jueves, 26 de agosto de 2010

La historia secreta de los mapas



David Miklos

Valeria Luiselli, Papeles falsos, Sexto Piso, México/España, 2010, 106 p.

Portaplanos

Primero está el libro.
Como objeto físico es impecable: las tapas rojas con amplias solapas, las guar­das negras, el papel bond acremado de un gramaje sutil.
Sobre la portada, el nombre de la au­tora, en versales y versalitas, está preso por el título, impreso en altas silueta­das, vacías de su naturaleza bold o negrita.
Bajo estos datos, el sello de la editorial.
Ninguna ilustración: letras rojas sobre un fondo rojo.
El texto de la contraportada está dividido en dos apartados. El primero, des­criptivo, anuncia que se trata de un primer libro y que su género es el ensayo na­rra­tivo; el segundo, celebratorio, lleva la fir­ma de Francisco González Crussí y ha­bla de la autora como una tránsfuga del mundanal y turbio ruido, además de men­tar su carácter de promesa mayor dentro de nuestra íntima galaxia literaria na­cional.
En la solapa que se desdobla de la por­tada se anuncia que Valeria Luiselli na­ció en la ciudad de México en 1983 y que ha vivido en distintos países del orbe; ahora transita entre Tacubaya y la Uni­versidad de Columbia, en donde cursa un doctorado.
Este último dato nos permite especular sobre el ambiguo título del libro: Pa­peles falsos.
¿No serán estos ensayos narrativos la rebaba de los trabajos académicos que escribe su autora, es decir, literatura en estado puro que se fuga de las reglas de investigación universitaria? Pensemos en inglés: false papers, en donde el sustantivo quiere decir, sí, papeles, pero no en su carácter de meros documentos u hojas sueltas de papel sino de ensayos escola­res que deben entregarse al final del pe­riodo académico, sujetos a un calendario y no al libre albedrío de quien los perge­ña; el adjetivo que lo acompaña, ése sí es transparente, de una contundencia abso­luta: falsos.
Basta con trasponer el umbral del li­bro —la tapa roja, las guardas negras, la hoja de cortesía, el par de portadillas, la pá­gina legal, la dedicatoria, el índice y el título del primer apartado en compañía de un epígrafe de Joseph Brodsky— para ve­rificar la hipótesis anterior: las primeras líneas del texto le dan la espalda a la aca­demia y anuncian un estilo libre de ata­duras, referencias técnicas y notas al pie.
Pero no sólo eso.
Realizada la lectura, consumado el pa­so de la primera a la última página, Pape­les falsos se descubre como un libro de igual modo rebelde a los géneros: no es mero ensayo, pero tampoco es llana cró­nica: no. Lo que Luiselli ha pergeñado y pulido con esmero en esta primera entre­ga libresca es una suerte de novela au­tobiográfica a la vez velada y evidente, oculta tras las cortinas casi traslúcidas de la literatura en estado puro.
Algo así.

Pisapapeles
Todo comienza y todo termina en el mis­mo sitio: el cementerio veneciano de San Michele y, más en particular, la tumba de Joseph Brodsky, uno de los evasivos virgilios que le tienden y le destienden la mano a Luiselli en su deambular por este mundo de libros y relingos, vertido con in­teligencia y honestidad en las 106 páginas de Papeles falsos.
Si hay un tema o un motivo en el que aquí se reincide, no es otro sino el mapa: un plano sin aparente volumen, bidimensional, condenado a ser doblado y desdo­blado sobre una superficie lo más llana posible para poder realizar su lectura, se­guir sus indicaciones, orientarnos cuando la brújula interna falla y trazar un recorri­do de A a B sobre las calles allí ilustra­das. Sin embargo, los diez apartados que componen el libro que nos ocupa distan mucho de ser la mera representación lite­raria del motivo elegido, así como tampo­co son una mera línea recta que se tiende entre un par de puntos. No.
En términos de estructura, Papeles fal­sos es un círculo o una elipsis aparente que parte de A para llegar a A misma. Sin em­bargo, en este tránsito de uno al mismo punto, algo también se dobla (y se desdo­bla, mapa al fin y al cabo) para darnos co­mo imagen gráfica una suerte de banda de Möbius en la que se avanza sobre el dere­cho para terminar en el revés, allí donde A muestra ambas caras.
Sin embargo, una vez repasados los diez apartados del libro uno cae en la cuenta de que es otra la figura que, reu­nidos y tendi­dos sobre una mesa, representan: estamos, sí, ante una esfera, dentro de la cual A es un punto difícil de sitiar o de encasillar, un punto libre dentro de un cuerpo tridimen­sional que se antoja, sin más, perfecto, en­globado o contenido por sí mismo; a imagen y semejanza del propio mundo, pues.

Lupa
Allende cualquier metáfora geométrica o abstracción a la que los sometamos, los Papeles falsos de Valeria Luiselli son diez variaciones o desplazamientos sobre un mis­mo tema o mapa. Pero vayamos por partes antes de vociferar el todo.
En el primer apartado, “La habitación y media de Joseph Brodsky”, Luiselli se pasea por el cementerio de San Michele en pos de la tumba del aparente animador de las páginas que al lector se ofrecen, un cementerio que, visto desde el cielo, se­meja “un enorme libro de tapas duras” en donde las palabras son “esqueletos en des­composición”; o bien, una gran lápida rectangular, sin más atributos. Más que un encuentro con Brodsky y el último es­pacio ocupado por su persona —al final comprenderemos que se trata de su re­vés: un luminoso desencuentro—, lo que aquí se descubre es la quintaesencia del anoni­mato como eje de la condición humana: nada somos y, nombres y rostros aparte —grabados y enmarcados sobre una tum­ba, morada última—, a la nada volvemos. (Y si algo de nosotros permanece, eso no puede ser más que la poesía.)
Más allá de Venecia y su no tan famo­so cementerio, Luiselli emprende un vuelo trasatlántico en “Mancha de agua” —eco de la Marca de agua de Brodsky, su evasi­va memoria veneciana—, en donde Luiselli entra propiamente en materia y sobrevue­la el motivo evidente de su libro: los mapas. Más en particular: el mapa de la ciudad de México, es decir el mapa imposible de una ciudad imposible, en la cual pasear­se es una afrenta. Aún en las alturas, la confesión no tarda en llegar: “Escribir so­bre la ciudad de México es una empresa destinada al fracaso” y sus calles no son propias para el flâneur, esa figura de la mo­dernidad urbana pergeñada por Baudelaire, domeñada por Benjamin y evitada, sabia­mente, por Luiselli. Ciudad sin planeación y sin mapas originarios, la de Mé­xico no es más que el fósil desértico, informe, de un lago, agua petrificada sobre la cual la es­critora, finalmente, aterriza para decir y decirse: yo soy y no soy esto.

Compás
La trilogía de apartados siguiente es aca­so el alma o el espíritu ulterior de Papeles falsos: de “La velocidad à velo” a “Cemen­to” —un breve párrafo, en realidad; añadido o coda de realidad brutal aislado del resto—, pasando por la búsqueda inútil del significado de la saudade lusitana que es el notable “Dos calles y una banqueta” —quizás el tramo más logrado del conjunto—, Luiselli recorre la ciudad en su carácter de bicicletista invisible, des­marcada de los que caminan bajo sospecha y de los que abarrotan tanto automóviles como las distintas formas de transporte pú­blico, todos ajenos a la realidad que los contiene. Refugiada de la lluvia bajo el co­bijo de una librería de viejo —suspendido el recorrido en bicicleta por sus calles de la defeña colonia Roma—, Luiselli rebuscará, sin éxito, la verdad de la saudade en un hermoso paseo etimológico-existen­cial por la nostalgia, la melancolía y el spleen, el actual y a la vez clásico síndro­me de Ulises, así como por la burda y acomodaticia depresión, ese vertedero de emociones y estados tanto humanos como, y sobre todo, literarios. Pero más allá de las palabras y sus significados, no siempre del todo descifrables, Luiselli abunda en el derrotero último de su libro: “La sauda­de es presencia de una ausencia: una pun­zada en un miembro fantasma; una grieta en Iztapalapa; los ríos y lagos de la ciudad de México; un hoyo en un jardín.” O bien, un shul, como quiere Rebecca Solnit en A field guide to getting lost (2005) —li­bro que no puede ser más que un parien­te cercano del que aquí nos ocupa, si de parangones se trata—; o un relingo, como leeremos más adelante.

Brújula
De las palabras dichas al idioma de las líneas del rostro, Luiselli concentra su ma­pa esférico en otro trío de capítulos, cuyos ejes son “lo que se dice”, “lo que se es­cribe” y “lo que se recuerda”: planos apar­te, entramos a la real materia gris —el co­lor es injusto: en realidad aquí se trata de una especie de blanco perlado— de Pape­les falsos, que no puede ser otra sino la maleabilidad del lenguaje y el modo de en­cararlo, es decir, de hacerlo propio y con­vertirlo en escritura.
Así pues, en “Paraíso en obras” y den­tro del hogar en reconstrucción en el que la escritora se sitúa, comprendemos que “Na­cimos llenos de algo —de materia gris, de agua, de nosotros mismos—, y en todos se está produciendo, en cada instante, la al­quimia lenta de la erosión. Llevamos una caverna en proceso encima del cuello, pe­dazos que serán pedacería”. Pero no sólo eso, y he aquí el quid o la joya en el pajar desbrozado por Luiselli: “Entonces, algo se rompe [cuando hilamos una sílaba con la otra y decimos “mamá”]. En el momen­to en el que pronunciamos el nombre de aquel lazo, el primero y el más íntimo, se rompe definitivamente algún nexo con el mundo (…) Más que una reminiscencia del paraíso, aprender un idioma es un pri­mer destierro, exilio involuntario y mudo ha­cia el interior de esa nada en el corazón de todo lo que nombramos (…) Aprender a hablar es darse cuenta, poco a poco, de que no podemos decir nada sobre nada.”
De vuelta al veleidoso asfalto de la ciudad de México, son los “Relingos” traza­dos por Luiselli su mayor descubrimiento, “terrenos vagos, espacios residuales aban­donados” conformados por el encuentro de las caprichosas líneas de la urbe y esas áreas de nada o de ninguna parte crea­das o conformadas por ellas. Pero lejos de ser pedacería o detritus humano o urba­no —eso que queda de nosotros, erosionados, al final de nuestra vida—, los relingos no son otra cosa que huellas vírgenes, dispues­tas para rellenarlas —ya sea de vida o de escritura— o, mejor aún, para crearlas y depositar allí los descubrimientos de nues­tro paso por el lenguaje. Así las cosas, no todo es caos en la ciudad de México —Lui­selli se ve tentada a hablar aquí del ca­rácter del mexicano, pero sortea el canto de las sirenas con decoro y gracia— y, pe­se a todo, quedan espacios fértiles, relingos para la literatura, esa nada que es todo lo que, en realidad, de nosotros permanece.
Otra vez en casa, terminada la obra que aquejaba el patio interior del edificio y su acceso al departamento, Luiselli des­cubre que su rostro amanece convertido en otro, incompleto, en “Mudanzas: volver a los libros”. De una reflexión sobre el cómo y el porqué rellenamos los espacios vacíos que se manifiestan en nuestra vida —más en particular los espacios físicos: un departamento, una casa nueva—, la es­critora vuelve no sólo sobre su oficio de hiladora de palabras sino de lectora mien­tras busca y desembala de una caja el Es­cribir de Marguerite Duras, entre cuyas páginas yace un memento o una reliquia, un boleto de tren procedente de otra y la misma vida, la suya propia: “Volver a un libro —escribe— se parece a volver a las ciudades que creímos nuestras, pero que en realidad hemos y nos han olvidado.” Encontrado el libro, hecho el descubri­miento, Luiselli devenida Duras se encara en el espejo: “[E]sta cara, como todas otras, no es solo una colección de huellas; es también el bosquejo de un rostro futuro. (…) En mi rostro joven intuyo ya una pri­mer arruga de la duda, una primera sonrisa de indiferencia: líneas de una historia que comprenderé después.”
Antes del cierre, Papeles falsos in­cu­rre de manera necesaria en una especie de digresión: del primer al séptimo piso de un edificio, Luiselli se asoma por la ventana de su departamento de universitaria sólo para constatar que, hoy, la indiscreción ha cambiado de matices. “Ya no exis­ten las ventanas indiscretas —nos dice— porque todo pasa adentro de esas windows más pequeñas, circunspectas y herméticas en las pantallas de las computado­ras.” Es éste, pues, un capítulo de interiores, el úni­co en el que la escritora se enclaustra en serio y abandona, tan sólo momentáneamente, la naturaleza solar y de persianas abiertas de su libro, en una obligada re­ferencia al “trueque de categorías” entre el espacio público de la calle y el privado de la casa. ¿Por qué estamos condenados a dormir en la misma cama, noche con no­che? ¿Por qué no, como recomienda el por­tero que vela el umbral del edificio donde vive la escritora, saltamos de una a otra cama y “participamos de una poligamia habitacional” y buscamos dormir las más de las veces en camas ajenas? Acaso por­que estamos condenados a ser siempre los mismos, camas aparte, afuera y adentro de la propia existencia.

Alfiler
Pasada la oscura y críptica claustrofobia, la luz se hace de nuevo: en “Papeles falsos: la enfermedad de la ciudadanía”, Va­leria Luiselli regresa al cementerio de San Michele, aunque en realidad nunca dejó de estar allí, sola ante la tumba de Jo­seph Brodsky. Italiana por ascendencia —ape­llido es evidencia—, la escritora relata su “matrimonio de conveniencia” (Rubén Da­río dixit) con la multisobada Serenissima.
En una conclusión sobre los linderos de la identidad, la confesión se hace nuevamente manifiesta: por más que Luiselli intente decirnos que los papeles que la ha­cen veneciana son falsos —en realidad, son legales y sellados por la burocracia—, descubrimos qué es lo que la hace llorar no cuando deja los canales de la ciudad que se hunde sino cuando aterriza en las calles de la ciudad hundida y desaguada.
Mexicana por aceptación, la escritora revela su real pertenencia no por motu pro­prio, sino por el azar que vincula a la sa­lud con el destino, es decir, con la tumba —más propia que ajena: un relingo íntimo—: Adesso, sei veneziana, dice la bu­ró­crata y estampa un sello en su existencia, si bien nosotros leemos el tatuaje que yace bajo esa línea y esa estampa como una evidente marca de agua: A partir de aho­ra eres escritora.

martes, 10 de agosto de 2010

Yo no soy un gángster

Domingo de Ramos

Viajo irreversiblemente viajo
viajo en esa combi negra empapada de luz vertical
viajo súbitamente en esta nave pedestre en el río Anhydre
por donde me interno como una sonda abrasadora que no embellece
los cálculos las piedras el emplasto con que se cubre esta enorme ciudad
como un cuerpo abandonado
Viajo en esta negra combi y no hay niños ni perros a quien cargar ni llevar
Viajo contra mí mismo en esta negra combi que me ata y me lleva abolsonado
acucharado en vilo esposado que cruza el Estigia como un reo contumaz
como un pastelero de esquina
Estoy derramado Me baño en las viejas costas del Amanrote soy esclavo
del príncipe Ademus donde me encapuchan intolerablemente por hablar otro
idioma por orar echado por sudar arcaicamente y gritar desde una torre
¿puedo viajar tranquilamente aspirando spray sobre las pardas ondas
transparentes ennublarme y seguir las flechas que manchan el aire los líquidos caminos
al sordo rebramar de sus olas? ¿Puedo viajar desde dentro vermiforme pajita
concentrado y redondo por esta tierra que no es tierra que no es cielo que no sé qué
puede ser salvo unos postes y casas que dejo atrás como la vida que no se adelanta
sino se atrasa sin verlo más sin recordarlo más?
Viajo en esta negra combi al volante mirando por el retrovisor a mis pasajeros
Que sólo yo los saludo cada mañana cuando toman y alzan el dedo sin yema y se
suben como pidiendo disculpas tan pesados que hunden las llantas por sus deseos
más blancos que sus huesos que sus enredados pelos en las carreteras que las
pasan durmiendo embabando el parabrisas el espejo donde no miran sino las estaciones
que se suceden como gañidos en sus oprimidos pechos arrastrando sus quijadas
como garras silbando en el viento pero todo se desvanece en el camino
como el pasado de estos seres de estos burócratas que en sus tiempos libres fueron
rebeldes mas ahora yo los conduzco a su destino como si los tuvieran en esta negra
combi babélico sodomista gomorrista que se detiene contra un árbol como un perro
para orinar en sus raíces en esa pared donde las putas revientan las cucarachas y las
mariposas con sus zapatitos de punta mientras recuerdo a Marcel Duchamp con su
Desnudo bajando una escalera y a esta chica violada y panzona que recojo como
un buen samaritano pero yo no soy un buen samaritano tampoco un gánsgter
la noche no hace distingos a mi costado está el asesino de uniforme el coimero y
el sátrapa Estas almas que me los llevo que me he puesto yo como una hernia en la
cintura a 150 kilómetros por hora derritiéndome sin paradero fijo nocturnal con sus
rostros arrandados por el viento y sus palpitaciones que remueven los asientos Los
llevo a sus oikos al hoyo donde tal vez jamás los vea eso no importa eso no importa
bajan y bajan y me estoy aliviando como si estuviera defecando y la canción de la Piaf
me anuncia un nuevo día respiro la bruma amarro y flameo lo que queda de mí De este
largo viaje que recién empieza o que termina miserablemente
Me he ablandado cada viaje es una pérdida una nostalgia una dedicación a mis
semejantes una profilaxia un desgaste amical una borrachera un beso esquivo una
muerte un retrato goyesco de mi abuela una punzante compasión en el estómago
Cada uno de mis miembros están solitarios solitarios como ensayando para cavar una
zanja y rellenarla con las facciones de una cara que no recuerdo
Cada día es una enfermedad nueva y virulenta Y hay ganas de hachar y martillar
los gladiolos de tu boca y hay ganas de quemar fotografiar mi desgano y hay ganas
de ir al volante y hundirlo todo
Leo Los adoradores del fondo del mar ¿Tendré algún fondo? Mi cabeza no puede
alucinar hierve corruptamente por una mujer Respiro nuevamente después de las 12
Respiro nuevamente sobre un paisaje en cero duchado como una piedra destilada
Me arrimo al asiento toco el acelerador y jalo la palanca El mundo rueda sobre otros
cuerpos como un bufido tenso me adentro en sus forros Ya no sé que hacer la cuerda
pandeada se estira como un láser en el ojo Y ninguna ave me recuerda haberla visto
virgen desde una tanqueta que dispara
Viajo irreversiblemente viajo
¿Los muertos viajan viajan los muertos?

Una carta de amor*

Héctor Manjarrez

Concha mira el aire transparente que la rodea. No mira el cielo, no mira las nubes, no mira las águilas. Mira el aire.
Los que más creyeron en el futuro son los que más añoran el pasado, colgados de la brocha del gran fresco que iban a pintar, piensa.
En sus manos tiene una carta de Gregorio, su primer esposo, su único es­poso. La ha leído cinco veces, pero no aquí, en la montaña, adonde la trajo para leerla de nuevo por primera vez, precisamente, en el aire límpido, lejos de la ciudad, lejos del pasado y del futuro.
Para Gregorio, piensa Concha, el pasado sigue vivo, es parte del presen­te y será parte del futuro. Nunca se ha alterado su entusiasmo, sólo se ha adaptado a las circunstancias. Para mí el pasado es como las casets de nuestra música favorita de antaño: ya no las oigo, y muchas cintas ya ni siquiera pueden oírse, las arruinaron el tiempo y el uso.
Además, el pasado es como esas películas orientales que alguna vez creímos entender y que, al verlas en dvd, nos damos cuenta de que en rea­lidad nunca las entendimos, sólo nos fascinaron por una especie de esnobis­mo ingenuo. Los gestos son tan enigmáticos, las palabras tan histriónicas. Esos extraños actores ¿éramos nosotros?

Querida,
¿Cómo se escribe una carta de amor?
Cuando eres joven, las cartas amorosas brotan con la naturalidad y la abundancia de las lágrimas o del se­men. Imploras y adoras con la facilidad de dioses, y cada dos o tres renglones ha­ces promesas que juras que cumplirás.
Las cartas de amor son profesiones de fe y de entusiasmo que se van con­vir­tiendo en peticiones de perdón y ofreci­mientos de enmienda. Ya voy a hacer lo que debo; ya no voy a hacer lo que no debo; te lo prometo y me lo juro.
¿Cuántas cartas no nos escribimos tú y yo en las épocas en que no existía el correo electrónico (y el teléfono de larga distancia era muy caro)? Cuando no vivía­mos juntos, yo salía de tu cama y tu casa y a la noche siguiente ya estaba escribién­dote cartas apasionadas sobre tu espíritu, sobre tu cuerpo, sobre tus palabras, sobre nuestro futuro. No digamos cuando te ibas a tus prácticas de campo: nos escribíamos epístolas que semanas o meses después abríamos y leíamos mientras cogíamos y comíamos algo a tu regreso de las tierras de los indios.
Y finalmente, cuando convivimos, ¿no nos dejábamos recados en el espejo, el por­tafolios, los zapatos? Todo el tiempo nos escribíamos, y hablábamos de lo que sentíamos, leíamos y veíamos.
(Si todo esto te parece falso porque es un recuerdo embellecido o la compaginación de ti y otras de mis mujeres, creeme que no importa. A nadie quise como a ti y con nadie quería lograr esa felicidad y liber­tad como contigo.)
Y yo me dormía con la mano derecha en tu pecho izquierdo. ¡Oh, tu chichi izquierda! Nunca sabrás cuánto la quise. Y oh, tu espalda, tu nuca. Las mujeres nunca se imaginan cuánto las deseamos y venera­mos, como ya no me acuerdo quién decía (¿Baudelaire, Agustín Lara, yo?). El festín de los cuerpos que es el encuentro de las mentes que es el asombro de los gustos compartidos.
¿Estoy tratando de revivir un cadáver? Si nos volvemos a besar, ¿contraeremos una infección espantosa al reactivar nuestras viejas bac­terias agazapadas durante lustros en los alveolos de los dientes? Si logro persuadirte y encantarte de nuevo, ¿no me arriesgo a toparme con tu fan­tasma atroz en un pasillo, el cadavérico rostro desencajado mientras me cantas, con la voz de Leonard Cohen, and is this what you wanted? To live in a house that is haunted, by the ghost of you and me?
No es la primera vez que te sugiero y recomiendo que le demos otro chance al enorme cariño que los dos sabemos que nos tenemos. Te lo he dicho de viva voz, te lo he dejado grabado en tu teléfono, hasta creo que te lo he imeiliado alguna madrugada en que la vida me ha parecido par­ticularmente bella. Y ahora he decidido escribirte esta carta que, para evitarme críticas como las de antaño, te estoy tecleando directamente en la compu. Aun así, la imprimiré; y la meteré en un sobre; y en el correo, esa institución tan amada que se nos está muriendo, le pondré timbres y la echaré por la ranura correspondiente.
¿Te he perdonado tus pendejadas y chingaderas, tus necedades y crueldades? Supongo que te gustaría saber esto. La respuesta es fiel reflejo del canon clásico: sí y no. Como nunca te disculpaste de nada, ni de lo nimio ni de lo siniestro; como siempre creíste (o quisiste o fingis­te creer) que los hombres (porque sus antepasados fueron machos opre­sores) deben pedir perdón por todo y las mujeres (porque son feministas heroicas) no deben disculparse ni por pisar un callo, te seré sincero: en la nueva sociedad que te estoy proponiendo, tendrás la oportunidad de disculparte tantas veces como yo. ¿No te parece justo? ¿No te parece her­moso?
Y una pregunta más: ¿es ésta la primera vez que me atrevo a de­cirte esto abiertamente, o me estoy repitiendo?

Te estás repitiendo, piensa Concha, pero quizás el interés de tu pro­po­sición fuera justamente que nos repitiéramos, que aprendiéramos a repe­tirnos, como las parejas duraderas.
Pero para eso tendríamos que convertir las indudables virtudes de tu pro­puesta razonable en un interés apasionante, y no sé si para eso no es imprescin­dible no sólo un considerable sentido del humor (del que tú tienes “demasiado” y yo “demasiado poco”) sino incluso un “mínimo” (whatever that means) de entusiasmo sexual. ¿Te gustarán mis chichis? ¿Me volverán a gustar tus extra­ñas piernas? Y no sigo con otras preguntas.
¿No sería más “sensato” que me y te replantearas esta propuesta para cuando sea más difícil que seduzcamos y nos seduzcan otros? Cuando seamos “adultos más mayores”, digamos.
Me acuerdo de aquella querida amiga y colega mía que después fue tu querida amiga y amante y que sigue siendo mi entrañable colega y amiga (aun­que hace mucho, mucho tiempo que no la veo). Un día me contabas (estába­mos en dos hamacas paralelas en una playa de Oaxaca donde nos topamos) que, tirados en la cama y fumando aunque aún jadeantes (así se vivía enton­ces), tú no le dijiste que la amabas, sino le preguntaste si te amaba.
Ella te dijo que acababa de ver una caricatura del New Yorker donde una anciana y un anciano, balanceándose en sus mecedoras en la veranda de una casa de ancianos de Florida, se preguntaban: “¿Qué éramos? ¿Ami­gos? ¿Amantes? ¿Primos? ¿Nada?” (¿Ya te re-conté esto?)
Si somos sinceros, ése es, más o menos exactamente, el estado de nues­tras relaciones (en plural). Pero siempre hemos sido sinceros, entonces déja­me quitar esa palabra y volver a lo razonable, al reasonableness, que creo que es lo que nos ha permitido seguir queriéndonos mucho.
Y no se te olvide algo fundamental: hasta ahora tú y yo hemos evitado tener hijos. Yo no dudo de la “congruencia” de mi decisión, pero hay algo que me excita tanto como me inquieta: así como ser hija de divorciados me lleva­ba a congeniar “a primera vista” con otros hijos de divorciados (cuando los divorciados eran pocos y malditos), así, ahora, me doy cuenta de que sólo me atraen sexualmente los hombres que mi naricita hipersensible dictamina, infaliblemente, que son childless, ágrafos de paternidad, seres que como yo sólo responden a sus responsabilidades ante sí mismos y su trabajo. ¿Destino es destino? Porque, además, no sólo detecto a los varones que no tienen hi­jos, sino también a los que ya no viven con nadie, sea hombre o mu­jer y hasta perro o nana.
Pero, bueno, cavila Concha, no hay que exagerar. Estas cosas siempre las supimos: las llamába­mos la química, etc. La diferencia, si la hay, radica en que no las de­cíamos. O —para volver a la sin­ceridad— que yo no las decía.
Concha sigue sola mirando el aire. Su corazón está un poco más con Gregorio; su cuerpo está un poco más con el hombre con quien se abra­zó y compenetró en Tepic; su espíritu, que es la fórmula más compleja y también más sutil, parece que prefiere acogerse a San Juan Pingüino.

¡Este hotel será hospital!, clamábamos en las manifestaciones. Qué sim­pleza, qué mentalidad tan puritana. Nos sumábamos a los contingentes, desplegábamos nuestros estandartes, coreábamos las mismas idiotas con­signas (EL PUEBLO UNIDO JAMÁS SERÁ VENCIDO), saltábamos como niños de kinder (EL QUE NO BRINQUE ES CHARRO) y nos ufanábamos de ser los batallones del futuro (ÚNETE PUEBLO) mientras marchábamos como hor­migas por Reforma, por Juárez, por Madero, desde Tlatelolco, des­de el Museo de Antropología, hasta el Zócalo, con el puño en alto, con el ros­tro enardecido, con el sol achicharrándonos.
¡Qué tiempos tan lindos, tan ingenuos, tan ridículos, tan conmo­vedores! ¡Ser jóvenes y no creer en Dios y el Poder sino en la justicia; no en la patria sino en el futuro; en el amor, sí, pero más en la libertad! Cuan­do miro hacia atrás, la pureza de mi estupidez (o la estupidez de mi pu­reza) me deslumbra. Postergamos carreras, aplazamos estudios, nunca ahorramos un centavo, nos soplamos a Marx y Fourier, porque el futuro siempre parecía alcanzable. Algunos, los más idealistas o más ávidos de poder, sacrificaron a sus hijos y padres y se fueron a combatir en la sierra y en los arrabales en nombre del castrismo, del socialismo, del pero­nismo, del comunismo, del sandinismo. ¡Qué retahíla de ismos patéticos! ¡Qué continente tragicómico! ¡El pandillerismo de los peronis­tas! ¡La ima­gen del Che Guevara golpeando a su pobre mula exhausta que no lo puede llevar al poder o a la muerte...! ¡La cursilería y el latro­cinio de los sandinistas!¡Los cien años de soledad de Fidel y Raúl Castro! ¡Etcétera!
Pero no te escribo, amada mía, para burlarme del pasado, ese pa­sado que en su momento fue tan intenso y encantador; ese pasado en que en alguna manifestación, Heberto Castillo —al verme observar el arranque de los contingentes— me hizo señal de que me incorporara a La Descubierta, la fila de las eminencias, entre él y un líder cuyo nom­bre ha olvidado la historia (aunque yo no). Déjame decirte que la lucha de los sindicatos por la justicia y el combate de los jóvenes por la liber­tad y la contienda de las mujeres por la igualdad no eran nada en com­paración con la lucha por agregarse y sobre todo permanecer en La Descubierta. Patadas, empujones, codazos, zancadillas, todo eso se utilizó contra mí; resistí heroicamente, defendiendo mi derecho a salir al día si­guiente en la primera plana de los periódicos, aunque temiendo que tal vez me consignaran como “personaje desconocido”. En el momento de rodear la glorieta de Colón, e injuriarlo por protocapitalista, la mayor experiencia de varios líderes sociales en la guerra de clases por fin logró mi expulsión súbita y definitiva de la Celebridad Oposicionista: me habían ido corriendo hacia el extremo hasta dejarme en la punta, y en la curva un zape en el riñón derecho y un empellón me hicieron unirme, rojo de vergüenza, a las filas de Pueblo que nos miraban desfilar. ¿Por qué nunca te conté esto? No sé, ¿por qué crees tú?
Pero bueno, si no te escribo para burlarme del pasado, dejemos el pasado allá detrás, en donde quiera acomodarse.

Concha deja las numerosas hojas de la carta en el suelo, bajo dos gui­jarros, para que no se la robe alguna de las rachas de viento que de pronto se avientan desde el cielo o saliendo del cañón. Sigue mirando el aire, ape­nas si per­cibe a Juan que la mira desde unos treinta metros. Me acuerdo de que Grego (como en una época lo llamaba mucha gente, no tanto yo) un día dejó de interesarse en la política. Yo lo veía muy poco por entonces, la gente me contaba que se estaba “volviendo Verde”, aunque en realidad siempre lo había sido. Nos habíamos separado mal, feo, con dolor, con cierta cruel­dad por ambas partes, pero cuando nos encontrábamos en algún lado, con otra gente, siempre encontrábamos el momento y el modo de estar juntos, y recuerdo ahora que no le hacía mucho caso cuando me hablaba de yerbas y cultivos y plagas e insecticidas, pero sí lo escuchaba con atención cuando me daba con­sejos muy agudos y bien fundados, lo cual supongo que quiere decir que yo le pedía su opinión sobre mi vida y mis actos a veces.
No me acuerdo bien. Al dejar de ser el amor de mi vida, sin mucha transición se convirtió en un ser lejano, raro, un poco absurdo, por no decir ridiculón, por quien sentía mucha ternura y de cuya completa lealtad no ha­bía el menor motivo para dudar. Se convirtió en uno de mis dioses principa­les, si necesitaba su ayuda. Si no la necesitaba, rara vez pensaba en él, o me lo cruzaba. Creo que fue por esa época que empezó a construirse la cabaña.

¿Te conoce alguien tan bien como yo? (¿Me conoce alguien tan bien co­mo tú?) De todas mis mujeres, tú eres la que más odié y más amé. A ve­ces me despierto en las noches, tantos años después, con el recuer­do casi nítido de tu olor en mis manos y mi nariz. Entre mis fetiches pre­dilectos conservo unos calcetines tuyos gris perla con ribetes crema muy finos que, tal vez te acordarás, me arrojaste desde tu balcón de la calle de Jalapa una mañana que yo salía, “llenos de deseo por ti y de buenos deseos para ambos”.
¡Cuántas cosas desea y se promete la gente! Me gustaría que alguien como Chaplin hiciera una película en torno a esta carta que te estoy es­cribiendo; se intitularía Los calcetines, estaría llena de humor y melco­cha y sólo hablarían por nosotros los intertítulos. Imagínate a la actriz arrojando los tines y al actor atrapándolos entre los viandantes.
En algún momento se descubriría que Gregorio no conservó adrede los calcetines todos estos años, sino que los saca un día de un cajón re­pleto y, sorprendido los mira, y trata de ponérselos, y le quedan chicos... y en ese momento los estruja, los huele y, como el famoso bizcocho de Proust, ¡se acuerda de ella! No mucho tiempo después —tal vez un año— escribe una carta de amor.

Caray, piensa Concha, caray, cuánto cree quererme este hom­bre, cuánto entusiasmo ha logrado encontrar en sus entresijos para evocarme e invocarme. ¿Le arrojé yo los calcetines? ¿No sería otra de sus hembras?
En la linda calle de Jalapa ciertamente viví algún tiempo, y desde luego que Gregorio solía dor­mir allí, y a veces, es cierto, me gustaba abrir el balcón para mirar­lo salir y enviarle un beso. De los calcetines no me acuerdo, pero sue­na muy verosímil, me volvía loca el pinche Gregorio, me encantaba, me gustaba quedarme dormida sobre él; cuando se iba, yo me quedaba un buen rato entre nuestros olores.
Me encantaba, me fascinaba, y me exasperaba también. No recuerdo (ni niego) el episodio de los calcetines “llenos de deseo por ti y de buenos deseos para ambos”, pero lo que sí estoy recordando en este preciso momento fue una noche que lo eché de mi casa y, enloquecida como me pasa a veces, abrí el balcón y a las 9 y media de la noche, cuando las aceras están pobladas y la voz viaja bien, le grité y no lo bajé de pendejo, inútil, embustero, cobarde, frente a unos diez o quince transeúntes que se le quedaban mirando, para mi regocijo, con ojos de virtud escandalizada. Ahora me acuerdo bien, aun­que no recuerdo por qué lo tildaba de esa manera. El tipo podía ser realmen­te exasperante.
Concha quita los dos guijarros, alisa la carta y sigue leyendo.

Vas a decir que estoy loco, o que qué ando fumando, pero hay ma­dru­gadas que me despierto y te juro que veo tus omóplatos espléndidos co­mo el viajero que pasa la noche en un templo y al despertar descubre que es el hogar de Afrodita esculpida por Fidias. Tus omóplatos son para mí el nec plus ultra de la ternura y el deseo. Acuérdate.
Acuérdate de Acapulco, como diría Agustín Lara, nuestro bardo matutino.
Temo morirme un día, porque se perderá el recuerdo de ti; un re­cuerdo de ti que tiene que ser el más sensual, el más despiadado, el más tierno y el más conocedor de cuantos recuerdos tengan tus amores y tus amigos de ti.
¿O lo dudas? Conversa con tus amistades. Revisa la lista de tus aman­tes: yo no digo que yo sea quien tú más hayas amado, pues no lo sé y en un profundo sentido no importa; pregúntate más bien cuántos te besa­ron, te juraron, te rogaron, te lloraron, te engañaron, te aguan­taron, te quisieron matar y te quedaron leales como el que suscribe esta carta.
Querida, no quiero sonar pretencioso, pero cuando piensas en un gran amor malogrado, ¿no es el nuestro el que te llega a la mente? Cuan­do piensas en separaciones espantosas, ¿no es la nuestra la peor de todas? Cuando te juras que hay ciertas situaciones que nunca volverías a vivir, ¿no aparezco en varios de esos recuerdos funestos?
¿No soy el que ha cumplido más papeles por más tiempo en tu vida, o tal vez sobre todo en tu recuerdo?
Señora, no busque más: ¡yo soy el virus y la vacuna!

Concha interrumpe la carta y busca instintivamente a lo lejos a Juan el Pingüino, con quien le gustaría compartir algunos segmentos de esta carta idiota y fantástica, esta epístola cuanto más absurda más convincente, cuanto más ridícula más seductora, o tres veces viceversa.
Agustín ¿fue nuestro bardo matutino? Lo oíamos mucho, y a Toña la Negra, pero también a muchos otros.
Esta carta ¿no podría ser una circular a varias mujeres, cambiando cier­tos detalles como los calcetines y las calles y la música, pero conservando otros como, por ejemplo, los omóplatos?
Y si fuera una circular, ¿sería insincera? Gregorio ha amado a varias mu­jeres que a su vez lo han amado mucho. Cada una de ellas, no sé cuántas, pongamos tres, merecería una carta así.
Y tal vez yo también podría escribir una carta así. ¿A cuántos hombres? ¿A Gregorio y cuántos más?, ¿dos, tres...?
La verdad es que me alegra, me conmueve, me fascina esta Epístola de san Gregorio el Loco, me tiene a punto del llanto, me calienta, me dan ganas de cogérmelo, siento que nunca he querido a nadie como a él, y que nadie me conoce como él, y que tiene razón en todo, y que me gustaría aven­tarle muchos calcetines en los años subsiguientes, y que es un tesoro en mi vida, y que es cierto que nos entendemos sin hablar (aunque se le haya ol­vidado decirlo), pero no sé si es la pureza de la montaña y la intensidad del jículi lo que me impide enumerar todos los noes razonables y contundentes que sus recuerdos y argumentos me suscitarían en otro momento, en otro lugar. En todo caso, voy a meter a san Gregorio en mí en estas jornadas, voy a entrar en su holograma, voy a imaginar sus vientos, voy a sopesar mi vida pensando en la suya y la nuestra... si mi espíritu no se va por lados distintos a los suyos, como suele.
Concha cierra los ojos y cree quedarse dormida durante algunos mi­nutos. Si acaso duerme, es sin sueños, pensamientos o sentimientos.
Se ha ido de este mundo.

II

Concha deja de caminar hacia ningún lado, alejándose del futuro crepúscu­lo; enciende un cigarro y bebe un trago de tequila malón pero reposado de una botellita de 250 ml que ha traído para no compartirla con nadie.
Le duelen las corvas, el aire le raspa los pulmones, la regla parece ha­cerla sentirse más vulnerable a las repentinas bofetadas del viento.
Tragándose un buen trago y dos buenas bocanadas, se recarga en un árbol y se apresta a seguir leyendo la epístola de su ex más ex.
El muy cabrón me implantó su chip, se dice Concha en voz alta (¿quién la va a oír en esos lugares?), ¡cuando ni siquiera existían los chips!
Que él haya quedado marcado por mí, no me extraña. No sólo soy bas­tante inolvidable, if you please, sino que en esa época, cuando Gregorio y yo nos enculamos, cuando nos enamoramos tan apasionada y larga y conflictiva­mente, yo quería que mi impronta genética se le quedara impresa como holo­grama no sólo en la mente y los testículos y los ojos, sino, por así decir, en los ávidos labios de su ADN. Poco impor­ta que en aquel entonces nadie habla­ra de impronta genética, holograma, ADN y chips. Yo quería, como él, que nos amáramos tanto y cuanto pudié­ramos. Además quería dejarle gra­bados, metidos, insertos, todos mis olores y sa­bores y pensamientos y after-thoughts, porque él me gus­taba tanto que me gustaba para padre de mi(s) hijo(s) cuando quisiera engen­drarlos.
Y ahora resulta que logré ser inolvidable. Que cuando mira Gre­go­rio hacia atrás, me mira a mí, cree mirarme, y hasta yo creo que me mi­ra tal cual era. Ahora resulta que ha pasado de los largos y divertidos y absurdos telefonemas dejados en mi contestadora a una epístola en la que quiere decirme por qué quiere que yo le regale los dedos de mis pies para que los dos juguemos y él vaya su­biendo por todo mi cuerpo, toda mi concien­cia, y muchos de mis re­cuerdos.
Me lanza, además, un mensaje directo a la mezcla de corazón y men­te en mí. Sabe (recuerda) cómo lle­garme al meollo de lo que fue mi fe y si­gue siendo (agradezco que me lo recuerde) mi vocación y práctica. Me gusta y repatea que me toque en mi juramento inicial, en mi credo, me re­patea y me gusta que me recuerde aquellas palabras de Lévi-Strauss:

Cambiando de tema (ya volveré a lo que me trujo), hace unas semanas me encontré con los Tristes trópicos de don Claude, como tú lo lla­ma­bas, y los hojeé y me emocionó y divirtió releer, mil años des­pués, es­tas palabras subrayadas que eran fundamentales para la joven mujer que yo conocí: “Al mismo tiempo que se quiere humano, el etnó­grafo intenta conocer y juzgar al hombre desde un punto de vista suficien­temente elevado y alejado para abstraerse de las contingencias particulares de tal o cual sociedad o civilización. Sus condiciones de vida lo cercenan físicamente de su grupo durante largos periodos de tiempo; dada la bru­talidad de los cambios a los que se expone, adquiere una suerte de desa­rraigo crónico: nunca más se sentirá en casa en parte alguna; quedará psicológicamente mutilado. Como las matemáticas o la música, la etno­grafía es una de las raras vocaciones auténticas. Uno la puede descubrir dentro de sí, incluso sin que nos la hayan enseñado.”
Me imagino que el propio “don Claude”, algún tiempo después, se dio cuenta de que no estaba tan cercenado de su grupo parisino, de la culture Française, cuando debatió con Sartre y otros, y cuando se le dijo que sus dudas y pesquisas lo erigían en “el padre del estructu­ralis­mo”. ¿Y tú, querida? ¿Qué has aprendido? La pregunta es estúpida, pero la hago: ¿qué has aprendido de los que no son como nosotros?
Por otra parte, ¿te acuerdas de que, al mismo tiempo que la antro­pología te daba una razón de ser, decías que la vida no tenía dema­siado sentido y no era justa contigo? ¡Cómo te, me y nos jodías la vida con eso! ¿No te acuerdas? ¡Siempre había que compensarte por el hecho de que la historia había sido cabrona con las mujeres y dizque díscola contigo!, aunque tú tuvieras empleos más satisfactorios y salarios más mullidos que los míos. Pero ahora —desde hace años— eso parece haber quedado atrás, ¿no? Te has vuelto un individuo alegre, amable, amable, por lo menos con quienes no somos tu pareja.
Todo aquello ya no importa. O más bien: lo que importa es que ya tuvimos que comer de nuestra propia mierda hace años, y no tene­mos que hacerlo ahora. Si me sales con reclamaciones del agravio histó­rico de ser fémina, ¿no crees que puedes contar con que me salgan lágrimas no de sangre sino de risa?
Te seré sincero: no recuerdo con qué te chingaba yo los días... Es­pero que eso sea garantía de que no me repetiré. Si con aquello me pongo a monsergarte, o con algo nuevo, te agradeceré que me disci­plines.
Quisiera tocar algunos puntos prácticos. Como me imagino que nin­guno va a querer dejar su casa, te pregunto si sería conveniente esta­blecer una especie de rutina de rotación de hogares. (Como uso laptop, soy bastante móvil. ¿Lo eres tú?) Para ello, y todo “lo atingente”, propon­go dos conferencias en la Cumbre: una en Pátzcuaro y otra en Veracruz, y una tercera en la ciudad de Oaxaca si es precisa, a fin de acostum­brarnos a estar juntos, divertirnos y plantear tanto los problemas a la vista como sus posibles soluciones. De paso checaremos, huelga decirlo, si la sexualidad nos sigue funcionando; y si no, habrá que ver por qué las clavijas ya no nos embonan. (Por cierto, estoy cayendo en la cuenta de que nunca hablábamos del sexo entre nosotros; sí, y no poco, del ajeno.)
Como estas cosas no se pueden hacer así como así, además de las cumbres exploratorias y decisorias me parece que sería imprescindible y sensacional —en caso de que nos lanzáramos a una nueva vida com­partida— efectuar alguna Ceremonia Pública donde nuestros amigos, de antaño y de hoy, celebraran con nosotros la resurrección de la pareja antaño crucificada por sí misma.
Queridísima: me doy cuenta de lo ridículo y lo heroico, lo prosaico y lo lírico, lo estúpido y lo cívico de estas letras. Llevo tanto tiempo dán­dole vueltas a esta Esperanza Razonable, sin embargo, que te la planteo con toda naturalidad. Desde luego, piensa ene veces las cosas antes de contestarme; tómate semanas —espero que no meses— en pesar los pros y los contras, aun si, ¡Eros no lo quiera!, tienes en este momento alguna relación; y acúsame recibo rápido por el medio que prefieras.
En todo caso, si no amas a nadie en este momento, házme el favor de ponerme en el primer sitio de tus pretendientes, que deben de ser legión.
Después de tantos recados en tu contestadora, que deben haberte parecido entre absurdos y divertidos, entre tiernos y cómicos, he de­cidido pasar al género epístola: Primera Epístola de Gregorio a Concepción.
¿No se te antoja volver a vivir tu vida, con alguien del pasado, sólo que con una nueva sabiduría?

Concha dobla la carta y la mete en su morral y abandona el árbol y se echa a andar de regreso al caserío, pensando que el pinche Gregorio está loco. El pinche Gre­gorio delira. El pinche Gregorio no crece. El pinche Gregorio es muy probablemente el hombre que más he querido. El pinche Gregorio es un emisario del pasado, un loco de museo, candidato natural a líder del sin­dicato de habitantes de la Casa de la Risa. El pinche Gregorio todavía se viste casi igual que antaño, pero además con ganchos en la nariz y la oreja, a su edad. ¡A lo mejor —a lo peor— ya hasta tatuajes tiene, a su edad!
Gregorio empeoró o mejoró una vez que se separó de Concha. Se con­siguió un terrenito inverosímil a menos de un kilómetro de la carretera a Cuer­navaca donde se construyó, con sus propias manos y las de sus cuates por supuesto, una cabaña de adobe y madera de dos ambientes y dos pisos en el límite de un ejido a cuyos comuneros ya había convencido de emplearlo, gratis, como asesor ecológico, motivo por el cual tuvo que ponerse a estudiar sobre los bosques de altura, los pinos, los oyameles, los suelos, los vientos, las leyes, qué sé yo. Cuando todos nos especializábamos, él se diversificaba de la manera más amateur concebible. A mí, no sé si también a los demás, me parecía poco serio.
Como si fuera poco, el pinche Gregorio descubrió (o más bien decidió) que sus padres lo habían bautizado así en honor de don Gregorio o don Go­yo, el Popocatépetl, y tras de viajar varias veces por las estribaciones de nues­tro honorable volcán, nuestro mero Fuji-san local, se hizo bastante cuate de graniceros y otros encargados del culto a don Goyo y quedó de alguna mane­ra asociado al mismo. Según me contó una vez, hasta le cayó un relámpago bien cerca, a unos veinte metros, una tarde que andaba papaloteando entre las brumas del volcán.
Dado que se necesita que el rayo te caiga y no te chamusque en cenizas para darte por enterado de que don Goyo te ha escogido como intérprete de Sus designios y oficiante de Sus rituales, está claro que el pinche Gregorio sólo podía pretender que era tocayo del Popocatépetl, y no uno de sus represen­tantes entre nosotros.
¡Cómo agradezco no haber sido su pareja en esa época! No sólo me pa­recía alguien que, como se dice, se había “quedado en el viaje”, sino que además me daba la impresión de que estaba tratando de meterse, inconscien­temente sin duda, en mi terreno, en mis lecturas, en mis anécdotas, para ha­cerlas reales. Porque Gregorio es de esas personas que cree que lo que piensa es cierto.
Por otra parte, nos juntábamos a comer o cenar dos o tres veces por año, y nunca supe hasta qué punto creerle, porque Gregorio narraba las cosas más increíbles de la manera más creíble. De muchos es (o más bien era) co­nocida —en buena parte porque yo la divulgué más que él— la historia de su encuentro con Humito en la sierra de Veracruz, y de cómo el hongo y él sellaron un pacto.
Gregorio era tan auténtico que casi era falso. Era como un mueble de época, un period piece, un clavicordio antiguo o reconstruido. Como los trots­kistas ante el derrumbe de la URSS, se sintió perfectamente refrendado en sus ideas y pasiones. La caída de todo era la reivindicación de todo lo que había deseado, sentido, pensado y deseado. Para él, la debacle de la llamada Con­tracultura sólo significó que había que seguir insistiendo y resistiendo, seguir siendo auténticos, netos, seguir esperando el momento adecuado, sin doblegar­se, ni amargarse, ni azotarse, ni hacer reproches, ni a la gente ni a la Historia. “Un día se acabará llegando al final del arco iris”, me comentó una tarde, con una gran sonrisa irónica.
Mientras tanto, reconozco que Gregorio —una vez que nuestra relación nos quitó a ambos el enorme peso que nos exigía el Deber Ser Juntos— disfru­taba la vida y sabía ganársela de las formas más diversas: crítico de rock y hip hop y música caribeña; guía micológico de turistas gringos y canadienses y deefeños en la sierra mazateca; impresor de poesía propia y ajena en edi­ciones artesanales; socio de restorán italiano en Puerto Escondido; promotor cultural en Zacatecas; productor de música indie; crítico y práctico de la radio.
Se me ocurre que Gregorio es una mezcla de genio e imbécil.

Lo de la radio es como un riff que me estoy aventando a hacer, arries­gándome a volverme popular, a no ser marginal, divirtiéndome mucho, invitando a jóvenes que otros jóvenes me recomiendan porque la gente de nuestra edad definitivamente anda en otra cosa, es decir, en el pa­sado; de repente, a sugerencia (sardónica) de uno de mis invitados, deci­dí apodarme “El Nuevo Jeque de la Radio Nocturna”, y desde en­tonces mi programa “Noche Profunda” va ganando cierta audiencia, es increí­ble como un nombre puede lograr tanto o más que el contenido. O qui­zás el hecho de que los invitados son libres de ser tan insólitos como se les antoje, y de llevar las músicas más insólitas, es lo que le ha ido ga­nando adeptos al programa.
Como no sólo de juventud se puede vivir, también invito a adultos de las artes, de las humanidades, de las ciencias... pero no te he invitado a ti. ¿Por qué? No lo sé. Pánico, supongo.

Concha no sabe nada de ese programa. Nadie, absolutamente, se lo ha comentado. Eso tal vez indica que no es tan popular como él supone, pero ciertamente denota algo más interesante: que ya no tienen amigos comunes; en todo caso, no amigos comunes cercanos.
¿Cómo le hace uno para ir cambiado de pieles que son precisamente las pieles de los amigos que nos dieron fuerte identidad como profesionista, como joven adulto, como pareja, como grupo? Es cierto que de las parejas de aquellos años apenas si sobreviven una o dos —y aun así habría que hacer un censo—, pero ¿cómo y por qué nos fuimos alejando los individuos? Ninguno de mis amigas y amigos de entonces lo es todavía. Ninguno. Ni siquiera sé, de la mayoría, dónde y con quién viven, qué hacen y dónde, etc. Da vértigo haber dejado en el olvido a gente que quisimos y nos quiso tanto y que tampoco pien­sa en nosotros, sobre todo en una ciudad que se precia de hacer una reli­gión de la amistad. ¿Qué nos sucedió?
¿Cuándo dejé de necesitarlos, de llamarles, de incitarlos, de invitarlos, de alborozarme de sólo pensar en ellos? ¿Cuándo y por qué y de qué mane­ras? Pienso en nombres, en caras, en voces, en besos: ¡qué lejos están los que estuvieron tan cerca, cuán poco importantes son ahora quienes eran crucia­les! Por lo visto, no sólo nuestros círculos sino incluso nuestros gustos cam­biaron, porque rara, rarísima es la oca­sión en que me topo con alguno de ellos en una fiesta, en un teatro, en un concierto, en la cola del cine.
¿Los traicioné? ¿O se hartaron de mí? Sólo con muy contados hubo al­gún conflicto definido, alguna herida, algún daño y dolor mío o de ellos. ¿En­tonces? ¿Los cambié por “mejores amistades”? Estas preguntas lo que preguntan es ¿quién soy, cómo llegué a ser quien soy ahora?, y la verdad es que se acrecienta el vértigo, porque es como si no fuera yo la responsable, la autora, de mi pasado.
¿Dónde están, por otra parte, mis amigos sudamericanos, tan numerosos en una época? Algunos se regresaron a sus países; no todos; y ni con unos ni con otros tengo contacto. ¿Y mis ami­gos gay? Uno solo murió, que yo sepa. ¿Viven en su ghetto? ¿Soy de los he­terosexuales a los que simplemente nunca se les ocurriría invitar a su ca­sa?, ¿y por qué?

¿Acaso Gregorio mantiene algu­na o muchas de esas amistades? Si es así, ¿quiero hablar de ello con él?
Por lo demás, reconozco que Gregorio tiene razón: yo odiaba un poco la vida. O más bien: yo le tenía a veces un profundo temor a la vida, lo cual es peor. Sin embargo, poco después de separarme de Gregorio —¿unas sema­nas, unos meses?— empecé a llevarme bien, sumamente bien, morrocotuda­mente bien, con la vida. Con la vida en todas sus manifestaciones sociales, sensuales, animales, gremiales, sexuales. Tal vez porque fue una época de con­siderable promiscuidad de mi parte, cavilo ahora. En todo caso, qué injusto: le jodí parte de la vida con mi miedo, con mis sospechas y paranoias, y cuan­do ya no estuvo Grego a mi lado para hacerme fuerte y aguantarme, yo me sentí libre, me supe poderosa, disfrutaba a manos llenas, como si todo hubiera sido culpa de él, cuando en realidad una de las razones por las que lo amé radicaba precisamente en que él no le temía en absoluto, nunca, a la vida.
¡Malditos hombres!, mascullaba yo a veces, ¿qué hacen además de arrui­narnos la vida? Y a las pocas semanas ahí andaba yo echándome uno tras otro como si fueran todos bellos solecitos deliciosos, que lo eran; que a veces todavía lo son.
Concha se ha estado acercando más y más al mágico y miserable case­río. Tiene necesidad de llorar, pero no puede, tal vez porque no sabe si son lágrimas de alegría o de tristeza las que le causan este sentimiento de borbo­tón en el pecho.
Las piernas le fallan, y se sienta casi de golpe. El pasado —una parte crucial del pasado— se le ha venido encima como una fiebre súbita y ful­minante.
Se recuesta. No hay nada en el cielo. Ni nubes ni aves. Cierra los ojos.
Al cabo de un rato, una voz que le habla al oído le dice:
—¿Está bien, comadre?
Al entreabrir los ojos ve la cara redonda de Juan.
—Sí, muy bien. Soñé que estaba pariendo gemelos. Y que me costaba mucho, muchísimo.
 
* Episodio de una novela en cuentos.

Desde el puente Mirabeau*

Elsa Cross
un río,
tú conoces su nombre, las orillas
cargadas del día, como el nombre
Paul Celan

1

Las vetas del fuego
en la penumbra
duplican
y desdibujan
                 el mismo interrogante
en recuerdo de un alba no alcanzada

              Esos sueños
deslizan
sus brillos satinados
                              sobre la piel
tactos lisos
como de superficies lejanas
la penumbra
abriendo
             hacia la luz
su vía incierta.

2
Si se abriera,
si se abriera al menos
                                  ese pasaje
o veta
o curso de agua;
si se abriera en su volumen
de río
o viento silbando
                      rompiendo al paso
los celajes de la memoria,
descomponiendo la luz
en prismas
                superpuestos
el rayo único—
nada tal vez:
un prado límpido
una sombra tan fresca,
tan callada
vibrando en torno.

3
Se oculta el sueño.
Al descubierto
el yeso de los muros,
la descarnada lucidez
                                harta de sí,
el esqueleto que se vence
—barco encallado.

Y algo va
                fantasmal
por pasillos inexistentes,
barandales hacia un abismo muy corto,
ornatos de feria
encogiéndose
                    bajo la desmesura
de los ojos.
 
* Fragmentos del libro Nadir, de próxima publicación.

“Si lo recuerdas, no lo viviste”

(El rock como memoria artificial)

Juan Villoro

¿El rock y la memoria? Son dos cosas que disfruté en el pasado.
Leonardo García Tsao

BÁJATE DE MI NUBE

Los Rolling Stones representan una exaltada variante del recuerdo. Al oírlos, recuperamos cosas que no siempre tienen que ver con ellos. Además, sus conciertos fomentan la resurrección de las amistades. De pronto, un se­ñor que se parece a Séneca el Viejo te abraza con un furor que sólo se vuel­ve lógico cuando te recuerda que acampó contigo en Puerto Ángel en 1973 y aún le debes el autobús de Pinotepa Nacional al DF.
Los Stones existen desde hace casi medio siglo y convocan diversas zo­nas del tiempo. Un impacto peculiar para una especie que se ha desentendido del arte de la memoria y almacena datos en prótesis cibernéticas.
Antes de la invención de la imprenta había que adiestrar la mente para recordar información. Cicerón favorecía el método de la memoria espacial: imaginar un edificio y ubicar datos en forma de mobiliario (al abrir una ha­bitación, la mente “veía” un ancla que podía aludir a las rutas de los navíos o a un poema sobre la tempestad). Buena parte de la cultura se preservó con este sistema. Pero nada es unánime bajo la inconstante luna: el mercurial Te­místocles dijo que no tenía otro deseo que entrenarse en el olvido.
Los habitantes del siglo XXI somos la tribu de Temístocles. Disponemos de tantos cacharros para archivar datos que la desmemoria se ha vuelto una condición de la existencia. El olvido es a nuestra men­te lo que la fibra al intestino: un vacío gra­tificante.
Pero de golpe llegan los Rolling Sto­nes, Jagger se hace el inexplicable co­rriendo con frenesí como un atleta de la categoría sub-70 y recuperas capas de tu existencia.
El domingo 26 de febrero de 2006, 65 mil personas nos convertimos en una evanescente versión del prójimo. Todos los desconocidos podían ser amigos íntimos de otros años. La frase más repetida era: “¿Te acuerdas de mí?” Un psicodrama de encuentros y desencuentros. Transcribo la historia de mi amigo Paco, muestra del pro­ceso memorioso que provoca el rock del periodo clásico.
Como Temístocles, Paco vive un in­tenso presente. Su profesión de diseña­dor industrial le ha dejado esta frase favorita: “La moda es lo que pasa de moda.” Adic­to a novedades y rupturas, ha hecho del cambio un asunto de carácter: lleva tres matrimonios y tres divorcios. Para otorgarse coherencia psicológica, ha­bla de sus exmujeres como avatares de la misma persona. Atento a los dibujos animados, se ha dejado cautivar por tres versiones casi idénticas de la Superchica. Todo esto significa que se refiere a sus ex como Burbuja, Bom­bón y Bellota.
Como Paco circula lejos del siglo I a. C. en el que Cicerón perfeccionó la oratoria, sus amigos ignoramos el arte de recordar. Nunca sabemos quién es Burbuja y quién Bombón. Lo cierto es que el Eterno Femenino encarna por triplicado en su biografía.
El tiempo ha durado lo suficiente para que cualquier persona tenga motivos de escuchar a los Stones: Paco se encontró con las tres fases de su vida en el mismo concierto. Los reyes viejos del rock lo sometieron a un careo con una vida que creía sepultada.
Se topó con Burbuja cuando fue por un whisky. Sus Satánicas Majes­tades cantaban “Angie”. Paco recordó la noche en que veía el Superbowl y sonó el teléfono. Dejó que entrara la contestadora y oyó la voz de Burbuja: estaba en el kilómetro 37 de la carretera a Cuautla y se le había ponchado una llanta. Fue por ella, pero sólo cuando acabó el Superbowl. No la encontró porque unos rescatistas, dignos de su nombre de Ángeles Verdes, llega­ron una hora antes que él.
El encuentro con Bombón ocurrió cuando Jagger cantaba “Bájate de mi nube”. Paco recuperó la olvidada tarde en que ella le habló por teléfono celular desde un elevador. Se había quedado atrapada en el piso 28 de un edificio de consultorios médicos. Paco recibió la llamada en la otra punta de la ciudad y llegó después que los bomberos (había hecho una escala imper­donable para comprar la pasta de dientes con flúor que ella nunca incluía en sus listas del super).
Vio a Bellota durante “Azúcar morena”. Cuando vivían juntos, ella se dedicaba a hacer flores de mazapán. En una ocasión, Bellota salió de viaje. Paco comió pan con mermelada sobre un arreglo que a ella le había costado gran trabajo. Al día siguiente, el mazapán estaba invadido de hormigas. Paco lo tiró a la basura. El detalle ruin vino después. Su mujer habló de larga dis­tancia para avisar que un cliente pasaría por el arreglo. Paco fue a casa de una colega de Bellota a conseguir otro arreglo, y se acostó con ella. Todo en menos de dos horas.
Tres llamadas perdidas entraron en la mente de Paco, con la fuerza de las profecías retrospectivas. “El tiempo está de mi parte”, cantaron los Ro­lling Stones. Pero también cantaron: “El tiempo no espera a nadie.”
Encontré a Paco a la salida, en el desolador momento del regreso. Pa­recía el hermano extraviado de Keith Richards. “Soy un crápula”, dijo: “he vivido en una nube”. Me contó los detalles de su viaje al pasado. No hice na­da por mejorar el asunto al recordarle que las tres superchicas eran excepcionales. Desde un puesto de camisetas salió el estruendo de “Simpatía por el diablo”. La cara de Paco empeoró. ¿Qué pesadilla de la memoria lo agobiaba? Se despidió de prisa, con un abrazo vacilante.
La hablé pocos días después para ver cómo estaba. ¡Olvidé que vivimos en el siglo del olvido! Cuando le dije que me había preocupado verlo así en el concierto, contestó: “¿Cuál concierto?” Su memoria sólo regresará con los Rolling Stones.
“La música, misteriosa forma del tiempo”, escribió Borges.

EL VAQUERO MÍSTICO

Poncho Nateras es un visionario que vive en un cuarto de azotea. Se instaló ahí en 1975 como quien se muda a un faro o un minarete: un sitio aparte, rodeado de antenas de televisión y cuerdas para colgar la ropa, el camarote de un sedentario que otea tempestades de la mente.
Vive ahí en perpetuo homenaje a Jack Kerouac, quien se encerró en un cuarto de azotea del DF a escribir a ritmo de free jazz y meditar como un budista estimulado por benzedrinas.
La amistad con Poncho, el Vaquero Místico que no conoce un rancho, ha sido inquebrantable salvo por un episodio. En 1977 fuimos de campamento a Zipolite, bastión jipi del Pacífico, y nos enamoramos de la misma gringa. Hubiéramos dejado de ser amigos si ella le hubiera hecho caso a al­guno de los dos. Wendy prefirió a un campeón de surfing pero fue ambigua al partir. Para garantizar que la recordáramos, me regaló un diente de tibu­rón y dijo como una pitonisa: “Si lo pierdes, es de Poncho.” Un talismán para que disputáramos por ella después de su partida.
Poncho me pidió prestado el diente y lo perdió. Nuestra amistad se hu­biera roto de no ser porque él me regaló el álbum doble Blonde on Blonce, obra maestra que por desgracia me recuerda el regalo de Wendy.
Hasta la fecha, mi ejemplar de En el camino conserva granitos de are­na de Zipolite. Cuando acabé de leerlo, le hablé a Poncho para saber si ha­bía encontrado mi diente. Juró que no lo tenía.
En junio de 2007 el Vaquero Místico bajó de su azotea con las visiones que capta entre antenas de televisión. Se mantiene en forma porque sigue un manual de ejercicios en espacio restrin­gido para marinos noruegos. Durante un tiempo también se adiestró en la res­piración circular de los saxofonistas, no con el fin de tocar, sino para ha­blar como si las pausas no existieran. Esta vez usó su frenesí oratorio para decir que En el camino cumplía cincuenta años.
Conservo el ejemplar que compré el 14 de julio de 1977, en 48.50 pesos. Sólo subrayé una línea, la pregunta de un sheriff: “¿Van ustedes a algún sitio, muchachos, o simplemen­te van?” La respuesta cifra la estética de Kerouac: viajar sin otro rumbo que viajar. Según la leyenda, el novelista tecleaba en rollos de télex para no in­terrumpirse al cambiar las hojas (“eso no es escribir, es mecanografiar”, co­mentó con acidez Truman Capote). Mé­xico fue para él un país fascinante y abyecto, maravilloso y digno de compasión, el escenario ideal de En el camino.
Poncho recordó la benéfica deuda de Los detectives salvajes, de Ro­berto Bolaño, con Kerouac, y luego la mía, totalmente fallida. “Tu primera novela fue tremenda”, entrecerró los ojos como si una guitarra eléctrica re­verberara en su cabeza. ¿Por qué recordaba eso? ¿Había vuelto a oír Purple haze y esa neblina morada le traía recuerdos?
Inspirado en una frase de Henry Miller, escribí Hacia adelante, a nin­gún lugar, novela que resultó demasiado fiel a su título. Poncho fue uno de sus pocos lectores. Recuerdo su dictamen de monje kung-fu: “Se puede es­tar perdido sin que eso interese.” Durante años guardé el manuscrito, espe­rando que el mundo cambiara lo suficiente para que la relectura resultara sorprendente. Y así fue: la novela era aún peor de lo que pensaba Poncho. Al terminar la abrumadora revisión del manuscrito, como agitada por la pro­videncia, sonó la campana de un camión de la basura. Salí a la calle y rendí mi texto. Esa noche fui a la azotea de mi amigo y le conté lo ocurrido. Él habló de lo purificador que es aniquilar el yo.
En el verano de 2007 me dijo: “Tienes que escribir sobre los cincuen­ta años de En el camino.” No podía decirle que escribiera él porque le gusta imaginar cosas sin rebajarse a que existan. Como siempre, juzgó que la me­jor forma de estimularme era la crítica: “¿Sabes cuál es tu problema?”, me preguntó, como si yo sólo tuviera uno. A lo largo de tres décadas, Poncho ha encontrado respuestas religiosas, políticas, eróticas y astrológicas a esta pre­gunta. Ahora mis limitaciones eran de estilo: “Kerouac merece un homenaje vivo: eres muy libresco”, el poeta sin obra dio un manotazo y mató un mosquito, tal vez sin querer. Luego me vio como un intenso hari-krishna, en espe­ra de una confesión o un donativo.
¿Aún es posible leer En el camino como instrucciones de uso para la autopista existencial? Mientras yo pensaba en la vigencia del texto, Poncho volvió a los imperativos de la vida real: “A fines de septiembre de 1956, Ke­rouac regresó a México por quinta vez. Tú naciste en esos días en el Hos­pital de las Américas, a unas cuadras de la casa que él rentó en la calle de Orizaba. ¿No crees que le debes un artículo? Sólo te pido un favor: no escri­bas como alguien que lee sino como alguien que vive.”
Iba a decirle que la lectura es una forma de la vida pero agitó las ma­nos como brujo en trance y recitó un pasaje de Tristessa: “Se escucha un tre­mendo rugido de un avión de Pan American que desciende al aeropuerto de la ciudad de México con pasajeros de Nueva York que buscan que sus sue­ños terminen de manera diferente.”
“Te estás poniendo libresco”, dije para molestarlo.
Entonces sacó algo del bolsillo: un diente de tiburón. “Lo encontré en mi ejemplar de En el camino”, dijo. Pensé en Wendy, la mujer que nos unió con su rechazo.
¿Tenía sentido recibir un talismán de 1977, cuando confundimos las páginas de una novela con nuestra biografía?
En el camino cumplía cincuenta años. El tiempo había pasado, pero la novela aún buscaba un final para nosotros. Como una reedición de los pasa­jeros de Pan American en Tristessa, estábamos ahí, esperando que el sueño termine de manera diferente.

UN NUEVO GRUPO: LOS BEATLES

El miércoles 6 de junio de 1962 George Martin recorrió un arbolado ba­rrio de Londres hasta llegar a un sitio que parecía la residencia de un dentista. En la apartada calle de Abbey Road estaban los estudios de emi. El trayecto era habitual para Martin, que había entrado a la compañía en 1950. Ese día iba a escuchar a unos músicos de Liverpool dispuestos a cambiar su de­do meñique por un autógrafo de Elvis Presley.
Formado en la música clásica, Martin no esperaba mucho del rock y debía su reputación a haber grabado a cómicos como Peter Sellers. El rostro patricio y el elegante trato de Martin hacían pensar en un miembro de las élites británicas; sin embargo, venía de un ambiente proletario y su pa­dre había sido vendedor de periódicos. Cuando el infatigable Brian Epstein le pidió que oyera a los Beatles, Martin aceptó con el fin de que su teléfono dejara de sonar. Escuchó una cinta y alzó la ceja del escepticismo; sin em­bargo, sintió un cosquilleo en la oreja.
Citó al grupo para grabarlo y analizar su potencial. Las voces eran buenas, pero ninguna destacaba y emi buscaba a un solista tipo Cliff Richard. Además, el repertorio era extravagante (¡el cuarteto insistía en cantar “Bésa­me mucho”, de la mexicana Consuelo Velázquez!), y el baterista, Pete Best, no tenía mayor mérito que cautivar a las chicas en La Caverna de Liverpool.
Martin hizo una grabación y la oyó con el grupo. “¿Hay algo que no les guste?”, preguntó. “Para empezar”, dijo George Harrison, “no me gusta tu corbata”. Así se cerró el trato entre dos concepciones de la música. Cuando el cuarteto se separó, Martin ya tenía el aura del Mago de Oz.
En octubre de 2006, el hombre que mostró el valor musical de un peine frotado con un papel en Sargento Pimienta, llegó a las oficinas de EMI en la ciudad de México para presentar un disco que ya parecía imposible: Love, recreación del sonido Beatle con el sistema digital 5.1 para el espectáculo del Cirque du Soleil, en Las Vegas. A los 80 años, sir George no había perdido su porte altivo, pero escuchaba con dificul­tad. Su hijo Giles, de 36 años, fungía como su experto en tecnología digital y su intérprete ante las cosas que él oía a medias. Love era el testamento del ex­plorador sonoro.
El encuentro con Martin tuvo la emoción adicional de los severos dispositivos de vigilancia. Teléfonos celulares, agendas electrónicas, grabadoras y radiolocalizadores fueron confiscados. Además, firmamos un contrato que nos comprometía a no revelar nuestra impre­sión hasta el 1 de noviembre. Las me­didas de seguridad son la molestia de un mundo donde nada se globaliza mejor que la amenaza. En este caso, tuvieron la virtud de hacernos sentir como competi­dores de George Martin, dispuestos a lograr una versión pirata de sus sonidos.
Durante tres años, el productor regresó a los estudios de Abbey Road para escuchar las pistas grabadas por los Beatles. No deseaba hacer una antología de la música más célebre del siglo XX ni restaurar con nostalgia lo que hace cuarenta años fue inaudito: “Armé las pistas como si los Beatles tuvieran otra vez 20 años y enfrentaran por primera vez la tecnología de gra­bación.” El resultado: lo clásico convertido en inédito. Ciertas canciones (“I am the Walrus”, “A Day in the Life”) parecen concebidas para recursos de grabación que sólo ahora existen. Lo más sorprendente es lo que se borró: por primera vez se mitigó al público de Shea Stadium y se oyó con nitidez a los Beatles en vivo.
Salvo una sirena de ambulancia, unos pájaros incidentales y algún true­no, los sonidos provienen de lo que el cuarteto hizo en sus ocho años y medio en Abbey Road. Sin proponérselo, el estudio operó como una cripta del tiem­po que pospuso sus efectos. Love no parece un triunfo de la técnica sino de la música.
El desenfado musical de los Beatles fue un peculiar ejercicio de ino­cencia. Una vez establecida su reputación, resulta difícil volver al momento en que eso no existía. ¿Puede Paul McCartney componer con la frescura de quien no tiene trayectoria? Difícilmente. En cambio, el productor que conoció a los Beatles cuando no eran otra cosa que unos improvisados alborotadores, puede recuperar el momento en que el grupo estaba hecho de silencio y de futuro. Love representa un paradójico “aprendizaje de la inocencia”. No es causal que cuando la obra se estrenó en Las Vegas, Paul le haya dicho a sir George: “Siento que fue otro quien escribió eso.” El productor le respon­dió: “Recuerdo el trabajo en el estudio, pero no siento que me pertenezca.” El valor de esa música es que resulta novedosa para quienes la crearon.
Al revisar las pistas Martin enfrentó un álbum de la memoria: cuarenta años con los Beatles. El recuerdo que más se le grabó fue la visita que Geor­ge Harrison le hizo cuando él estaba en el hospital. El guitarrista le llevó un elefante de la India, lo colocó en el buró y dijo: “Él te cuidará.” George mu­rió antes que el productor que usaba sospechosas corbatas y se convertiría en el guardián de sus sonidos.
Una pregunta inquietaba a las cincuenta personas que nos reunimos en las oficinas de EMI: ¿Habría otro disco de los Beatles? George Martin res­pondió en plan budista: “A estas alturas, pedir más sería avaro.”
Los tesoros están completos.

EL ARCHIVO COMO VANGUARDIA

Los conciertos que Bob Dylan ofreció en México en febrero de 2008 sirvie­ron para explorar la forma en que envejece o se renueva la música en vivo. El músico de Duluth pertenece a la esquiva variante de la leyenda. Esto ha­ce que se le aplauda con mayor unanimidad cuando llega que cuando se va. Al término de sus conciertos, algunos fans se rascan las canas, preguntándose si esperaban eso.
Ciertos artistas reciben el reproche de que sus obras se parecen dema­siado entre sí. En una entrevista con Vanity Fair, Woody Allen comentó que ha filmado dramas, comedias, versiones de tragedias griegas, musicales, historias fantásticas y tramas policiacas, pero lo critican por repetirse. “Mis pe­lículas son como la comida china”, comentó: “hay muchos platillos distintos pero todos saben a comida china”.
Dylan es objeto del reproche opuesto: cuando actúa, sus obras no se parecen a sí mismas. Si David Bowie transfigura su música de disco en dis­co, el autor de “Los tiempos están cambiando” transfigura en vivo lo que hizo en el estudio.
Desde principios de los sesenta, cuando desconcertó al público por in­cluir instrumentos eléctricos en el folk, Dylan ha vivido para la ruptura. Al mismo tiempo, es fiel a la tradición popular norteamericana. El password de su estilo: lo clásico es impredecible.
En un momento en que nada vende tanto como la nostalgia y músicos que se odian a muerte se reúnen porque su pasado tiene más éxito que su presente (Yes, Police, las mil reencarnaciones de Deep Purple…), Dylan rein­venta sus composiciones con tal apetito de metamorfosis que resulta imposible distinguirlas. Para los fanáticos que llevan décadas usando una camiseta con la melena de medusa del profeta, es reconfortante saber que Greil Mar­cus, señero biógrafo de Dylan, tampoco reconoce las canciones.
Esta cirugía reconstructiva no se guía por un criterio definido. En los tiempos en que se hacía acompañar por The Band, el compositor optó por versiones más cercanas a un rock básico y la dotación instrumental que luego emularía la E-Street Band de Bruce Springsteen. Cuando se presentó en México en 1992, en el infausto Palacio de los Deportes, deconstruyó sus canciones sin que eso fuera demasiado interesante. En 2008 llegó dispuesto a mostrar que los afluentes del rock llevan a una misma desembocadura y sugerir, con retrospectivo mesianismo, que él los creó todos. Su grupo hizo que el contrabajo, el banjo y el violín convivieran sin trabas con la guitarra eléctrica. Hubo aires de bluegrass, country & western, boogie y rocancarro­lito sin salir de la atmósfera dy­laniana. El efecto fue similar al de Buena Vista Social Club, des­crito por Ry Cooder como “una orquesta de los años cincuenta que nunca existió”. Dylan inven­ta un pasado donde diversas co­rrientes y épocas del rock tocan al unísono. Estamos ante un ar­chi­vista que improvisa la tradición. Su atuendo de vaquero imagina­rio confirma su gusto por reformular lo típico. Lo mismo sucede con el título de su disco Mo­dern Times: lo “moderno” remite a la canónica película de Chaplin. La contradicción es deliberada: en el negocio de objetos usados de Bob Dylan, lo antiguo es ac­tual y viceversa.
En ocasiones, un artista se vuelve esclavo de una obra, el hit que lo define. Si Leonardo re­sucitara, tal vez abominaría de la Gioconda. El gesto de Duchamp de pintarle bigotes desestabili­zó una imagen que amenazaba con ser más reverenciada que apreciada. Dy­lan hace algo parecido. Toca melodías icónicas (“It ain’t me”, “Like a ro­lling stone” o “Blowin’ in the wind”) con el placer de quien rearma otro Me­ccano con las mismas piezas. La transformación es tan radical que cuando un estribillo suena idéntico a la versión original parece rarísimo. El asombro recuerda la segunda Gioconda que “pintó” Duchamp: sin los bigotes de su versión anterior, ofreció una Mona Lisa “afeitada”. El cuadro de Leonardo nunca volvería a ser sólo el cuadro de Leonardo. En forma similar, las canciones de Dylan no pueden ser como antes: tienen mucho pasado por de­lante. Cuando una melodía suena en el concierto como el disco, sorprende mucho: lo auténtico parece artificial. ¡La Gioconda está afeitada!
En Chronicles, su excepcional autobiografía, Dylan ofrece algunas cla­ves de su estética. Su memoria tiene la salvaje precisión del coleccionista de mariposas. Recuerdos clavados con alfileres. Esta pasión por el detalle sigue una caprichosa estructura. “Nunca olvido una cara”, escribe Dylan en el tono de un detective del cine negro; sin embargo, sus recuerdos hiperrealistas lle­gan como las barajas accidentales que recibe un tahúr. No olvida, pero desordena.
En sus conciertos, baraja las canciones para tentar a la fortuna. En algu­na ocasión, los publicistas de Columbia lanzaron un lema para contrarrestar los exitosos covers de “Blowin’ in the wind” y defender el estilo hipernasal que autorizó a cantar a tantos trovadores sin voz: “Nadie canta a Dylan como Bob Dylan.” El tiempo ha demostrado que tenían razón. Dylan es fiel a sí mis­mo: sólo él logra que lo auténtico suene distinto.

LA GUITARRA DE SANTANA

Para Carlos Santana, Dios es la fuente más segura de electricidad. El músico que comenzó como mariachi en Autlán, Jalisco, y aprendió a tocar guitarra eléctrica en Tijuana, de la mano de Xavier Bátiz, ha olvidado el espa­ñol (o al menos la parte que tiene que ver con los adverbios), pero no el regionalismo que lo impulsó a entender el mundo en siete notas. Aunque un trance místico lo llevó a adoptar el nombre hindú de Devadip, Carlos no ha perdido sus raíces; entre otras cosas porque las ha inventado.
México representa para él la Arcadia donde los ritmos latinos se confun­den. Criado en el semidesierto, toca para demostrar que su paisaje sentimental incluye cocoteros. Su coctel de sonidos latinos se unifica con una certeza: la guitarra es el instrumento de energía donde Dios deja sus hue­llas digitales.
En 1999, el exmariachi grabó un disco digno de su nombre: Superna­tural. Después de trece años de aspirar al Grammy, recibió nueve trofeos. Un reconocimiento retrospectivo para quien demostró que también las ma­racas pertenecían a la generación Woodstock.
Como de costumbre, México mostró su condición de espejo ante lo que pasa fuera. El municipio de Autlán decidió honrar al hijo predilecto al que no había prestado demasiada atención y que salió de ahí silbando una canción ranchera. En la plaza de armas, presidida por un kiosco para banda de pue­blo y bancas para que los novios se tomen de la mano, se edificó un tardío monumento al principal músico de rock nacido en México.
Santana compareció en bronce, rodeado de cinco columnas vacías para futuros músicos de la región. El círculo de piedra es un Salón de la Fama del porvenir. Por ahora, sólo el autor de “Samba pa’ ti” merece tomar el sol en ese sitio.
En junio de 2001 me reuní con un amigo al que llamaré Ariel para despistar. Es el mejor crítico de rock de México. A lo largo de cuatro déca­das ha escrito en las más diversas publicaciones. En una ocasión incluso se apoderó de una revista médica para hacer una “Anatomía del rock”. Por des­gracia, no ha reunido sus críticas en libro ni las ha sistematizado en una en­ciclopedia. Muchos de los periódicos contraculturales que mejoró con sus textos desaparecieron sin pasar por las hemerotecas, y el propio Ariel evitó almacenarlos porque bastantes problemas tiene con sus catorce guitarras cada vez que se muda de casa.
En la infancia, nada me hubiera gustado tanto como tener una guita­rra eléctrica. Tuve que conformarme con un ejemplar de madera de Mi­choa­cán tamaño juvenil (“tercerola”, se le decía a este modelo para bolerista a escala).
Cada vez que atraviesa por dificultades económicas Ariel me “vende” una de sus guitarras, a condición de recuperarla cuando tenga dinero. Soy la casa de empeños donde deposita lo que más quiere y menos necesita. Me gusta guardar las guitarras porque me sugieren recuerdos que no tuve.
Nos vimos en junio de 2001 para una comida de despedida: yo me iba a vivir a Barcelona. Hablamos de la noticia del momento: la guitarra de bron­ce de Santana había sido robada. “Sé quien fue”, Ariel dijo de inmediato. Contó que había participado en un extraño concurso sobre trivia de rock. El premio consistía en darle la vuelta al mundo comprando discos en Tower Records. La compañía cambiaba memoria por memorabilia y demostraba que en tiempos de globalización el cliente puede ser enviado hacia el producto.
Ariel se queja de que sus recuerdos se desordenan como fichas de dominó y culpa de ello al ácido lisérgico (al que tam­bién culpa de su impuntualidad y de los lugares prohibidos donde estaciona su co­che). La verdad sea dicha, su memoria es imponente pero ocurre en fases. Es un Funes transitorio, al que de pronto se le va la luz.
En su condición de erudito del rock, se sintió por competir contra muchachos más jóvenes que la camiseta de Grateful Dead que llevaba puesta. De cualquier for­ma, demostró la superioridad de un profesional de la memoria ante la generación digital que se sirve de prótesis para alma­cenar datos.
El premio le resultó más humillante que atractivo. ¿Valía la pena hacer una circunnavegación consumista para regresar con 24 horas de jetlag?
Los demás concursantes tenían as­pecto de fans; la memoria era para ellos un hobby, no un hábito muchas veces do­loroso, difícilmente adquirido en fotocopias de revistas marginales. A los 50 años, mi amigo competía contra adversarios ¡a los que no les importaba perder! De­rrotarlos era tan agraviante como ser derrotado por ellos.
Mi amigo se sintió tan mal que su memoria funcionó mejor que nunca. Como no deseaba ganar, los nervios no entraron en juego. Fue declarado campeón. Al modo de un personaje conradiano, aceptó el título que lo in­famaba y renunció al premio. El saldo más duradero de ese concurso fue el odio que cobró por cierto personaje, un promotor de conciertos con sobre­peso que deseaba orbitar el mundo para traerle discos a una chica que des­de hacía cinco años no quería ser su novia. El tipo insultó a Ariel a la salida del cotejo: “Te dejaron copiar; nadie se atreve a eliminar a un anciano.”
Por desgracia, esta opinión era compartida. Los concursantes detestaron ser vencidos por alguien apenas más joven que el Gandalf de El Señor de los anillos. Incluso los organizadores vieron con recelo al ganador (o así lo interpretó Ariel).
Una de las preguntas del concurso se refería a la deidad a la que San­tana rindió tributo en su disco Abraxas. Sólo Ariel pudo contestarla. Cuando la guitarra de bronce desapareció en Autlán, supo que el promotor se la ha­bía robado para dársela a la chica que no quería ser su novia.
Pocos días después de nuestra comida de despedida, Ariel escribió una crónica sobre el robo. Mencionó que el instrumento había sido embarcado en una camioneta con matrícula extranjera para ir “rumbo al olvido”.
Al mes siguiente, la guitarra apareció colgada de un árbol, como la ca­beza de uno de los gemelos mágicos en el Popol-Vuh. ¿Había sido usada para un rito?
El caso no tuvo mayores consecuencias. El Santana de bronce volvió a rasgar el aire ante su guitarra en la plaza de Autlán donde vuelan las palomas.
A principios de 2010 soñé que me robaba la guitarra de Carlos Santa­na y la llevaba a una tienda de juguetes, donde deseaba cambiarla por un John Lennon de Lego. Este impulso regresivo me hizo pensar en Ariel y en el extraño rival memorioso a quien atribuyó el robo de la guitarra. ¿De quién se trataba?
Le escribí y me contestó: “Creo que te confundes. La guitarra de San­tana no fue robada. En cambio, a mí me desvalijaron mi Gisbon Les Pauls.” A continuación hacía un prolijo recuento de la pérdida de su guitarra.
La revista donde Ariel escribió del robo pertenece a la era de Internet, de modo que pude consultar su texto. Releí la frase: “fue llevada rumbo al olvido”. En verdad la guitarra había ido a dar ahí, no en el mundo real, pues fue recuperada un mes después, sino en la memoria de mi amigo.
¿Por qué alguien que vive para atesorar guitarras y datos del rock se deshacía de esa historia? Recurrí al remedio homeopático de enviarle su pro­pio texto.
“Qué asombroso”, respondió, “vivo entre black-outs; debe ser por el crack”, añadió, exonerando en esta ocasión al LSD. Entonces le pregunté quién era el tipo al que culpó del robo de la guitarra.
Para mi sorpresa, Ariel me dio el nombre de otra persona, un locutor de radio al que considera responsable del pésimo gusto de los mexicanos del tercer milenio. Se trata de una fobia reciente; el locutor tiene 35 años y sólo pervierte los oídos de la juventud desde hace diez. Cuando ocurrió el robo, Ariel no lo detestaba, o no tanto. Mi amigo había cambiado de culpa­ble, actualizando su rencor.
Se lo dije y, naturalmente, desconfió de mi memoria. Le parecía increí­ble que yo pudiera recordar algo a todas luces tangencial, ocurrido en junio de 2001. Sobre todo, le parecía increíble que recordara un repudio que no pertenecía a mi vida, sino a la de él.
Le hablé del promotor gordo que llevaba cinco años sin poder conquistar a la misma chica. En su mente había dejado de existir. Sólo el locutor podía haber robado la guitarra.
Entonces ocurrió un milagro que tal vez sea freudiano. En enero de 2001 le “compré” a Ariel su Fender Telecaster. La puse en mi estudio, co­mo un intocable objeto de poder: Excálibur en espera del rey Arturo. En ma­yo llegó el momento de empacar las cosas para Barcelona. Le hablé a Ariel y quise devolverle su guitarra. Explicó que aún no tenía dinero para “comprármela”. Sugerí que pagara a mi regreso; el trato era magnífico para él por­que yo no pensaba volver. Había olvidado que los mexicanos nunca se van para siempre: la Fender sería suya sin pago alguno. Pero Ariel es hombre de honor: “Déjala con tu mamá”, sugirió.
El aspecto freudiano de este recuerdo compartido y revuelto a medias comienza, por supuesto, con mi madre. Dejar la guitarra en su casa me permitía imaginar una adolescencia en la que fui rocanrolero. Pero el giro decisivo vino poco después.
En febrero de 2010, otro amigo llamó para despedirse. Rodrigo es crí­tico de cine y se iba al festival de Berlín. Él había estado presente en la comi­da de 2001, cuando hablamos de la guitarra de Santana. El tercer hombre podía cerrar la conversación.
Tampoco él recordaba el robo; en cambio, recordaba en detalle el ig­nominioso concurso al que se había presentado Ariel. Desde ese momento, la comunidad del rock odiaba al anciano que les quitó el premio sin usufructuar­lo. “La competencia les pareció abusiva: pensaron que Ariel estaba suficientemen­te viejo para haber sido tes­tigo presencial de los hechos”, ironizó Rodrigo. Luego dijo en forma enigmá­tica: “¿Te acuerdas de Úrsula?” Obvia­mente la recor­da­ba. Úrsula pasó por mi destino como una maravillosa oportuni­dad perdida: con ex­traña sensatez deci­dimos que lo nues­tro no era posible.
También ella había participado en el concurso, pero yo lo había olvidado. Tal vez por ser crítico de cine, Rodrigo recordaba a la perfección el reproche de mayordomo en película de misterio que ella le había hecho a nuestro amigo: “sa­bes demasiado”.
Vi a Úrsula por última vez cuando me acompañó a dejar la guitarra en ca­sa de mi madre. “¿Lo ves?”, señaló el instrumento como si fuera una reliquia equivalente a una estela maya. Lo nues­tro no podía prosperar porque ella era mucho más joven que esa Fender Te­lecaster.
La escena se borró de mi mente y sólo regresó al explorar otra, que la había sustituido. Yo recordaba la guitarra de Santana y el concurso en el que Ariel triunfó sin legitimidad por ser viejo para no recordar que el mismo mecanismo describía mi relación con Úrsula.
Desde entonces no escucho a Santana. Su guitarra me recuerda que sé demasiado.

EL BOCHORNO GLOBAL

Habitamos un planeta peculiar donde la gente se avergüenza si sueña que va desnuda al colegio, pero disfruta si una celebridad hace el ridículo en televisión. El pudor de nuestras noches es el morbo de la vigilia.
Durante varios años Britney Spears contribuyó al calentamiento global con videos y coreografías de elevada temperatura. Sin llegar al porno duro, logró que su ombligo fuera esencial a su personalidad y refrendó la atracción elemental que el pelo rubio, los pantalones de cuero y los movimientos de cadera ejercen en organismos provistos de testosterona. Un canción resumió su lema de vida: “¡Ups, lo hice de nuevo!” Equivocarse es sexy.
En la edición 2007 de los premios MTV, Britney pasó del descaro al martirologio, protagonizando el caso más comentado del bochorno global.
Después de cortejar el fuego, la Reina del Pop se provocó quemaduras de tercer grado. Su historia evidencia los trágicos imperativos de la cultura de masas. ¿Qué se espera de los ídolos: que triunfen sin tregua o que triunfen para derrumbarse en forma espectacular?
Un guión típico en la fabricación de celebridades estadunidenses: un desconocido toma por asalto los escenarios y llega a la cima del cariño co­lectivo; actúa como monarca caprichoso hasta que se desploma en una bo­rrasca de drogas, infructuosas clínicas de rehabilitación, amores fallidos y tatuajes muy extraños. Para que el guión mejore, hace falta otro episodio. Cuando los recuerdos agravian hasta la ignominia, ocurre algo que permite la amnesia bienechora: el comeback, el regreso contra todos los pronósticos.
“No hay segundos actos en la historia americana”, escribió Fitzgerald, aludiendo a la dificultad de recuperarse ante una opinión pública que es permisiva en la victoria e inclemente en la derrota.
Las estrellas del espectáculo viven en estado de irrealidad hasta que estallan como supernovas. Cuando un rostro cubre un edificio para anunciar un disco es difícil que siga siendo normal. La fama sólo existe como des­me­sura. ¿Qué espera la sociedad del espectáculo de sus favoritos?
Por principio de cuentas, el ídolo pop debe ser diferente. Surgido del barro común, dispone de un atributo esencial: una quijada, un ritmo, una voz, un cuerpo que lo separa de los otros. Su carisma no depende de los rigores del arte sino de la forma en que conecta con la multitud (en todas partes hay ídolos raros).
Una vez instalado en las preferencias de la gente, se singulariza a tra­vés de su estilo de vida. Compra sillones forrados de piel de tigre, un Cadi­llac rosa, los huesos de un pigmeo, un Van Gogh, una isla en el Caribe. Las revistas y los programas dedicados a la plutografía (la obscena exhibición de la riqueza) muestran su casa con diecisiete chimeneas y su campo de golf con hoyos de jade, excesos que parecen lógicos en alguien que vende trillo­nes de discos y abarrota los multicinemas planetarios. Nadie espera que ten­ga una aburrida vida dichosa.
Un doble juego rige la cobertura a los famosos: se celebran sus sába­nas con hilo de oro y se cuestiona el uso íntimo que hace de ellas. ¿Es posible comportarse de manera aceptable después de comprar una jirafa de ámbar de tamaño natural? Por supuesto que no. En la nueva era victoriana, los me­dios preparan con su admiración el escenario del escándalo: primero descri­ben el Taj Majal lleno de peluches de la diva y luego se asustan de que se enamore de su guardaespaldas.
En su novela Mesías, Gore Vidal plantea la hipótesis de un profeta televisivo que funda una fe con su calvario de alto rating. Los medios contemporáneos actúan como si lo hubieran leído: construyen mitos evanescentes pero su meta es la crucifixión. Mientras más profundo sea el desplome, más popular será. El programa The e-true Hollywood story sigue este esquema. El título anuncia una historia verdadera, guiño de doble sentido: tratándose de una celebridad, la verdad sólo interesa si es incómoda. El objetivo final de la cultura de la fama no es la admiración sino el sacrificio.
Britney Spears ofreció un caso de laboratorio para una historia de clímax y deterioro. Se tiñó el pelo de rubio, pero tenía raíces oscuras. Su primer matrimonio duró poco más que uno de sus conciertos y el segundo terminó en una trifulca digna de las luchas en lodo. Los medios la siguieron con el frenesí paparazzi que acabó con la vida de Lady Di. Asediada, la cantante mostró el preocupante síndrome de Gran Hermano de las celebrida­des que pasan demasiado tiempo ante el ojo público: se comportó como si las cámaras no existieran o, peor aún, como si su intimidad sólo tuviera sentido ante las cámaras. Con temple suicida, salió a la calle sin ropa interior, se rapó como huérfana de orfa­na­to, entró y salió de las clínicas como de una lico­rería. Llegó un mo­me­nto en que fue pa­tético recordar su lema: “¡Ups, lo hice de nuevo!” La chica que nació para decla­rar con descarada inocencia que esta­ba dispuesta a reiterar sus malos hábitos de­sembocó en una segun­da realidad donde existe la memo­ria. Nada tan chispeante como decir “lo hice de nuevo” cuando careces de antecedentes. Nada tan terri­ble como volverte a emborrachar cuando la opinión pública te recuerda borracha.
En la versión 2007 de los premios MTV Britney actuó como una zombie que no domina el equilibrio. Con el pelo mal teñido, uñas postizas a punto de caerse y el ombligo más famoso del planeta ele­vado por una pancita, negó lo que había conquistado en años de sudor y lágrimas. La Reina ab­dicó en vivo y en directo.
Por esos mismos días, en Tordeci­llas, España, fue cazado el Toro de la Vega. El animal enfrentó a una multitud armada de lanzas hasta que hincó sus ro­dillas en tierra.
El sigo xxi no interrumpe sus safaris. Unos dependen de las lanzas, otros de los ojos.

EL LADO OSCURO DE LA LUNA

Por lo visto hay una parte del cuerpo destinada al paroxismo. Los grandes conciertos de rock activan músculos que no sabías que existían y sirven para alzar los brazos con frenesí (los mexicanos casi no los usamos porque los te­nemos reservados para cuando ganemos el Mundial).
El entusiasmo que me llevó al calambre fue el concierto de Roger Wa­ters en la ciudad de México. En julio de 2007 el exintegrante de Pink Floyd tocó el rock progresivo que definió los usos de una generación. Hace más de treinta años, mi primer trabajo consistió en escribir los guiones del progra­ma de rock El lado oscuro de la luna, que transmitía Radio Educación. El título, tomado de Pink Floyd, sugería un contacto con el reverso de las co­sas. En las precarias frecuencias de 1977 la música que transmitíamos era una rareza. Para la generación i-Pod, resulta difícil comprender lo que significaba conseguir discos en aquel mundo a medio camino entre los fenicios y la globalización.
Las disqueras nacionales rara vez fabricaban acetatos de rock y cuando lo hacían, demostraban que el “modo mexicano de producción” no siempre lograba que el agujero estuviera en el centro del disco.
En ese lejano oeste de la cultura nada era tan útil como tener un amigo con una tía hospitalizada en Houston. Nuestro programa no hubiera prospe­rado sin el inolvidable Champiñón. Cada vez que alguien de su familia cru­zaba la frontera para ver a su tía, regresaba con un pedido para nosotros. Recuerdo el desconcierto de su madre cuando nos trajo las obras de un conjunto cuyo nombre era no sólo difícil de justificar sino de comprender: Flying Burrito Brothers.
El Champiñón nos ayudó como un apóstol del libre mercado y tendió un velo sobre sus defectos. El más vistoso era su forma de bailar: creía tener un ritmazo y articulaciones adicionales para ponerlo en práctica. Verlo en una fiesta era como ver a alguien afectado por el gas mostaza. Una amiga me di­jo con angustia: “Eres su gran cuate, dile que no baile, al menos no así.” Inmu­ne al ritmo y al ridículo, el Champiñón agitaba la masa de pelo que justificaba su apodo. Su reputación hubiera sido estupenda en caso de conservar el estado de reposo. ¿Pero quién agradece que le digan que su coreografía as­tral es vista como un ataque de epilepsia? No quise ser el mensajero de las malas nuevas por dos razones: el respeto a los movimientos de cada quien y la necesidad de que me siguiera consiguiendo discos.
Mi interesada solidaridad fue peligrosa. Una maestra de la preparatoria me prestó su casa para que hiciera una fiesta y tuvo la generosidad de irse a Cuernavaca “por si nos alargábamos”. Llevé el disco que me acompañaba a todas partes: Dark side of the moon. La canción “Eclipse” sonó como un diagnóstico cerebral del Champiñón: esa noche bailó sobre una colección de diablos de Ocumichu, reduciendo las artesanías a un infierno de guijarros. Quedé pésimo con la opinión pública de mi tiempo, encaprichada en que fue­ra yo, el amigo del alma, quien le revelara al Champiñón que no es necesa­rio vivir para bailar de esa manera.
Treinta años después tomé el camino de expiación que significa ir al Foro Sol de la ciudad de México. En cumplimiento de alguna maldición az­teca, los capitalinos no nos podemos divertir sin sufrimiento. No encontra­mos estacionamiento y dejamos el coche al cuidado de un hombre al que un trapo acreditaba como “vigilante”. Oímos la primera canción en el puente que lleva al Foro.
Juan Pablo, nuestro hijo que entonces tenía quince años, llegó a Pink Floyd de la única manera en que acepta compartir algo con nosotros: estrictamente por su cuenta. Mis años de espera para enfrentar a la leyenda se su­maban a los suyos. ¿Qué sucede con las canciones que llevamos en la mente? Sucede el tiempo. Recuerdos confesables e inconfesables se mezclaron en la extraña energía de la multitud.
Los aviones aterrizaban en el aeropuerto, muy cerca de nosotros. Al­guno de ellos se habrá desconcertado con el enorme cerdo volador que Roger Waters soltó en medio del concierto y acaso aterrizó en una comunidad huér­fana de símbolos que le rendirá culto sagrado.
Poco antes del final apareció la luna, lejana como el álgebra, según qui­so el poeta. Seguramente, Waters ignoraba el significado original de “Méxi­co”: el ombligo de la luna.
Encontré gente de distintas etapas del túnel del tiempo, asombrado de que el reconocimiento fuera posible. De pronto, vi un cuerpo en trance de alto voltaje. El Champiñón, claro está. Se acercó a saludarme y me recordó que su tía regresó de Houston con discos de Incredible String Band para mí. Decidí que tampoco ahora había llegado el momento de hablar de su ritmo.
Siguiendo un sentido tribal de la seguridad, los encargados del Foro te marcan el cuello con un plumón rojo. Este toque de distinción significa que puedes ubicarte hasta adelante. El Champiñón no tenía el prestigioso agra­vio. Se dio cuenta de que mis ojos revisaban su cuello. “Me colé”, sonrió. Nada lo define mejor: es el que llega sin invitación pero no sobra.
Me dediqué a observarlo, sorprendido de que aún pudiera moverse de ese modo. Los años aplazan sus lecciones. Al día si­guiente, su elasticidad sin objeto aparente me pareció envidiable.
Amanecí como si el Champiñón hubiera danzado en mi espalda. Por primera vez sentí en carne propia el lado oscuro de la luna: los músculos celebratorios existen; si no los usas a tiempo, duelen mucho.

LA PRUEBA HARRISON

“¿Con qué Beatle te identificas?” Durante décadas esta pregunta ha sido la versión pop de la prueba de Rorschach. En 2001, la muerte de George Ha­rrison, a los 58 años, demostró que millones de personas mantenían vínculos mentales con el recluso que casi nunca abandonaba su jardín de 33 acres.
Como el Che, George decidió las barbas de una generación. Además, abrió la principal ruta de la meditación y las especias del siglo XX: convenció a los otros Beatles de ir a la India, reveló que de las expediciones ico­noclastas se regresa con bigote y que los músicos que eran más famosos que Jesucristo ¡necesitaban un gurú!
“Teresa Quiñones me amaba porque tenía la costumbre de mirarla en silencio cuando ella discurría sobre la disolución del yo”, con esta frase comienza un relato de Cristina Rivera-Garza. George suscitó un afecto se­mejante; sabía admirar a los otros tres; fungía como nuestro enviado especial a los portentos. Su minoría de edad obligó a que el grupo interrumpiera sus conciertos en Hamburgo, y algo de esa novatez quedó en la conducta del gui­tarrista. Su perfecto corte de pelo delataba al primer fan del grupo. Nunca nadie logró parecerse tanto a un Beatle como George. Cuando tuvo oportunidad de lucirse con un solo en “When my Guitar gently weeps”, le pasó la tarea a Eric Clapton. Y sin embargo pertenecía al círculo de iniciados: era obscenamente común ¡y estaba dentro! En el test de identificación Beatle, Harrison representa un delirante triunfo de la normalidad. Como a otro cé­lebre jardinero, el protagonista de Desde el jardín, de Jerzy Kosinsky, le bas­taba “estar ahí” para tener un destino excepcional.
Aunque compuso “Taxman” en 1966, su talento tardó en aflorar. Su obra capital, el álbum triple All things must pass, pertenece a la etapa postbeatle y apareció con perturbadora proximidad a la ruptura, como si el guitarrista ofreciera las cintas archivadas por la indiferencia del poderoso binomio Lennon-McCartney.
De manera típica, fue quien mejor usó su prestigio de Beatle para apoyar causas ajenas al conjunto. Promovió el sueño naranja de los hare-krishna, salvó al cine británico en años de penuria con la producción de tres películas de culto (La vida de Brian, Bandidos del tiempo y Mona Lisa) e inició la filantropía de alto volumen con el concierto para Bangladesh.
George tenía algo de Beatle accidental; vio en silencio a John, Paul y Ringo, y quizá practicó sus ejercicios de respiración al ver a Yoko. Cuando le tocó hablar, propuso ¡la disolución del yo! El testigo privilegiado de la fama usó su repentino protagonismo para disolver las individualidades en karma positivo. La segunda fase beatle de George se rigió por el timbre de la sítara y la búsqueda de una razón trascendente, una rueda del destino ajena al hit-parade. Identificarse con esta etapa de su vida exige militancia espiritual, o por lo menos curiosidad para probar semillas y zonas de energía. John era más exigente: nos desafiaba a descubrir que el mensaje cifrado en “Revolu­ción No. 9” significa que tiene un mensaje cifrado.
Aunque nunca abandonó por completo la escena y participó con Bob Dylan y Roy Orbison en los Travelling Willburys, Harrison dedicó lo mejor de sus últimos años a cultivar su jardín. De golpe algo lo afectó en forma dis­tinta y empezó a decir que había sido relegado en los Beatles.
Su muerte dejó la sensación de vacío de “A Day in the Life”: “¿Cuán­tos agujeros se necesitan para llenar el Albert Hall?” Otra canción de enton­ces adquirió un aire de negra profecía: “When I’m Sixty Four”. Recuerdo una caricatura de 1967 o 68 en la revista mexicana Pop donde los Beatles aparecían con las papadas y las calvas que tendrían a los 64. En su momento, el dibujo fue una burla divertida; ahora representa la tercera edad a la que no llegaron dos de los Beatles.
En su lecho de muerte, George pronunció el mantra que escogió desde que se supo enfermo de cáncer. El mejor de sus discos alude a la evanescente sustancia del tiempo: Todas las cosas tienen que pasar. A pesar de su resignada calma, se fue sin apagar la luz ni aclarar cuántos agujeros necesitamos para llenar el Albert Hall.
Los criminólogos aplican la prueba Harrison para saber si el sospecho­so ha disparado un arma de fuego; es la memoria de la muerte en las huellas digitales. En la cultura de masas, se usa otra prueba: “¿Con qué Beatle te identificas?” Hay un genio lunar, un genio solar, un narizón de carisma y el muchacho que quería pertenecer a los Beatles. George Harrison pretendió que uno de nosotros mereciera la singularidad. Extrañamente, lo consiguió.

SIMPATÍA POR EL DIABLO

El 18 de diciembre de 2008 Keith Richards logró un extraño triunfo bio­lógico: cumplir 65 años. “La vida es un proceso de demolición”, escribió Fitz­gerald. Devoto de esta sentencia, el guitarrista de los Stones se ha quedado dormido mientras conduce a 100 kilómetros por hora.
Su historia es un acto de supervivencia contra todos los pronósticos, el record geriátrico de un juerguista que ha pagado facturas de 5 mil libras por limpiar su habitación de hotel y ha vivido contra la moral y las buenas cos­tumbres, practicando la posesión ilegal de armas, el robo de guitarras eléctricas, orgías que parecen coreografiadas por el Cirque du Soleil y una dieta de heroína capaz de acabar con una etnia.
“Nunca he tenido problemas con las drogas, sólo con la policía”, ha di­cho el hombre que olvidó la mayor parte de los años setenta y transformó su rostro en una gárgola medieval. El humor nunca abandonó al Stone rebelde. En su gira de 1998 saludó al público de este modo: “Es magnífico estar de vuelta. Es magnífico estar aquí. Es magnífico estar en cualquier lado.” El so­lo hecho de que suba a un escenario prueba que alguien puede respirar el aliento de la muerte y vivir para con­tarlo.
Al modo de los poetas románticos, el guitarrista entendió la experiencia es­tética como una tarea de alto riesgo don­de el amor no lleva a regalar bombones sino a beber arsénico o a acariciar los gatos de la magia negra (“soy Baude­laire y estoy en la lista con otros amigos”). Es­ta pasión lo hizo arder en su propia luz y mostrar sus quemaduras con orgullo.
Los Stones se transformaron en un megaconsorcio, pero él garantizó que en un rincón del escenario perdurara la esencia del blues de Chicago.
Jagger y Richards se conocieron en 1951, a los siete años, y comenza­ron a componer juntos antes de cumplir los veinte. Desde entonces han llevado vidas distintas e indisolubles, al modo de Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
En abril de 2008 la revista Uncut confirmó lo bien que se entienden dos personas que se llevan mal. “¿Ha me­jorado su relación con Jagger?”, fue la obligada pregunta del reportero. La res­puesta de Richards cumplió la ex­pectativa: “No”. A continuación, describió a Mick como un maniático del con­trol que al despertar ya sabe a quién va a llamar por teléfono; mientras tanto, él despierta asombrado de seguir vivo.
Cada vez que termina una gira, las piedras rodantes siguen caminos se­parados, pero no rompen su neurótica relación. La entrevista de Uncut ofre­ce una extraña clave al respecto: el guitarrista adoptó un labrador por la docilidad de esa raza, pero le puso Rasputín, como si aguardara o incluso necesitara otra conducta. Cuando entrevisté a Jagger en 2001, habló de algu­nas figuras carismáticas con las que se identifica. Una de ellas fue, precisamente, Rasputín. Durante su descanso en Jamaica, Richards recuerda a su gemelo incómodo a través de su perro. La lealtad puede ser compleja.
En la alborada del punk, The Clash profetizó: “No más Stones ni Who en ‘77.” Poco después, la justicia canadiense estuvo a punto de condenar a Richards a cadena perpetua por tráfico de drogas. En los años ochenta el gru­po agonizó entre pleitos, malos discos y recaídas en la droga. Sin embargo, los lamentables vejestorios de entonces se transformaron en los desafiantes ancianos de hoy. En 1997, un periódico inglés preguntó: “¿Dejarías salir a tu abuela con un Rolling Stone?” En 2006 tres millones de personas de to­das las edades se reunieron en Río de Janeiro para escuchar a las momias hipervitales que han tenido “Puentes hacia Babilonia”.
El 18 de diciembre de 1979, David Courts, amigo de Richards de toda la vida, le dio un curioso regalo de cumpleaños: un anillo con una calavera. El guitarrista se lo puso como si encontrara a una vieja conocida, y siguió su travesía por aguas inciertas.
Casi treinta años después, el músico apagó sus 65 velas. A su lado es­tuvo Jagger, el amigo y enemigo íntimo que en 1968 enloqueció con la lectura de El maestro y Margarita, de Mijail Bulgákov. ¿Qué pide el diablo a cambio de los dones que concede? Vida, torrentes de vida. Jagger vive para sellar un pacto con el diablo; Richards, para sustituirlo.

BAILANDO EN EL ESPACIO

Hubo un tiempo en que el espacio exterior quedaba en México. En los años se­senta el rock llegaba desde un planeta remoto. De pronto, nuestra provincia se vio asaltada por los Fabulosos Cuatro: John, George, Paul y Ringo (siempre mencionados en ese orden). Cuarenta años después de la muerte del ge­neral Álvaro Obregón, los mexicanos nos enfrentábamos al dilema de estar in o estar out.
Los niños de la época oíamos la radio con el asombro con que se oyó la adaptación de Orson Welles de La guerra de los mundos y llevó a creer a los habitantes de Nueva York que los verdes alienígenas habían estacionado sus platillos en la avenida Madison.
Las emisoras que transmitían rock eran oráculos de lo nuevo y se dejaban influir por nuestras emociones. Aún sé de memoria los teléfonos que marqué hasta sentir que se me borraban las huellas digitales: el de La Pan­tera (2-4-6-590) y el de Radio Éxitos (21-18-78). Una voz magnífica, de capitán intergaláctico, preguntaba: “¿Por quién votas?” Había que apoyar a los Stones o a los Beatles, a los Animals o a los Hollies. Nuestros remotos ído­los flotaban en la Dimensión Desconocida.
En ocasiones, la Caravana Campeona de la radio se ubicaba en alguna esquina a repartir regalos. Para obtenerlos había que pronunciar con­sig­nas de responsabilidad social y buena vibra, por ejemplo: “Ahorra luz y sé tú mismo.” Estas claves eran tan fascinantes y herméticas como las que se gritaban por walkie-talkie en el programa Combate: “Jaque mate Rey dos”, decía el sargento Saunders. “Aquí Torre blanca”, respondía un héroe su­bordinado.
Las canciones de rock llegaban como contraseñas de un impreciso más allá, similares al himno de la otredad que se puso de moda poco antes: “Los marcianos llegaron ya/ y llegaron bailando ricachá.” En aquel tiempo optimista, los encuentros del tercer tipo parecían una oportunidad para aprender pasos de baile en la pista del cosmos.
Pero el tiempo avanza y a partir de febrero de 2008 el universo es co­mo el df de mi infancia: una sonda espacial transmite música de los Beatles. “Mándenle mi amor a los alienígenas”, comentó Paul antes del despegue, en el tono en que antes mandaba besos a las chicas.
La cápsula avanza a 168 mil millas por hora dispuesta a poner al día a planetas ubicados a millones de años. Nunca es demasiado tarde para sa­ber que en un punto de la galaxia latió el corazón ye-ye.
La melodía que inicia el hit-parade interestelar es “A través del univer­so”, elección quizá demasiado obvia. La NASA debe pensar que los extra­terrestres aún no están listos para “Soy la morsa”.
Todo proyecto nómada es compensado por uno sedentario. Desde que Abel y Caín dividieron a la tribu, unos viven para irse y otros para quedarse. Mientras una nave viaja con música de los Beatles, un hotel de Liverpool ofrece la oportunidad de dormir dentro de un disco del cuarteto (o algo pa­re­cido). El local lleva el previsible nombre de “A Hard Day’s Night” y otorga valor simbólico a un rasgo insulso de otros albergues: el huésped es tratado como Hombre de Ninguna Parte. Ahí eso no significa una despersonali­zación sino un homenaje.
Como el negocio sólo tiene cuatro estrellas, el mundo Beatle se reduce a fotos de los ídolos y cerillos alusivos. A los clientes con iniciativa, se les recomienda llevar un submarino amarillo para la bañera.
En cierta forma, el hotel sugiere un proyecto clandestino de los Rolling Stones; no parece destinado a promover la beatlemanía, sino a culpar a Rin­go de que no haya agua caliente.
En cambio, hay algo grandioso en pretender que el cosmos reciba un impacto pop. Cuando seres provistos de seis orejas o epidermis auditiva es­cuchen a John Lennon, el planeta del cantante habrá desaparecido. Entre las muchas empresas inútiles de la especie ésta es una de las más conmovedoras. La arrogante civilización que inventó el top ten propone una hazaña sin recompensa.
La nave sin destinatario visible circula por el frío espacio donde nadie puede oír tu grito. Más allá de los asteroides y las cambiantes lunas, alguien recibirá esa melodía.
Desde 2008 los extraterrestres pueden ser como nosotros. La voz de los Beatles llegará a los confines de la galaxia como en los años sesenta llegó a mi barrio, que entonces se ubicaba en el espacio exterior.