se conforme a nuestro deseo —aunque otra cosa es que se conforme o no: tener doce años es buena edad para enterarnos de que somos capaces de fabricarnos las decepciones que habrán de ir punteándose con nuestros anhelos. Éstos y otros descubrimientos progresivos —las pulsiones que orientan en el camino por donde se sale de la infancia, la vulnerabilidad y el desamparo equilibrándose con la invencibilidad y la independencia—, sin embargo, tardan en librarnos de la desprevención con que vamos internándonos entre los vivos. Porque ser niño, digámoslo así, es una forma todavía precaria de estar vivo, y de ahí que un escenario óptimo para hacer el tránsito sea, como en la novela Emilio, los chistes y la muerte, un cementerio.
Desprevenido, Emilio tiene doce años y ha dado en frecuentar un cementerio. La razón que da es que va ahí casi todas las tardes a buscar chistes con su detector; también va para cumplir con el peculiar deber de localizar su nombre entre los de los muertos —una suerte de conjuro con el que se asegura que los pobladores del lugar no quieran incluirlo entre ellos—, y mientras busca va memorizando los nombres que lee, además de la ubicación de cada uno. Súbitamente —y qué no es súbito en un cementerio— está en presencia de una mujer que lleva flores al nicho de su hijo, muerto seis meses atrás a la misma edad de Emilio. Pero la novela no comienza ahí, con esa aparición: de ese momento, que se ha repetido dos o tres veces, no sabemos más que Emilio y la mujer se habían saludado apenas con un movimiento de cabeza, y que él se había enrojecido un poco. Cuando finalmente ella repara en él es sólo para preguntarle si sabe de algún lugar apartado donde pueda “hacer pipí”. Y, ahora sí, en ese encuentro que propicia tan decisivamente el surgimiento de la exploración recíproca que harán Emilio y la mujer de sí mismos (y por qué no hay que decir que se trata de un amor, tan imposible como irrecusable, por más que ella pueda ser su madre y él tenga apenas doce años), da inicio una historia sobre cuyos acontecimientos van tramándose nuestras inferencias, que principalmente con ellas es como progresan las consecuencias del encuentro: lo que sucede a Emilio y a Eurídice, la mujer, y a quienes orbitan en torno a ellos, vamos conociéndolo sobre todo porque no está dicho: quiero decir: porque los hechos están apenas dispuestos para que nuestra inteligencia y nuestra emoción compongan los sentidos que importa que tengan: quiero decir: los sentidos intransferibles y preciosos con que conseguimos saber más bien quiénes somos, quiénes hemos sido hasta antes de haber comenzado a leer.
Ignoro cuáles deban ser los significados de los actos y los pareceres de los personajes, de las breves informaciones que llegamos a tener de ellos: del policía del cementerio, por ejemplo, se nos hace saber que es analfabeto; al albañil siniestro no le vemos el rostro; la madre de Emilio es traductora, el padre la enerva llenando los vasos hasta el borde y están separados por un filoso rencor enfundado en las suavidades de la paternidad compartida y del hastío; en el cementerio hay un empleado que altera las fechas de las lápidas; Eurídice es masajista, tiene los tobillos gruesos y se deja besar por este empleado; el detector de chistes de Emilio está estropeado, y, alrededor de todo (también hay un monaguillo hermoso, un río subterráneo y una caverna, un paseo en auto, una escalera de mano, una alergia al cempasúchil, una crema perfumada, una bofetada, un abejorro), la inminencia de la ciudad, volviéndolo todo más inexplicable. Ignoro, en suma, qué pueda pensarse de lo que he presenciado, de cuanto vi y oí en estas páginas hechas de detenimientos y concentraciones, de una prosa urdida con contenidos fulgores, absorta en el registro de lo poco que ve suceder; lo que sí sé es que la lectura de esta novela ha sido —asombrosa e inesperadamente—, más que una lectura, una vivencia, y acaso como Emilio, salgo de ella sabiendo que enamorarse es una forma de eludir la muerte, que sujetarse a veces puede ser una forma de desasirse y que un chiste puede salvarnos la vida.
Todo cementerio es un lugar propicio para las intensificaciones: del silencio, de la luz, de los breves sonidos que juegan con ésta, de los olores y de las palabras que en ellos se pronuncian, pues allí adquieren una calidad de definitivas, por trivial que sea o parezca lo que formulen. Al comprobar esto, al presenciar en un cementerio la aparición inefable de una mujer delante de un niño de doce años —y al hacerse cargo de lo que ocurrirá después—, Morábito ha escrito una novela entrañable.
Fabio Morábito, Emilio, los chistes y la muerte, Anagrama, México, 2009, 168 p.
A los doce años uno sabe que es inescrutable aunque no sepa qué significa la palabra inescrutable. Aunque ignore qué es ser inescrutable. La incomprensión que devuelve el mundo ante nuestras imprecisas interrogaciones la correspondemos con una inopinada obstinación en enigmas y apartamientos: el silencio y la soledad van haciéndose sorpresivamente preferibles a la admisión de los otros en nuestras inmediaciones, y vamos percatándonos de que, en adelante, tendremos que rendir cuentas a nosotros mismos antes que a nadie más; de que la ocurrencia del presente reclama nuestras decisiones y se detiene ante nuestro recelo, de que podemos instruir al instante siguiente para que se conforme a nuestro deseo —aunque otra cosa es que se conforme o no: tener doce años es buena edad para enterarnos de que somos capaces de fabricarnos las decepciones que habrán de ir punteándose con nuestros anhelos. Éstos y otros descubrimientos progresivos —las pulsiones que orientan en el camino por donde se sale de la infancia, la vulnerabilidad y el desamparo equilibrándose con la invencibilidad y la independencia—, sin embargo, tardan en librarnos de la desprevención con que vamos internándonos entre los vivos. Porque ser niño, digámoslo así, es una forma todavía precaria de estar vivo, y de ahí que un escenario óptimo para hacer el tránsito sea, como en la novela Emilio, los chistes y la muerte, un cementerio.
Desprevenido, Emilio tiene doce años y ha dado en frecuentar un cementerio. La razón que da es que va ahí casi todas las tardes a buscar chistes con su detector; también va para cumplir con el peculiar deber de localizar su nombre entre los de los muertos —una suerte de conjuro con el que se asegura que los pobladores del lugar no quieran incluirlo entre ellos—, y mientras busca va memorizando los nombres que lee, además de la ubicación de cada uno. Súbitamente —y qué no es súbito en un cementerio— está en presencia de una mujer que lleva flores al nicho de su hijo, muerto seis meses atrás a la misma edad de Emilio. Pero la novela no comienza ahí, con esa aparición: de ese momento, que se ha repetido dos o tres veces, no sabemos más que Emilio y la mujer se habían saludado apenas con un movimiento de cabeza, y que él se había enrojecido un poco. Cuando finalmente ella repara en él es sólo para preguntarle si sabe de algún lugar apartado donde pueda “hacer pipí”. Y, ahora sí, en ese encuentro que propicia tan decisivamente el surgimiento de la exploración recíproca que harán Emilio y la mujer de sí mismos (y por qué no hay que decir que se trata de un amor, tan imposible como irrecusable, por más que ella pueda ser su madre y él tenga apenas doce años), da inicio una historia sobre cuyos acontecimientos van tramándose nuestras inferencias, que principalmente con ellas es como progresan las consecuencias del encuentro: lo que sucede a Emilio y a Eurídice, la mujer, y a quienes orbitan en torno a ellos, vamos conociéndolo sobre todo porque no está dicho: quiero decir: porque los hechos están apenas dispuestos para que nuestra inteligencia y nuestra emoción compongan los sentidos que importa que tengan: quiero decir: los sentidos intransferibles y preciosos con que conseguimos saber más bien quiénes somos, quiénes hemos sido hasta antes de haber comenzado a leer.
Ignoro cuáles deban ser los significados de los actos y los pareceres de los personajes, de las breves informaciones que llegamos a tener de ellos: del policía del cementerio, por ejemplo, se nos hace saber que es analfabeto; al albañil siniestro no le vemos el rostro; la madre de Emilio es traductora, el padre la enerva llenando los vasos hasta el borde y están separados por un filoso rencor enfundado en las suavidades de la paternidad compartida y del hastío; en el cementerio hay un empleado que altera las fechas de las lápidas; Eurídice es masajista, tiene los tobillos gruesos y se deja besar por este empleado; el detector de chistes de Emilio está estropeado, y, alrededor de todo (también hay un monaguillo hermoso, un río subterráneo y una caverna, un paseo en auto, una escalera de mano, una alergia al cempasúchil, una crema perfumada, una bofetada, un abejorro), la inminencia de la ciudad, volviéndolo todo más inexplicable. Ignoro, en suma, qué pueda pensarse de lo que he presenciado, de cuanto vi y oí en estas páginas hechas de detenimientos y concentraciones, de una prosa urdida con contenidos fulgores, absorta en el registro de lo poco que ve suceder; lo que sí sé es que la lectura de esta novela ha sido —asombrosa e inesperadamente—, más que una lectura, una vivencia, y acaso como Emilio, salgo de ella sabiendo que enamorarse es una forma de eludir la muerte, que sujetarse a veces puede ser una forma de desasirse y que un chiste puede salvarnos la vida.
Todo cementerio es un lugar propicio para las intensificaciones: del silencio, de la luz, de los breves sonidos que juegan con ésta, de los olores y de las palabras que en ellos se pronuncian, pues allí adquieren una calidad de definitivas, por trivial que sea o parezca lo que formulen. Al comprobar esto, al presenciar en un cementerio la aparición inefable de una mujer delante de un niño de doce años —y al hacerse cargo de lo que ocurrirá después—, Morábito ha escrito una novela entrañable.
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