jueves, 5 de febrero de 2009

Hacia las cifras de Carlos Fuentes

Adolfo Castañón
(Fragmento)

en memoria de Paco Ignacio Taibo I (1924-2008) y su Gato Culto
My mother was rushed from a stear­ning-hot movie house in those days before Colonel Buendía took his son to discover ice in the tropics. She was seeing King Vidor’s Version of La Bohème with John Gilbert and Lilian Gish. Perhaps the pangs of my birth were provoked by this anomaly: a si­lent screen version of Puccini’s Ope­ra. Since then, the operatic and the cinema­tographic have had a tuy-of-war with my vords, as if expecting the Scorpio of fiction to rise from silent music and blind images.
Carlos Fuentes, My self with others, p. 3

I

En la cifra de Carlos Fuentes (1928) conviven por lo menos dos esferas: la de la persona pública y la de la obra. Ambas, al yuxtaponerse, se contras­tan, exaltan y declinan. Fuentes irrumpió en los tiempos mexicanos con la novela La región más transparente en 1958. Esa novela funcionó como una suerte de augurio, y en ella quedaban predestinadas las diversas líneas de acción y exposición de su obra ulterior que, en cierto modo, cabría ser leída como una reiteración incesante de ese gesto crea­dor original. Aspiraba La región más trans­parente a erigirse en una suerte de gran fresco literario, un mural llamado a cubrir en su despliegue las diversas capas, espacios y “momentos” socia­les y culturales de la capital mexicana de aquel entonces. Alrededor de esta cons­­trucción, alimentado por ella como por una nodriza, fue desarrollándose el per­sonaje del autor como actor de su pro­­pia escritura e imaginación: personaje público por definición, por necesidad carismático y como nimbado de un aura sagrada, es decir, sacrificial.
Esta silueta de sacerdocio litera­rio y de protagonismo civil, y aun po­lí­tico, responde a un paradigma que ha sido estudiado por el historiador y crí­ti­co francés Paul Bénichou (1908-2001), y que en el México moderno han en­car­nado con distintos matices Justo Sierra, José Vasconcelos, Daniel Cosío Ville­gas, Octavio Paz y el mismo Carlos Fuen­tes —para no hablar de Carlos Monsiváis—, entre otros, como figuras cuasi totémicas alrededor de las cua­les se van organizando las tribus y gru­pos literarios. Mientras, del otro lado del espejo, obras como La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Las buenas conciencias, Cum­pleaños, Cambio de piel, Cantar de ciegos, Zo­na sagrada, Agua quemada, Cristóbal Nonato, El naranjo e Ins­tin­to de Inez, para mencionar sólo ciertos títulos afor­tunados, se levantan preci­samente co­mo espejos de unas cortes y sociedades, como cristales y cristali­zaciones de sus heterocronías desvela­das por captar y atrapar el espíritu fugaz y resbaladizo del tiempo hecho épo­ca. El instrumen­to de estos oficios de cace­ría social es la imitación, el pastiche y la parodia. Por ello no extraña que la marca y el mito de la máscara —puen­te entre la magia y la murmuración— tengan en la obra de Fuentes una pre­sencia tan significativa desde su primer título: Los días enmascarados (1954).

II

Como el bufón de los dramas medie­vales, el imitador, el que arremeda y parodia, el juglar o juglarón —como diría León Felipe— es una figura a la vez entrañable e inquietante, cercana al poder pero enemiga de la institución, ya que la reina despiadada a la que obedece es la fama, hermana condes­cendiente de la gloria. El imitador no tiene un discurso propio; no tiene opi­nión, su opinión; cuando más, puede ser el suyo un arte de la opinión —pa­ra evocar la fórmula que Jaime García Terrés acuñó acerca de Alfonso Re­yes—. Y la lealtad última del novelista es —o será— a la idea de novela, in­dependientemente de la calidad de sus creaciones.
En el caso de Fuentes, la seducción, el encanto que producen sus crea­ciones, puede ser intermitente: hay obras suyas que lo tienen y otras que no; obras que, como Agua quemada, irradian misterio y otras que, como Zona sagrada, parecen frías y calculadas, o algo demañadas como La cam­paña; y otras más como Una familia lejana en la que el lector presiente que el gato de la creación está ahí, ence­rrado, pero sin poder expresar plenamente su feliz condición felina de cazador de símbolos. Esa figura que es como un joker, el tramposo o el traidor de la baraja, asume en la nueva nove­la, La voluntad y la fortuna, el papel de un estudioso de las leyes, un abogado capaz de atravesar, nadar y sobre­nadar, como Ixca Cienfuegos, todos los estamentos y estratos, los suelos y sub­suelos del tapiz político y social mexi­cano.

III

Si la crítica literaria fuese un tribunal donde un fiscal expusiese cargos y un abogado hiciese defensas de casos pa­ra que el juez —el lector ideal— pronun­ciase su sentencia, uno de los cargos que se podría levantar contra el autor es que ha publicado muchas novelas, pero que en este mar narrativo no hay —salvo acaso el Ixca Cienfuegos de su primera novela o el agónico Artemio Cruz— ningún personaje inolvidable; que los caracteres que alza en su ima­ginación son muchas veces caricatu­ras someras, cifras superficiales, signos efímeros trazados por el sacerdote o chamán de la fábula para evocar y con­jurar los espectros del tiempo, previamente aprendidos en diarios, revistas, libros, películas y rumores... El abogado defensor, a su vez, respondería que los personajes de Fuentes no son tanto los caracteres mexicanos como los tiempos mexicanos tanto históricos como simbólicos y que… Pero una voz, desde el jurado, se alzaría para preguntar si el mejor crítico literario no es acaso como un médico que atina con su diagnóstico en el humor del cuerpo individual y social sometido a examen; y que el mejor médico sería acaso un discípulo del meteórico Paracelso…

Entre el decir y el soñar:conversación con Gonzalo Rojas

Samuel Bossini
(Fragmento)

—Comencemos. ¿Cuándo fue su encuentro con la poesía?
—Ese encuentro es tan increíblemente remoto, sin jugar con ningún vo­cablo, como increíblemente próximo. Desde luego, yo pienso que tiene que ver, cosa muy frecuente por aquí y por otros lados, con la vivacidad de la tierra, de las cosas de la tierra. Llámese viento, ventolera. Llámese polvo, llámese zumbido del agua (yo vivía a orilla del mar). Yo creo que en mí operó muy fuertemente lo natural; claro, se explica, ¿no? Estoy hablando del plazo de mis cuatro o cinco años de edad, a lo mejor de antes, pero pienso que a esa altura yo no podía oír nada que no fuese el ejercicio vivo de las cosas. El so­noro zumbido de las aguas, del mar, el viento; el ventarrón era el personaje de mi vida, un mundo muy pequeño que a mí simplemente me parecía que era el mundo entero. Y nunca creí o quise creer que ese paraje tan pequeñito, un mineral de carbón, fuera breve, reducido… yo pensé que ése era el mun­do, no más.
—Cuando usted salía a la poesía, quien estaba era Pedro Prado, ahora un poeta un poco olvidado, pero que en su momento era un escritor que mar­caba toda una línea.
—Claro. Esta pregunta tuya me parece más interesante todavía. Porque me toca en mi juego de escribir, de creer que escribo poesía, o de que pensé poesía. Yo leí temprano algunos poetas chilenos, de los cuales uno era este Pedro Prado que tú me señalas. Un es­critor que había nacido en el año no sé qué, pero que se había hecho escritor en el año 1908 del siglo an­terior. Qué remoto nos queda. Cien años para atrás ya. En 1908 había escrito un libro que se llamaba Los pájaros… no sé qué. Era Los pája­ros salvajes. No, ahora re­cuer­do, Flores de cardo. Qué raro el nombre, qué divertidamente modernístico. Flores de cardo para oponer a la idea de fra­gilidad y la gracia de la flor: la aspe­reza, la dureza, una antinomia demasiado visible seguramente. Sin embargo a mí me gustaba, pero no pensando nada. Me gustaba ese papel del señor Prado, que supe era un arquitecto, un señorito, un niño bien del pequeño Santiago de Chi­le de esos años.
—Quien irrumpe con fuerza, in­clu­sive antes que Neruda, es Vicente Hui­dobro. Quien trae inquietes de Eu­ropa…
—Yo, a Huidobro, lo he leído pero casi paralelamente con Neruda. A la que leo antes, un poquito antes, es a la Mistrala. En unos papeles muy feos, de un libro muy feo de lectura para niños que se llamaba Libro de lectura, que nos ponían en el colegio, en la escuela pública. Y el libro de ella se lla­maba: Desolación, un aburrimiento de título. No era ajeno a lo que ella mis­ma había vivido allá en Magallanes, por la punta sur de Chile. Allí había escrito aquel libro, que vino a ser publicado tarde, en el año 22, que fue publicado en Nueva York. Pero eso es un cuento aparte. El juego de la publicación no tiene nada que ver con la escritura de esa mujer. Los papeles de ella me gus­taban. Y ¿sabes por qué me gustaban, Samuel? Porque la palabra que ella hacía era ruda, tan vivaz y a la vez de tan mal gusto. Eso me encantaba por­que se parecía a lo que yo veía a mí alrededor. Todo era feo. El feísmo de la Mistrala es una categoría, pienso ahora. Es toda una categoría estética, el feísmo ya lo es. Pero el feísmo de ella era especialmente precioso para mí.
—Y acá en Santiago de Chile, que sería el centro de la poesía y de la creación en ese momento, ¿quiénes estaban, además de los históricamente conocidos como Neruda, Huidobro, Pablo de Rocka?
—Yo llego a Santiago de Chile tardíamente. Tú sabes que es un país lon­gilíneo; yo venía del centro sur, un poco más abajo de este lugar del que esta­mos hablando (Chillán), de Concepción de Chile, que fue la segunda ciudad que yo visité en mi vida, después de haber nacido en ese Lebu. El he­cho de que yo saliera de Concepción, más bien de Talcahuano, un pueblito que está al la­do de un puentecillo, para Valparaíso, para remontar hacia Iqui­que, que era del Perú en esos años antes de una guerra ominosa para mí, que era una gue­rra de despojo por parte de los chilenos. Entonces fui a pa­rar a Mollendo, en el Perú. Piénsame como un muchachillo viajatario, viaje­ro, viajerillo que em­pezaba a caminar con el único modo de caminar de la época —cuando no ha­bía aviones, los trenes eran malos—. Entonces uno via­jaba en barcos, en barcos de cabotaje que iban parando de caleta en caleta, o de puerto en puerto. Todo esto tiene que ver con la ida a Santiago. Tú me lo nombraste, tú eres el culpa­ble, me nombraste Santiago. Santiago, capital de no sé qué, era un pueblucho más para mí; no tenía ninguna importancia. Yo llego en el 37 de mi vida a Santiago de Chile como un forastero que ya ha vi­sitado el hondón provincial de su país, de modo que ya tengo un exilio por den­tro antes de llegar a la pequeña capital de Chile, que es Santiago —hoy tendrá seis millones, que no son nada—, y que en ese entonces tendría 600 mil per­sonas nada más.
—Cuando llegó, ¿con qué se encontró? Su primer libro es de aquí, en Santiago.
—Sí, yo escribo un libro más adelante, me demoro; yo soy moroso, siem­pre moroso. Yo siempre me he demorado. La única prédica que he dado en mi vida es no apurarse. Ser lentiforme y demorarse. A mí me ha funcionado la idea de la mora y la demora. Demorarse, no andar a la carrera. La prisa, el éxito, o como se quiera llamar: lata, trampa, autotrampa, no sirven. Yo es­cribo mucho más adelante de ese plazo en que llego a Santiago. Me encuentro con un paisaje literario, en el año 37, divertido, curioso, bonito. Estaba ple­namente vigente Huidobro: todavía vive ahí, viene a morir en el año 48. Neru­da estaba ausente, pero muy visible, muy presente. Estaba también la Mistrala, errante ella; mientras yo era un muchacho, ella estaba siempre fue­ra del país. Prado, que tú me mencionaste, existía. Un señor que se llamaba Joaquín Edwards Bello era un periodista bueno, estimable, tío de un señor más co­nocido hoy día (Jorge Edwards). ¿A quién más leía? A Manuel Rojas: lleva­ba mi apellido, no tenía nada que ver conmigo. Había nacido en Argen­tina, curiosamente más por azar que por otra cosa. Era hijo de padres chilenos. Llegó a ser un gran escritor, y lo era ya entonces cuando yo entré a Santia­go de Chile. Otro bueno era José Santos González Vera. Muy parco, muy azo­ri­nesco, muy en la cuerda o parentesco de Azorín. Me parecía un buen es­cri­tor porque era un podador. Yo ya estaba por la poda; desde temprano fui podador. La poda se hizo necesaria. Un instrumento que parece un desins­tru­mento, pero yo no era un goloso de decir, sino un parco. ¿Dónde aprendí la parquedad y la poda? Leyendo a los clásicos. ¿Dónde leí a los primeros clá­sicos en grande? Cuando era niño, en un internado de pobres, o de ricachones más bien. Pero yo era un becario de ese internado. Me gustó leer en la bi­blioteca del colegio a los grandes clásicos de todos los tiempos. En los clásicos aprendí la poda y aprendí en ellos la demora. Por eso digo siempre que no he progresado gran cosa desde aquellos días míos de niño.
—¿Cuál es el título de su primer libro?
—Ese primer libro lleva un título, un designio genérico divertido, pero nada singular. Yo creía que era muy mío (nada es tan de no uno, nada es tan de uno, casi nada es de uno). Después vine a descubrir que ese título andaba también en un escrito de un filósofo, pensador francés del XVIII, y podía haber andado en un papel del mismo Breton, padre del surrealismo. Me refiero a La miseria del hombre. Alguien que estaba tan en boga, un escritor de tercera clase para mí, estimable persona sin embargo, discutido como todos los seres humanos discutibles, dijo que yo le había robado su título: las miserias del temperamento. Yo le respondí: no sea ridículo, hombre, las palabras están para usarlas. Además, Temperamento no es lo mismo que decir Hombre. Yo decía la miseria del hombre, o sea la fragilidad humana. ¿Quién no sabe que somos frágiles? No es ninguna adivinación eso.
—Un grupo que tuvo peso en Chile, como Qué en Buenos Aires, fue la Mandrágora.
—Es que la Mandrágora no existe. Eso es lo único que me permito decirte en mi temprana edad de 87 años. No existe ni existió, fue un juego, una mo­vida de ajedrez discutible de unos muchachitos de la ciudad de Talca, en Chile, cerca de Santiago. Teófilo Cid, Braulio Arenas y Gómez Correa in­ven­ta­ron este proyecto. No era malo, era bonito. Mandrágora es un vocablo remoto, viene de lejos. Alreaune se dice en alemán. En italiano se decía mandràgola y el mismo Maquiavelo escribió un papel sobre la mandrágora. El mito es bue­no, es aproximadamente así: cuando colgaban a los condenados caía se­men, porque parecía que los muchachos que estaban colgando derramaban su se­men, su semillita, encima de una planta. Es muy lindo, muy hermoso. La planta recogía ese semen, esa semilla humana que caía encima de ella. Ha­bía dos ejemplares de la planta llamada mandrágora, que era una planta herbá­cea, de la familia de las solanáceas, como la patata. Una, el ejemplar mascu­lino y, otra, el femenino. El que valía era el femenino. ¿Por qué razón? Porque cuando el semen cae sobre la planta femenina y uno consigue arrancarla sin caer muerto ahí mismo, obtiene de golpe la gloria, el amor, la fortuna, la alegría.