martes, 11 de mayo de 2010

Rafael Cadenas: el estado de gracia

Silvia Eugenia Castillero
En Himnos a la noche, Novalis imagi­na el hombre como un rapsoda en me­dio de la disolución nocturna cuyo único propósito es trasladar el lenguaje al claros­curo.
El claroscuro, como un peñasco que asoma apenas en el agua, linda con la nada o con el todo. En ese linde, o deslinde, el fenómeno poético se man­tiene en el espacio de la formación de la lengua, en esa vorágine de materia sensible aprisionada en la forma. Allí, en el devenir mismo de la forma al li­berarse de sí misma para contener la materia, y de la materia que se diluye mientras logra ser otra cosa, encontra­mos la poesía de Rafael Cadenas. Y sin más, al leerlo, somos conducidos al recinto de la intimidad.
Ya lo apuntaba con sabiduría Al­fonso Reyes: “Se oponen forma y ma­teria, o mejor aún se contraponen, y gracias a eso se componen, pero su composición es un compromiso —más o menos afortunado— en pugna secre­ta.” (Apuntes para la teoría literaria). Desde esta pugna, en la trinchera del lenguaje, Rafael Cadenas se vuelve, con su estilo, un crítico de la lengua. Como san Juan de la Cruz, busca superar el propio lenguaje, poseerlo fuera de to­da explicación y simbolismo. “Tenemos que recuperar el sentimiento de segu­ridad ontológica —dice. (…) Lo místico es esta libertad vacía que arranca de la supresión de la anestesia del lengua­je (…) Lo místico es el mero acto de es­tar aquí ahora, completo en sí mismo, deshecho ese perpetuo tic que tenemos de ir a buscar la realidad en otra parte: proyectos, planes, o nostalgias.” (Apun­tes sobre san Juan de la Cruz y la mística.)
Como el austriaco Karl Krauss, a quien le dedica un ensayo en su libro En torno al lenguaje, Cadenas cree —y es una preocupación central en su obra poética— que la civilización actual es una vasta conspiración contra todo aso­mo de vida interior. La atmósfera lingüís­tica de nuestra época está contaminada por la oquedad, el escamoteo del sentido, la prestidigitación verbal. El desas­tre contemporáneo, la crisis moral que nos aqueja, procede, para Cadenas, del mal uso de la lengua, por ser ésta la ma­triz de la cultura, la armazón que nos constituye, el principio de orden que nos da forma. “Desde hace tiempo na­ció, y crece en mí, la sospecha de que al hablar de los problemas del mundo moderno hemos olvidado un dato: el lenguaje”, porque para eso, continúa Rafael Cadenas, se requiere más natu­ralidad en los ojos, aptos éstos para descubrir lo evidente que a veces se torna lo menos advertible.
Si no hay encarnación no hay ex­periencia iluminadora, mística, libera­dora. El sentido de lo sagrado, de la iluminación, no es para Cadenas sino la conquista interior de la vivencia de sentir hasta enfrentar el misterio. En ese espacio “donde se prescinde de idea de camino, de distancia a reco­rrer —afirma— puede sentirse la cercanía del misterio”. Y es ahí justamente des­de donde el poeta canta.
¿Por qué la poesía? Georges Stei­ner resalta que cuando al lenguaje se le capta de verdad, éste aspira a la con­dición de la música y es llevado por el genio del poeta hasta el umbral de esa condición. En Gestiones, de Cadenas, leemos: “Palabras muy solas / de quien las pone / frente a la nada / que las pe­sa / y se las deshace / y las arroja al rostro / para que las rehaga, firmes, / las reviva en su arder, / las llene. // Están probadas con la terrible piedra. // Han de sostenerse / como si esperaran.”
La poesía de Cadenas quiere abar­car el milagro humano; desafiante, es insumisa frente a lo sagrado porque tra­za la potencia de lo cotidiano. Temas y objetos mínimos: la sencillez del discurrir de los días forman una trama donde anida su metafísica, por lo de­más exigente y honda. Un poeta sin me­tafísica —dice Cadenas— es un señorito que hace versos. Palabra por palabra, en cada una sentimos la manera en que su tosquedad material libera emociones delicadas hasta conquistar un ritmo que nada tiene que ver con el adorno retó­rico. Esos ritmos provienen de la natu­raleza del lenguaje que busca anclar en su propio silencio.
Se trata de una escritura que en­frenta la vida misma sin circunloquios. En las vicisitudes humanas se llena de vitalidad porque su materia es la me­moria: va de lo imposible, por inabarcable, hasta la constitución del poema como un dique contra el olvido. Para Cadenas la literatura es “la manera más entrañable de habla”. Desde el habla se resuelven los vínculos del alma, al hurgar en la memoria y al lograr la evo­cación. En Los cuadernos del destierro leemos: “Aguas en la memoria, absolutas como los desiertos, solamente el silencio del oro en el follaje puede com­pararse con su espíritu. Osaré recrear­me en la evocación.”
Rafael Cadenas enfrenta la ambi­güedad y aborda las grietas del lengua­je, teje entre ellas su red de significados con un sentido de futuro, de esperanza, no obstante los libros en los que reina el desasosiego como Los papeles del destierro y Falsas maniobras. En ambos poemarios tan distintos —el primero de una oralidad casi barroca, el otro de una contención desgarradora a la vez que irónica—, la materia es la experien­cia y no el concepto. Quiere para la pa­labra la fuerza de los árboles. En su libro de ensayos, Realidad y literatura, se lee: “La mente es una parte con pre­tensiones de todo. Ha puesto a su servi­cio la vida, en lugar de ser su servidora. Pero la mente no se presenta en el mundo como mente; lo hace en forma de yo; al referirnos a alguien no pensa­mos en una mente, sino en un yo. El yo es un centro personal creado por la mente, que a su vez se le subordina. Se puede decir que este centro ha usur­pado el lugar que le corresponde a la vida. Este rey sin reina es el responsa­ble de su propia desgracia.”
Después de sufrir varios años el exilio, Cadenas cree en un yo que se pule a través de un proceso de intros­pección en contraste con el yo espontáneo y social: el cuerpo es la entidad desde donde debe crearse la poesía y en la cual ésta resuena para siempre. Rafael crea desde el fragmento y la concisión para incidir plenamente en el cuerpo humano, en el yo, en un vaivén del alma, lo inmediato que es lo corpo­ral, y de esta estrechez del cuerpo hacia el yo extendido en estados del alma con sus estadios intermedios. Esta condición hace que la palabra se propague allende su propia forma.
Fragmentos, aforismos, instantes, la poesía de Rafael Cadenas adopta la singularidad de una obra elaborada en el filo del silencio y el vigor, en la fron­tera peligrosa de la disgregación de la forma; se dilata para convertirse en luz, en música, hasta lograr la exactitud de una visión, tan fiel a su propio anhelo, que no puede más que vivirse como una experiencia trascendente en cons­tante transformación.
Cadenas aborda la luz, y borda con ella un alma en cada objeto y en cada ser que enuncia: “La manzana de luz se reparte en heridas de cristal.” Pa­ra el poeta la sensación es lo que pesa entre las palabras que forman un poema, que llegan a la otra orilla como temblor: un coágulo lleno de sentido, cargado de claroscuros pero no exento de sensualidad. Los entes de la poesía de Cadenas existen en el instante mis­mo en que están siendo sonido e imagen, relatan su propio drama de ser en el instante mismo de estarlo siendo, co­mo lo hace Cézanne cuando pinta no los árboles ni los rostros ni los bodego­nes: en realidad lo pintado es su ser interior lleno de tiempo.
El éxtasis del habla y sus cavida­des, sus dobleces, los altibajos de la respiración son agotados de manera audaz a lo largo de sus libros. De la misma manera, plasma el envés: la quie­tud, la oquedad, el aislamiento, como en Falsas maniobras. En éste leemos: “Tal vez el secreto de lo apacible esté allí, entre líneas, como un resplandor innominado, y mi soberbia injustificada ceda el paso a una gran paz, una alegría sobria, una rectitud inmediata.” Aquí Cadenas enfrenta a los seres —en su composición mecánica, en su defec­to, en su carencia— como si fueran artefactos. En el poema “Mi pequeño gimnasio”, éste “Consta de una almohadilla que golpeo con acompañamien­to / musical. / Un saco de arena donde descargo todo el peso de la calle. / Una esterilla para hacer contorsiones que producen olvido. / Un hueco en triángulo donde me oculto para no ver. / Una cuerda donde me castigo por toda la prudencia del día. / Un artefacto en for­ma de O en el que me doblo para evitar los reclamos de mi conciencia. (…) En el fondo los ejercicios están adere­zados a hacer de mí un hombre racio­nal, que viva con precisión y burle los laberintos. En clave, persiguen mi trans­formación en Hombre Número Tal. Lla­namente y en mi intimidad, espero con ellos dejar de ser absurdo.” Una inti­midad en el ejercicio de aprender a ser hombre. Y en este pantanoso terreno es donde el poeta le confiere a las pa­labras el poder de una vida duradera. Enfrenta su poesía contra el raqui­tis­mo del lenguaje con una poderosa lírica en la cual privilegia la sencillez y la com­plejidad del pensamiento que éste en­cierra. En alguna entrevista, Cadenas confiesa: “Cuando veo la mayor parte de la poesía que se publica en el mun­do siento que estoy lejos de ella. No puedo escribir así, es una sensación. Al lado de eso me veo desmañado. Pienso con admiración en los poetas a quienes, apenas se ponen a escribir, se les llenan las manos de brillos. ¿Dón­de ubicarme? ¿Habrá un rincón para mí? ¿No estaré engañándome? Me sos­tengo en mi flaqueza. Hablo desde mis deficiencias. Soy simplemente un hom­bre que no respira bien, y la poesía apenas alivia.” Rafael Cadenas, como Rilke —con quien mantiene una de sus grandes fidelidades—, se coloca en el campo de la creación poética como un hombre que quiere mediar entre la re­cóndita naturaleza de infinito que poseen todas las cosas y la estrechez de la realidad humana, mediar como lo hicie­ron Prometeo y Tántalo, transgredien­do el límite y conquistando el prodigio a través de su obra escrita. Ya lo dijo Georges Steiner en Lenguaje y silencio: “la verbalización de lo que hasta enton­ces era incomunicable se presenta con un milagro de simplicidad”. Rafael Ca­denas ahonda en la tensión entre el confín y el prodigio del lenguaje hasta lograr que se manifieste el ser más allá del habla, en un objeto donde se conjugan música y luz y cuya realidad es indecible: sólo es posible poseerla me­diante la sensación.
En Apuntes sobre san Juan de la Cruz y la mística, Rafael Cadenas confiesa: “Una sensación que me acom­paña desde hace tiempo es la de mi dependencia casi total de eso innombrable. Casi, escribo, porque existe un margen que vendría a ser el dominio humano, el dominio de la libertad, muy limitado en mí. En este terreno intermedio transcurre mi vida. ¿Qué pode­mos hacer sino entregarnos a lo que nos sobrepasa desmedidamente?”
Rafael Cadenas queda atado, co­mo Tántalo, al peso del mundo, al chirriar de su engranaje, y conserva siempre en sus palabras la identidad de su an­helo, condición que le permi­te ser cons­ciente de su propio acto de transfiguración: es lenguaje que me­di­ta sobre sus propios límites. Es len­guaje preciso. ¿Su morada última? El silencio y la memoria. Porque a fin de cuentas la poesía de Rafael Cadenas es mesura y armonía, un punto de me­diación entre lo informe y el sentido. Por eso su constante metamorfosis, su hechura arriesgada y vigorosa. Ante los lenguajes gastados por los clichés, va­cíos por la irreflexión, Cadenas busca incansablemente el lenguaje todavía im­poluto. Su poesía, como la poesía de Hölderlin y Rimbaud, nace en la peligrosa frontera donde se disgrega la for­ma, pero se garantiza a sus lectores la posibilidad de una existencia estable y ordenada que los sustrae de la in­com­prensión del mundo, de la incapacidad de definirlo, del caótico existir humano entre la absoluta unidad y la absoluta multiplicidad. Un poema de Rafael Ca­denas llena un vacío en el idioma de la experiencia humana. Como dice Darío Jaramillo en su espléndido prólogo a la segunda edición de Obra entera que el Fondo de Cultura Económica publi­cara recientemente: “Por esta fluidez, es un poeta que pueden leer quienes habitualmente leen libros distintos a la poesía. Será una lectura apasionante, ya dije que fluida, y tendrán en sus ma­nos a un poeta que les dirá cosas nue­vas, que volverá palabras asuntos que todos sentimos sin poder verbalizar, que les revelará sensaciones profunda­mente humanas y que —con un guiño, con un horror sensato— les ayudará a conocerse.”
El ejercicio de Cadenas va del yo al cuerpo, del alma a lo material del mundo. Del dibujo de las sensaciones al desdibujo del mundo real. Desarma la figura porque huye de lo mecánico y hueco de la vida, huye de la retórica, de la envoltura superficial y engaño­sa. Cadenas hinca su colmillo literario en la crítica del lenguaje, pero introdu­ciéndose en las sombras, en las propias celadas de este mismo lenguaje hasta llegar a la hoja blanca, al continuo, más allá de la forma. Conquista, en un sal­to mortal, las imágenes ausentes, in­existentes, fuera de toda figura: “Re­quiere un gran desasimiento. El apego, el apego es el enemigo…”
Rafael Cadenas espera de la poe­sía “una revelación que lo mude, que lo ponga en el camino del mayor descubrimiento”: “Leo lo que se aviene con mi inclinación, a la que no sé cómo llamar. ¿Ontológica? Podría ser.” Al igual que el venezolano José Antonio Ramos Sucre, uno de sus antecesores poéticos, Cadenas escribe desde la continuidad de las esencias apartándose de la su­perficie, escritura que se va reescribiendo al escribirse. Como el acíbar, su poesía nace de la maceración de las palabras. Y se rehace desde un realis­mo pasional, poseyendo el pasado y los límites del instante mismo en el centro de todo como una flama viva que mues­tra su perpetua contradicción, que os­cila entre la simplicidad y su agitación.

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