Gabriel Wolfson
Alberto Chimal, Los esclavos, Almadía, 2009, 149 p.
Dados los encasillamientos tan acostumbrados en nuestro mercado literario —que en buena medida propiciamos los reseñistas, aunque también los lectores con delirios enciclopédicos—, no será difícil encontrarse pronto con renglones que enjuicien este libro de Alberto Chimal como un salto audaz, una prueba de fuego: siendo un narrador ya bien instalado en el género del cuento y, se diría, en la ficción fantástica —suele promoverse así una imagen de cierta puerilidad, de candidez, con la que es fácil lidiar—, que ahora se aventure no en el cuento sino en la novela, y en una de corte “realista” (la palabra y las comillas son del propio Chimal, en sus agradecimientos finales), con una temática, para colmo, escandalosa y extrema, supone una decisión arriesgada, que servirá de base para pronunciar una condena o un elogio: que se dedique mejor al cuento porque no tiene “empaque” de novelista, o bien que continúe por esta senda que consiste en apartarse de la senda conocida, poniéndose permanentemente a prueba. De entrada discreparía de las dos opciones, productos por lo pronto de mi mera imaginación: mejor que alguien se dedique a la novela justo porque no tiene “empaque” de novelista, y mejor dejar de pensar que el espacio ya conocido y explorado de un narrador sea necesariamente un terreno cómodo.
Pero la primera reacción contra mis conjeturas tendría que ver con el propio encasillamiento: nos resultaba aquí, sí, cómodo clasificar a Chimal como “cuentista fantástico” (noción casi tan ruin como “ensayista literario” o “poeta de la experiencia”), y sin embargo Los esclavos nos hace ver ahora cuánto de lo que ya había escrito Chimal no sólo prefiguraba su primera novela sino que rebasaba sin duda unos límites —cuento, fantasía— que, supongo, al autor no se le habría ocurrido fijar ni desear. Por ejemplo: ahora notamos que en Grey, de 2006, el “Catálogo de sectas” anunciaba ya a la probable secta de sadomasoquistas de Los esclavos, y más puntualmente algunos textos como “Tanto gusto” o “Su carne”, que entonces descubren su fondo de exploraciones obsesivas lejano de la viñeta sólo hecha, digamos, de frases buenas y correctas; que en Éstos son los días, de 2004 (lo reseñamos en el número 109 de Crítica), se incluye el relato “Shanté”, que bien podría haber sido un capítulo de Los esclavos, donde se ensaya sobre las relaciones de mutua dependencia y sobre la adicción, la persecución pulsional de un objeto, y donde también se construye con eficacia un entorno “realista” como base para las deformaciones de la imaginación o de los juegos enunciativos. Y sobre todo, ahora notamos que los libros de Chimal, antes que como conjuntos de cuentos o novelas, son concebidos como libros, un puñado de páginas que se buscan unas a otras, que se defienden solas pero que parecen encontrarse mejor en ese lugar preciso que se les asigna y junto a esas otras precisas páginas que las rodean (signo de ello son los índices de Chimal, trabajados por el autor y no por el formador o editor para cumplir con el requisito). No son muy distintos, creo yo, los modos en que se relacionan entre sí los textos de Grey o Éstos son los días, calificados como libros de cuentos, que la dinámica de ecos, amplificaciones y rectificaciones que opera en Los esclavos, y supongo que, así fuera por mera provocación, Chimal pudo haber presentado este libro como un libro de cuentos sin mayor problema para nadie, excepto quizá para los redactores de cintillos y notas de prensa.
Si obviamos los “agradecimientos”, el índice de Los esclavos refiere cuatro capítulos nombrados con incisos y en desorden: a), c), b), d), más otro capítulo, “Años después”, justo a la mitad. Los cuatro incisos ofrecen dos historias paralelas en su asunto y en su arquitectura: en a) y b) se narra la historia de Marlene —sucesora tecnologizada de las hermanas Baladro, de Ibargüengoitia; una “señora decente” para los vecinos del pueblo donde vive—, quien ha montado una industria casera de cine porno cuya estrella es Yuyis, una esclava adolescente que habita en casa de Marlene sin haber salido nunca de ahí. En c) y d) asistimos a las sutilezas de Golo, un millonario aburrido que posee un nuevo esclavo, Mundo, sometido a tratamientos brutales y a quien Golo presume en reuniones con otros amos, hastiados hombres de poder (políticos, jerarcas del clero). Al final del libro, el lector puede creer, si lo desea, que ambas historias se tocan anecdóticamente, pero su verdadero contacto, como señalé, se da en la forma como Chimal concibe y despliega sus líneas argumentales y sus irradiaciones de sentido. Hay varios elementos para sostener lo anterior: a) y c) funcionan como estampas narradas en presente donde las acciones, disueltas en el tiempo, se convierten en atributos, caracterizaciones, mientras que b) y d) se encargan de dotar de profundidad a aquellos cuadros vivos al brindarles un pasado y un desenlace; la línea a-b comienza y termina con la misma escena, Marlene que enciende o apaga la luz, en tanto que la línea c-d muestra a Golo que abre o cierra la puerta (motivos simbólicos ambos: se abre la puerta, se encienden las luces y comienza la función: las dos historias empiezan por desarrollarse como una gran mascarada para el ojo de la cámara o del amo respectivo —o del lector, claro—: roles encima de los roles, nombres sobre nombres —como “Zorayda, que en realidad se llama Fabiola”; como “Trixy, o Trixxxy”, nombre bajo el cual se esconde Yuyis, ya de por sí un sobrenombre; como Mundo, que sustituye el nickname de un chat, “busko ligue”, que a su vez oculta el nombre vulgar de un burócrata padre de familia—, capas y capas de maquillajes, disfraces, discursos memorizados: estratos de representaciones bajo los cuales nunca habrá, desde luego, tal cosa como el “sujeto real”, ni siquiera cuando se apaguen las luces y se cierre la puerta); en una historia, Marlene imagina escribir, como si fueran sinopsis para las cajas de los dvd’s, fantasías alternativas para Yuyis, lo mismo que Golo, en la otra historia, escribe o dicta una serie de apuntes donde se elucubran procesos de sometimiento igualmente alternativos para Mundo; y sobre todo, las dos líneas argumentales son enunciadas en principio por un narrador de dudosa entidad, quien en el mismo momento para ambas hace un alto y dice: “en lo dicho hasta ahora hay varias mentiras”.
¿Qué se desencadena con la revelación de la falta de veracidad o confiabilidad de lo narrado hasta entonces? Lo que primero se nos mostró había sido, en las dos historias, una sucesión de crueldades extremas —más impulsivas y en bruto en el caso de Marlene-Yuyis, planificadas y refinadas respecto de Golo-Mundo—, la puesta en escena de relaciones sadomasoquistas llevadas más allá del estricto límite espacio-temporal donde suelen tener lugar, un nuevo ámbito en que el acuerdo tácito de ayuda mutua entre amo y esclavo ponía en cuestión precisamente su condición de acuerdo. Sin embargo, algo había de excesivamente racional y estilizado en las escenificaciones que quizá ya nos hacía dudar, y que en todo caso las devolvía al fin al terreno acotado del ceremonial: costumbrista, podría decir, en el caso de Marlene-Yuyis; kitsch en el de Golo-Mundo. (Al respecto, quizás el mejor ejemplo: un productor de pornografía infantil trata de justificarse ante Golo, aduciendo que la vida que le da a los niños es tal vez mejor que aquella de la que provenían. Entonces Mundo, “quien llevaba un traje de hule rosa” y estaba en cuatro patas, se pone de pie y pronuncia un discurso impecable, una explicación de su conducta: “Es totalmente distinto, porque lo que existe entre el señor y yo es, en muy buena medida, un acuerdo de caballeros”. De inmediato, sin embargo, se nos aclara que Golo había hecho memorizar a Mundo aquel intachable parlamento de quince minutos.) A partir del corte del narrador, en cambio —cuando, parco, sin ostentación, confiesa sus “mentiras”—, va revelándose un estatuto mucho más mundano y azaroso para estas relaciones amo-esclavo, un estatuto a primera vista menos cruel pero que entonces descubre su auténtica tercera dimensión, frente a la bidimensionalidad anterior: por una parte, el deseo descarnado o encarnado de Marlene y Golo por Yuyis y Mundo; por otra, el verdadero alcance de sus descontroladas representaciones. Transcribo una idea de Giorgio Agamben para clarificarlo: “Pero lo que constituye la sutileza característica de la estrategia masoquista, casi su sarcástica profundidad, es que sólo puede llegar a gozar de aquello que le excede a condición de encontrar fuera de sí un punto que le haga posible asumir la propia pasividad, el propio placer inasumible. Este punto exterior es el sujeto sádico, el amo.” ¿Qué pasa, parece entonces preguntarnos el libro de Chimal, si el amo extravía esa posición exterior, si metido quizá desde siempre en la circularidad incesante de la disciplina y el placer confundidos borra todo posible punto de apoyo para sí y para el esclavo, sujetos ahora ya no sólo intercambiables sino, como las partículas subatómicas, indeterminables como pura materia o como pura energía?
Lo que también se activa con la revelación de las “mentiras” es una especie de dimensión performativa en Los esclavos. Cuando al final del capítulo c) leemos: “En lo dicho hasta ahora hay, cuando menos, tres mentiras: los escritos de Golo no son tan extensos, copiosos ni elocuentes como se ha sugerido hasta el momento, sus hábitos no son del todo los descritos y, sobre todo, Mundo no es víctima de tratamientos ni torturas decididas por otros”, podemos pensar que tanto nos sorprende la revelación en sí como la sencillez con que es transmitida, el desplante de un narrador sin ningún reparo y, digamos, sin ningún tacto para desdecirse con rapidez y en términos muy simples. Es que entonces se comienza a sospechar que los enunciados anteriores no sólo han dicho las fantasías de los protagonistas sino que han puesto en funcionamiento el mecanismo propio de la fantasía y el deseo. De no existir las apresuradas rectificaciones del narrador, en Los esclavos asistiríamos a otra exhibición más de lo que aparatosamente podríamos llamar el ritual sadomasoquista en la era postindustrial, un ritual excesivo, torpe y muy violento, sí, pero puesto en nuestras manos como una confiable representación; con el desdecirse del narrador, en cambio, aparece de pronto que el relato y la rectificación sobre aquellos rituales, ahora vistos como maquinarias complejas, racionales, jerárquicas y perfectas, era el modo de comenzar a reflexionar sobre el proceso del deseo en acto.
Y así, tras de que el lector acaso sienta transformada su experiencia de lectura en un experimento que muestra cómo se desea, las historias pueden ahora ofrecernos sus antecedentes y derivaciones. En la línea Marlene-Yuyis, un origen impensado y turbio, y un desenlace, sin embargo, donde se inmiscuyen policías, funcionarios y empresarios menores, en mi opinión cercano a lo convencional, limitado a las obligaciones de narrar hechos y explicar desarrollos. Para la línea Golo-Mundo, en cambio, un primer capítulo magnífico —del inciso d)—: un foro de internet donde Golo contacta a “busko ligue”, lo nombra Mundo y le da caza como el líder de una iglesia que gana adeptos con la promesa de la felicidad y el fin del sufrimiento; y después, sobre todo, un final en verdad perturbador, tras de que Golo haya alcanzado el último de sus refinamientos haciendo que Mundo llame por teléfono a Andrea, la esposa que dejó hace años, Golo se cansa de su esclavo y lo expulsa de su casa y de su vida, a través, justamente, de cortar el continuo de la representación: “Bueno [dice Golo], podría haber sido peor. Podrías haber empezado a hablar normalmente. Así habría visto que no te tomas muy en serio nada de…” Pero si Mundo se desprende de su papel no es a causa del corte impuesto por Golo, sino porque de pronto se halla desnudo, abandonado en medio de la calle. La primera opción que contempla es, claro, volver a la casa de su mujer y sus hijos, pero no será ésa la ruta que siga: Mundo ha dejado atrás a Golo como un paso en el camino de la liberación de su placer, y ya no es Mundo sino Golo quien seguirá necesitando la mediación de unos límites establecidos así sea fantasmagóricamente desde fuera y promovidos desde dentro (Andrea representa para Golo ese límite), porque la conquista de Mundo es esa intemperie, el terreno de una libertad tremendamente ardua que lo dejará solo en sus decisiones y responsabilidades.
La última frase de Los esclavos que transcribí, sin embargo, es a la vez sintomática de la única nota del libro que, me parece, limita su potencial: como ella, hay decenas de frases interrumpidas por puntos suspensivos que se suman a los numerosos vacíos entre cada pequeño capítulo de los que componen los grandes incisos —y desde luego, a los vacíos entre los propios incisos—: montones de huecos que el lector tiene que rellenar. ¿Me quejo de la posición activa a que esto nos insta? No, sino de lo predecible que puede resultar esa posición. Hace poco vi El hombre que mató a Liberty Valance, de John Ford, lo que me sirve para ilustrar lo que quiero decir: el personaje que interpreta James Stewart es un abogado joven, recién llegado a un pueblo del oeste, sin conocimiento de armas ni de trato con forajidos, experiencia que sí posee el personaje a cargo de John Wayne. Apenas pasada la mitad de la cinta, el tembloroso abogado se enfrenta a Liberty Valance, que tiene aterrorizado al pueblo, y lo mata. La película, es claro, podría terminar ahí. Y sin embargo, por un asunto ajeno a la película, el espectador deduce que faltan cosas por ver: en primer lugar, quedan muchos minutos; en segundo, algo tiene que pasar con el personaje que interpreta John Wayne, puesto que John Wayne es John Wayne y no puede haber sido contratado para un papel tan menor. En efecto: la historia sigue y casi al final James Stewart escucha contrariado a John Wayne explicar que en realidad fue él quien, oculto por la noche, disparó y mató a Liberty Valance. Por cuestión de una elemental competencia como espectador de cine, quien ve el western de Ford realiza una lectura que en buena medida se anticipa a los acontecimientos de la cinta. Algo parecido en Los esclavos: en razón de cierta competencia narrativa, uno sabe que falta algo, que tantos huecos, vacíos, elipsis, deslices y sugerencias no son descuidos ni detalles gratuitos sino material sobre el que hay que hilar y tramar para organizarlo y llevarlo a un destino en buena medida ya preparado por el autor. Lo que parecía un capricho o una insensatez siempre es en el fondo una señal: en Los esclavos todo está por algo, y todo está diciéndonos que está por algo todo el tiempo.
He dejado para el final el pequeño capítulo central, “Años después”, porque me parece que están ahí las mejores páginas del libro. Están ahí y no: el texto puede sin duda alguna leerse sin el resto, pero su completa irradiación se alcanza justo cuando se lo concibe como un núcleo que, aunque autónomo, condensa las energías del libro, el punto ciego de todos los capítulos. Se presenta un escenario miserable, degradado, con ecos de José Revueltas y Eduardo Antonio Parra, una barranca de viviendas infames donde habitan, entre otros, un barrendero-pepenador y una prostituta. El capítulo permite suponer que al menos uno de los esclavos de las historias principales reaparece aquí, efectivamente “años después”, lo que resulta en una lectura inquietante y sorpresiva. Por ejemplo: Mundo, el liberado Mundo, ha encontrado en este entorno de podredumbre su verdadero paraíso, un mundo privado e incondicional de placer (tan es así que ocurre la siguiente escena: el barrendero y su mujer entran a comer a una fonda. Se les acerca un poeta insoportable a leerles una de sus creaciones, “Esclavo nacido”, que sugiere el disfrute, más allá de la pura virtud, inscrito en la sumisión a una fe: el barrendero lo echa casi a patadas, a base de frases claridosas). Lectura sorpresiva, sí, pero que al mismo tiempo aludiría a una lógica causal, cerrada, que por tanto aparecería como ineluctable. Prefiero pensar que existe la otra posibilidad: ni el barrendero ni la prostituta ni menos el poeta son continuaciones de nadie, y entonces, de esta manera, el capítulo tampoco prolonga nada: la novela se ha escrito para disponer un espacio con un centro vacío. Y ese centro, que paradójicamente orbita en torno a los cuatro capítulos principales, es “Años después”, donde se nos ofrece una réplica a la posible subordinación entre los niveles socioeconómicos o “educativos” y los caminos de la subjetivación, y donde, además, nada ni nadie, nunca, está muriendo a manos de ningún sueño racionalizador que incida sobre los cuerpos: en vez de eso, el goce que campa a sus anchas en la insensatez.
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