(Fragmento)
en memoria de Paco Ignacio Taibo I (1924-2008) y su Gato Culto
My mother was rushed from a stearning-hot movie house in those days before Colonel Buendía took his son to discover ice in the tropics. She was seeing King Vidor’s Version of La Bohème with John Gilbert and Lilian Gish. Perhaps the pangs of my birth were provoked by this anomaly: a silent screen version of Puccini’s Opera. Since then, the operatic and the cinematographic have had a tuy-of-war with my vords, as if expecting the Scorpio of fiction to rise from silent music and blind images.
Carlos Fuentes, My self with others, p. 3
I
En la cifra de Carlos Fuentes (1928) conviven por lo menos dos esferas: la de la persona pública y la de la obra. Ambas, al yuxtaponerse, se contrastan, exaltan y declinan. Fuentes irrumpió en los tiempos mexicanos con la novela La región más transparente en 1958. Esa novela funcionó como una suerte de augurio, y en ella quedaban predestinadas las diversas líneas de acción y exposición de su obra ulterior que, en cierto modo, cabría ser leída como una reiteración incesante de ese gesto creador original. Aspiraba La región más transparente a erigirse en una suerte de gran fresco literario, un mural llamado a cubrir en su despliegue las diversas capas, espacios y “momentos” sociales y culturales de la capital mexicana de aquel entonces. Alrededor de esta construcción, alimentado por ella como por una nodriza, fue desarrollándose el personaje del autor como actor de su propia escritura e imaginación: personaje público por definición, por necesidad carismático y como nimbado de un aura sagrada, es decir, sacrificial.
Esta silueta de sacerdocio literario y de protagonismo civil, y aun político, responde a un paradigma que ha sido estudiado por el historiador y crítico francés Paul Bénichou (1908-2001), y que en el México moderno han encarnado con distintos matices Justo Sierra, José Vasconcelos, Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz y el mismo Carlos Fuentes —para no hablar de Carlos Monsiváis—, entre otros, como figuras cuasi totémicas alrededor de las cuales se van organizando las tribus y grupos literarios. Mientras, del otro lado del espejo, obras como La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Las buenas conciencias, Cumpleaños, Cambio de piel, Cantar de ciegos, Zona sagrada, Agua quemada, Cristóbal Nonato, El naranjo e Instinto de Inez, para mencionar sólo ciertos títulos afortunados, se levantan precisamente como espejos de unas cortes y sociedades, como cristales y cristalizaciones de sus heterocronías desveladas por captar y atrapar el espíritu fugaz y resbaladizo del tiempo hecho época. El instrumento de estos oficios de cacería social es la imitación, el pastiche y la parodia. Por ello no extraña que la marca y el mito de la máscara —puente entre la magia y la murmuración— tengan en la obra de Fuentes una presencia tan significativa desde su primer título: Los días enmascarados (1954).
II
Como el bufón de los dramas medievales, el imitador, el que arremeda y parodia, el juglar o juglarón —como diría León Felipe— es una figura a la vez entrañable e inquietante, cercana al poder pero enemiga de la institución, ya que la reina despiadada a la que obedece es la fama, hermana condescendiente de la gloria. El imitador no tiene un discurso propio; no tiene opinión, su opinión; cuando más, puede ser el suyo un arte de la opinión —para evocar la fórmula que Jaime García Terrés acuñó acerca de Alfonso Reyes—. Y la lealtad última del novelista es —o será— a la idea de novela, independientemente de la calidad de sus creaciones.
En el caso de Fuentes, la seducción, el encanto que producen sus creaciones, puede ser intermitente: hay obras suyas que lo tienen y otras que no; obras que, como Agua quemada, irradian misterio y otras que, como Zona sagrada, parecen frías y calculadas, o algo demañadas como La campaña; y otras más como Una familia lejana en la que el lector presiente que el gato de la creación está ahí, encerrado, pero sin poder expresar plenamente su feliz condición felina de cazador de símbolos. Esa figura que es como un joker, el tramposo o el traidor de la baraja, asume en la nueva novela, La voluntad y la fortuna, el papel de un estudioso de las leyes, un abogado capaz de atravesar, nadar y sobrenadar, como Ixca Cienfuegos, todos los estamentos y estratos, los suelos y subsuelos del tapiz político y social mexicano.
III
Si la crítica literaria fuese un tribunal donde un fiscal expusiese cargos y un abogado hiciese defensas de casos para que el juez —el lector ideal— pronunciase su sentencia, uno de los cargos que se podría levantar contra el autor es que ha publicado muchas novelas, pero que en este mar narrativo no hay —salvo acaso el Ixca Cienfuegos de su primera novela o el agónico Artemio Cruz— ningún personaje inolvidable; que los caracteres que alza en su imaginación son muchas veces caricaturas someras, cifras superficiales, signos efímeros trazados por el sacerdote o chamán de la fábula para evocar y conjurar los espectros del tiempo, previamente aprendidos en diarios, revistas, libros, películas y rumores... El abogado defensor, a su vez, respondería que los personajes de Fuentes no son tanto los caracteres mexicanos como los tiempos mexicanos tanto históricos como simbólicos y que… Pero una voz, desde el jurado, se alzaría para preguntar si el mejor crítico literario no es acaso como un médico que atina con su diagnóstico en el humor del cuerpo individual y social sometido a examen; y que el mejor médico sería acaso un discípulo del meteórico Paracelso…