viernes, 13 de mayo de 2011

Ciudad irreal



David Olguín

Geney Beltrán Félix, Habla de lo que sabes, Jus, México, 2009, 160 p.

Geney Beltrán Félix es un escritor acu­cio­so; pero más allá de saber que meditó lar­gamente las páginas de Habla de lo que sabes, me interesa poner énfasis so­bre el hecho de estar ante su primer libro de na­rrativa. Para ciertos escritores, el “primer libro” es una especie de mapa de ruta que presagia el porvenir. Al final de los diez cuentos reunidos, Beltrán Fé­lix incluye una cita de Alejandra Pizarnik a manera de epí­logo: “Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no ha­bles de la rosa, no hables del mar. Ha­bla. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, ha­bla del dolor in­cesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silen­cio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio.”
Este epílogo se convierte, así, en un prólogo de la aspiración literaria de Bel­trán Félix y el porqué de su escritura de ficción, una especie de acta poética. En es­te sentido, los protagonistas de esta co­lección de cuentos no son las complejas relaciones en­tre ficción y realidad, ni las refinadas acro­bacias de la inteligencia o del ingenio. Beltrán Félix habla de lo que sabe y bus­ca escribir, al decir de Nietz­sche, “con sangre porque la sangre es espíritu”. Sin duda es un escritor con un depurado oficio, pero ante todo aspira a saber de la gente; desentrañar el interior de las personas de­termina su acerca­mien­to a la ficción. No en vano nuestro autor entiende de teatro y le apasiona Dos­toievski, y conoce también los tristes pai­sa­jes de las almas en la estepa rusa, saberes que no sólo están presen­tes en la habilidad con la que dialogan los personajes de Habla de lo que sabes.
En el único poema que escribiera mi maestro Ludwik Margules, un poeta de la escena y buen lector de poesía, pero a quien la escritura de una carta podía pro­vocarle varios insomnios, el doctor Chejov hace acto de presencia de manera extraordinaria:

La fugacidad del tiempo y un mapa de África sustituyen la
                                                                                 facultad del lenguaje
La conversión del escenario en la platina de un microscopio
Permite la observación dilatada de la agonía del hombre
El doctor es un estudioso
Vigila meticulosamente la antropología del sufrimiento.

Beltrán Félix, contador de historias, busca pulsar la fibra humana en la gran­deza de su razón y su sinrazón. Padece con sus personajes, habita delirios, es­carba en la dignidad de su miseria y en sus sueños, construye paisajes mentales —fragmenta­rias explicaciones de cómo esas criaturas tratan de articular su idea muy personal que se hacen de las cosas.
La conciencia de la irracionalidad del dolor, su “por nada” casi irrisorio, hacen de Chejov y de Kafka, a pesar de estilos tan diferentes, escrituras hermanas. El ab­sur­do es el trasfondo de una visión del mundo que puede hacer de la estepa ru­sa, de un ghetto judío o de una urbe in­finita como la nuestra —ciudad irreal, diría Eliot— un paisaje interior. Como los docto­res de Che­jov que miran la irracionalidad del sufri­miento, como los intros­pectivos y delirantes sonámbulos dostoievskianos, Beltrán Fé­lix quiere hablar de lo que sa­be en una ciudad del alma, real e ilusoria, una ciudad que habla, respira, suspira, exhala. No es un telón de fondo; vive y muere en las permanentes crisis interio­res, apocalipsis de conciencia y en los con­flictos de jóvenes, escritores fracasados, un cajero, burócra­tas, estudiantes, ancia­nos y madres de fami­lia que pueblan esta colección de cuentos.
La ciudad de esta gente adolorida es lo que no es, una fuga: en el cuento que lle­va por título “Keppel Croft”, ese nombre, “un paraje bellísimo en Ontario, fren­te a Georgian Bay”, le parece a un hombre amaridado, que fantasea con una adolescente en pleno cuarto conyugal, la invitación a huir de todo (su familia y empleo, la ciudad y los días grises), desaparecer. Pero él solo invoca los fantasmas mirando a través de la ventana a una ciudad donde nunca neva: “supo que na­da había entendido, él, ella, el significado de Keppel Croft, ese nom­bre viejo que lo seguía esperando por den­tro en la for­ma de un terremoto milenario”.
En otro cuento, un oficinista mata y con­vierte a la ciudad en un río que devora y cuyo caudal ojalá pudiera ocultar el crimen: “Toda la noche y toda la mañana ha llovi­do, no tarda el río en rebelarse a los di­ques y se llevará mi casa y el cadá­ver de Porfirio, y yo también habré de ser muy pronto carne sin conciencia.” Ciu­dad ra­biosa y violenta, ciudad donde, en el cuen­to “Anoche soñé que volaba”, un cajero de Superama, tras matar a un clien­te, huye y tras correr y correr respira tran­quilo por un instante: “Y mientras cada cosa se hace más nimia y él se siente li­gerísimo, ve con alegría el sol ponerse como un candado ígneo sobre la Ciudad, todo tiene contornos, to­do es real y vive y vibra y brilla y su cuerpo se va disipan­do y se vuelve polvo, bruma, nada, sólo aire anochecido sobre la ciudad, esta be­lla y agria Ciudad sin remedio.”
En 1856, Melville publicó Bartleby. Ese Wall Street de hace 155 años es vis­to co­mo un mausoleo, rascacielos de entonces, oficinas con ventanas que dan hacia muros ciegos, hombres que cruzan en domingo —vestidos de riguroso negro burocrático—, plazas solitarias que, en días de ofi­cina, ates­tadas de gente, transpiran la misma soledad.
Geney nos lleva de la realidad, del pai­saje externo, a la construcción del pai­saje mental, castillos de aire que se fincan en la carne de la gente. El asombro o lo extra­ño, en sus cuentos, no da pie a lo fantástico. Tampoco su temple perte­nece a la limpia geometría que mira el absurdo de nuestros comportamientos iló­gicos con agu­deza racionalista. Borges di­ce a propósito de Bartleby: “Es como si Melville hubiera escrito: ¡Basta que sea irracional un solo hombre para que otros lo sean y para que lo sea el universo!”
Pero la palabra universo es tan absoluta que olvida lo minúsculo, la tortura interior que nace de emprendimientos co­ti­dianos, la mazmorra del alma, la angustia de Apolli­naire que, en la madrugada etílica de Zona, dice: “Oh torre Eiffel, el rebaño de tus puen­tes bala”, o de la ciudad irreal en La tie­rra baldía con sus ca­tástro­fes del espíritu.
La Ciudad de Geney Beltrán es el pai­saje interior después del terremoto coti­diano, un paisaje de ángeles caídos. Un hombre parece recorrerla —¿acaso muer­to o muriendo?— y queda atrapado en un puente peatonal que se convierte en su jau­la inescapable. En “Sara antes del fue­go”, una mujer, maltrato sobre maltrato, da un par de pasos, cruza el umbral de su gara­ge y accede a una posible libe­ra­ción interior al avanzar hacia lo descono­cido. En “Hondonada”, un pesado escritor joven —para nada un peso pesado sino un me­diocre escriba gordo, de más de cien kilos a la sombra—, literalmente se pier­de y una caminata verifica el drama hu­mano del extravío y la muerte.
Borges llama a este género de historias “el de las fantasías de la conducta y el sen­timiento”, pero si el delirio hace del paisa­je mental una cárcel piranesiana, ya estamos en otra cosa, algo cercano a la pesadilla. Habla de lo que sabes encie­rra el vértigo de lo extraño, pero tiene la sa­biduría de los que despiertan del mal sue­ño para contar. “Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo”, di­ce Pizarnik. “Oh habla del silencio”. Bel­trán Félix no sólo escribió un buen libro de cuentos, sino un libro que es un alega­to sobre algunos porqués de la escritura.

Luigi Amara: cazador de infamias



Fernando de León

Luigi Amara, Los disidentes del universo, Gobierno del Estado de México, México, 2011, 160 p.

Los disidentes del universo, de Luigi Amara, es un libro de ensayos cuyos te­mas son apasionantes, aunque en su conjunto pro­pongan una visión excéntrica de la pasión. El título y su epílogo lo plantean claramen­te: los personajes que protago­nizan estos perfiles son, por sus historias, características y manías, seres infames en el sentido doble que adopta el término, de descrédito y de injusto anonimato al que conduce, en­tre otras causas, el propio descrédito. Per­sonajes que están no­toriamente fuera de lo que, en general, llamaríamos nuestro uni­verso, nuestra co­tidianidad, nuestro sentido común. Sin embargo, esta marginalidad en la que ha­bitan, lejos de incitar la misericor­dia de los que aún estamos dentro de nues­tra fantasmal normalidad, los vuelve al ins­tante seres perturbadoramente admirables, porque han vivido de una forma singular e irrepetible. Los personajes que han atrapado la atención de Luigi Amara son John Connish y su adicción por hacer cola, o fila, como mejor se entienda; Jo­han­nes Richter, prácticamente un inqui­sidor que investiga la autenticidad y censura sin piedad las últimas palabras antes de morir de las celebridades; Thomas Lloyd, excén­trico comedor de papel; Ju­lia Pastrana, una mujer cubierta total­men­te de cabello, exhibida en circos por su propio esposo; ajedrecistas que se ensi­misman durante horas para hacer una movida en una partida de ajedrez, Roy Robert Smith, hombre que ha permane­cido prácticamente inerte toda su vida; Isidoro García Saldaña, taxidermista de animales fantásticos. Cada ensa­yo cum­ple con creces las expectativas que desde el planteamiento del tema general, cada ensayo conlleva una reflexión profun­da y es ejecutado con una dosis de humor ne­gro porque en ellos abundan las anécdotas que sorpren­den y divierten.
En este punto, yo quisiera aconsejar al futuro lector de este libro: desconfiar de la veracidad de los datos presentados por el ensayista es algo extremadamente agotador e innecesario, crean en él, pacten con él y comprobarán que lo que plantea son proble­mas genuinos, y que si en al­guno que otro punto no lo han sido para la historia, ahora lo son para la mente del lector que los registra.
Todo ensayo tiene, de una manera inicial, un espíritu de monólogo, de soliloquio, porque algo nos quiere contar o plantear el autor sobre sí mismo, pero leer a Luigi Amara, más que escucharlo, es conversar con él, incluso dialogar con su tema. Tie­ne no sólo la habilidad de po­ner a pensar al lector sino de despertar su voz para lle­varlo al amistoso mundo de la discusión. Tiene, además, atributos que lo dotan in­creíblemente para el ensayo: por una parte, su formación como filósofo le exige claridad de ideas y su calidad de poeta lo lle­va a buscar en todo mo­mento la palabra exacta y la frase que dis­pare la imagina­ción del lector. Por si eso fuera poco, es­tamos ante un autor que valora y ejerce el poder de la ficción.
La idea de que Amara es un ensayista que ha pensado mucho en el fondo y la for­ma de este libro es patente desde el orden propuesto para los ensayos: así, un lector afecto a la continuidad, como yo (los hay respetablemente dispersos), que se adentra en cada perfil, descubrirá que el excén­trico ensayo sobre hacer cola es su punto de partida y el taxidermista, amante de lo inamovible, del ensayo fi­nal, es su punto de llegada. Es decir, que incluso de forma estructural, Amara en­saya un proceso que va de la lentitud a la inmovilidad absoluta, de la aparente su­perficialidad de hacer cola, aspirando al lento avance por turno, a los ensayos finales que son la metafísica de un Kas­par Hauser voluntario y a una exaltación de la filosofía del Bartleby de Melville: “preferiría no hacerlo” y al ensa­yo sobre la taxidermia fantástica que es de entrada la inmovilidad biológica absoluta. La movilidad e inmovilidad son una sola obse­sión, sugerida en el Amara poeta de El cazador de grietas y declarada nota­ble­mente ya en el Amara ensayista de El peatón inmóvil.
El camino de la lentitud a la inmovilidad es sinuoso y a veces laberíntico en los textos de Amara. Por ejemplo, en el ensayo sobre los ajedrecistas absortos que encon­tramos a medio libro, el autor se pregunta qué pensarán los brillantes ajedrecistas en­tre demoradas movidas, si será un mara­villoso despliegue de racio­cinio casi delirante. Al siguiente párrafo, Amara plantea otra duda igualmente inte­resante que desca­lifica a la primera, la cual yo la enunciaría así: quizás esa de­mora sea sólo la estrategia de una mente amañada pero no brillante. Acto seguido, Amara propone una tercer vertiente que conduce a una suerte de mis­ticismo del ajedrez. El ensayista, en tres párrafos, nos presenta tres caminos, nos convence en cada ocasión de que cada cami­no nos lleva a una respuesta satisfactoria. Quizá los planteamientos de Amara tengan la cualidad de la retórica pero, por la sinceridad de su búsqueda, sospechamos que toda pregunta retórica tiene la espe­ranza de dejar de serlo, de tener una res­puesta no evidente. De golpe comprende­mos que la respuesta es sí. Sí a todo: la abstracción de los ajedrecistas a veces es un delirio ma­ravilloso, a veces también es una trampa psicológica y, a veces, las menos pero su­cede, es un arrobo místico: como lector de este ensayo me descubro absorto ante el texto como ante un tablero de ajedrez. El camino de la lentitud a la inmovilidad es el camino de la abstracción.
Los ensayos contenidos en Los disi­den­tes del universo son puertas a perso­najes y situaciones extraordinarias que se conectan de manera secreta pero directa con el resto del universo: son el margen que recuerda haber sido centro, porque algo hay en noso­tros de raro y de alucinante, algo que sub­terráneamente lucha por aflorar en cada uno de nosotros co­mo fuego fatuo, y que siem­pre hemos so­metido y ocultado, algo que nos lleva a leer con avidez este libro y a sol­tar, de vez en cuando, una risita nerviosa de asom­brosa complicidad.

jueves, 12 de mayo de 2011

Amores difíciles, pasiones desastrosas


Víctor Cabrera

Silvia Eugenia Castillero, Eloísa, Aldus-Universidad de Guadalajara, México, 2010, 80 p.

Qué suerte la mía encontrarte esperándome. El mundo se desintegra y nosotros enamo­rados.
Líneas de Ilsa Lund (Ingrid Bergman) en Casablanca

Desde sus primeros versos, la Eloísa de Sil­via Eugenia Castillero se instaura en un tiempo suspendido que “se alarga” co­mo una gota de agua hasta formar una maleable estalactita verbal... He aquí la materia de su discurso: el tiempo sin tiempo, sin principio visible ni fin pro­ba­ble, del amor ideal(izado): “Eloísa es­pe­ra. / Un silencio de quilla de barco / al romper las aguas atraviesa cada / trazo del tiempo, / allí sus­pendida una gota se alarga / se alarga, / la espera incon­clusa / colgando / de cual­quier veta. / Puede ser una rama / rodeada de va­cío, / queriendo volcarse en algo, / caer por fin, romperse.” (Las cursivas son de SEC). A partir de un puñado de palabras llave (tiempo, espera, silencio, vacío), Cas­tillero construye un ámbito cre­puscular doblemente signado por la ausencia y la espera. Una espera erigida en el apo­ca­lip­sis íntimo que supone la partida del ama­do (Abelardo tácito, elidido, fantasmal) bajo “un cielo incendiado / —leja­nísimo y su­perficial— / un espectro provisional de lu­ces” que evoca la plasticidad ominosa de los paisajes de Edvard Munch en los que, como en uno de los versos de Silvia Eu­genia, “el mundo se caía”. Es inte­resante confrontar las imágenes desola­doras de es­ta Eloísa contemporánea con una anotación del Diario del artista no­ruego fechada en 1892 para constatar de qué misteriosas maneras los lengua­jes y sus símbolos se corresponden: “Pa­seaba por un sendero (…) —el sol se pu­so— de repente el cielo se tiñó de rojo sangre, me detuve y me apo­yé en una va­lla muerto de cansancio —san­gre y len­guas de fuego acechaban sobre el azul oscuro del fiordo y de la ciudad— (…) yo me quedé quieto, temblando de an­sie­dad, sentí un grito infinito que atra­vesaba la naturaleza”. “Allí me ahogue, / en ese azul desbordado / que tú volvis­te fin del mundo”, prosigue Eloísa en perfecta con­sonancia con el apunte del artista.
Más allá de la fijación del locus poético en un oscuro y lejano referente pictórico (la Oslo de Munch, con su in­candescen­te cielo de fondo), el escenario evidente de la dilatada espera de la aman­te es la ciudad de su cé­lebre pasión, un París plu­riforme y multitemporal, paisa­je interior antes que real, en el que confluyen las voces que habitan estas páginas (diferenciadas por distintas familias tipo­gráficas): la de la poeta cuyas palabras insuflan vi­da a su heroína trágica; la de la propia Eloísa-Penélope que te­je el su­dario verbal de su paciente espera he­cha de “ins­tante[s] partido[s] en muchos tiempos”; otra más, Eloísa futura o visio­na­ria, que apostilla el discurso de su ge­mela histó­rica desde la reconocible urbe contemporánea en que el descenso de la To­rre Eiffel es “una trampa del futuro” y los semáforos, los jardines, los buleva­res, los ca­nales y las plazoletas se vuelven símbolos aciagos de un naufragio latente, del amor amenazado que es, en realidad, todo amor.
Parafraseando la célebre sentencia de Tolstói, podría afirmarse que si to­das las parejas felices lo son cada cual a su mane­ra, los amores desdichados pa­recen todos cortados con la misma ti­je­ra. De una in­tuición similar parte el poe­ta Eduardo Chi­rinos al afirmar en la cuar­ta de forros del volumen que: “Admitir que el París contemporáneo es un pa­limp­sesto del París medieval es admi­tir que cualquier historia de amor que ocurra en esta ciudad es un palimpses­to de la que sufrieron Abelar­do y Elo­ísa”. En es­te sentido, la historia de los trágicos amo­ríos de los amantes filóso­fos es, de algún modo, modelo y emblema de todos los amores malogrados. Conoci­da o no la his­toria de Pedro Abelardo y su pupila Eloí­sa, su impronta subsiste en los cimientos de la ciudad emblema, res­plan­dece en sus tabiques: “De la piedra, Eloí­sa, / vuelves incandescente, de cada piedra / eres extraída en un cúmulo de años (…) / Pero la piedra te arrebata, / sólo mis sensaciones te reconocen, rue­das / en­tre los bloques extraídos del suelo, can­tos / agudos y esculpidos te arrastran del de­talle / hacia el tiempo tumultuario y amorfo.”
Más aún: esa huella de los amantes y de la ciudad que los contiene pervive tam­bién, además, en la tradición romántica de los amores difíciles y las pasio­nes desas­tradas, en la morosa relación histórica de sus relatos, de Rojo y negro a El diablo en el cuerpo.
En la confluencia en que pasado, pre­sen­te y futuro se superponen y se confunden hasta formar un único espacio atemporal y abigarrado, una Ciudad Luz crepuscular iluminada por la espera y el deseo, Silvia Eugenia Castillero alza un monumento a los amores sin ventura, a todos los amantes a quienes, como a Abe­lardo y Eloísa, como a Oliveira y La Ma­ga, como a Ilsa y Rick, siempre les que­dará París.

lunes, 9 de mayo de 2011

De cómo no tengo una presencia humana

Luis Alberto Arellano

Sergio Ernesto Ríos, Mi nombre de guerra es Albión, Tierra Adentro, Col. La Ceibita, México, 2010, 32p.

Es común en el imaginario de la Re­pública mexicana de la letras que se acepte como experimental a cierto tipo de poesía que se aleja del tronco grue­so, inamovible y muy aburrido de la lírica tal y como la entendió el siglo XX. Sabemos que toda escritura de poesía desde el inicio de la Modernidad expe­rimenta, dado que busca formas novedo­sas para que el poema se presente. Al re­ventar los moldes tradicionales, el poema tiene el gran problema, bendito problema, de nacer indeterminado. La poca imaginación y el desconocimiento del ar­te contemporáneo hacen que la autodeno­minada Poesía Mexicana se perpetúe en formas convencionales que se repiten has­ta el hartazgo. Las búsquedas que más interesan en la última década son aque­llas que están a la orilla, construyendo, reventando y reformulando un campo de acción para el poema, en diversos so­por­tes y por distintas vías.
Siendo arbitrarios, podemos clasificar dos grandes grupos de exploración: por un lado, está la escritura que busca llevar el poema a la negación absoluta del yo, que está cercana, o de plano engarzada, con la escritura conceptual, y que busca y arriesga por diversos soportes como la fotografía, la poesía digital.
Está en otro gran rango de acción la poesía que apuesta por la radicaliza­ción del lenguaje poético, que lo conci­be en términos materiales, y que también discurre por variadas sendas: una barroquización inspirada en el siglo de oro; un minimalismo más bien místico; una esencialidad pop; o la construcción de un discurso derivado de la irracionalidad co­mo punto de partida para el poema. Esta última vía es la veta inicial de Sergio Er­nesto Ríos: desde Piedrapizarnik plan­tó una distancia argumentativa, teórica, con la construcción de un discurso que tuviera correlato literal con el mundo.

Mi nombre de guerra es Albión mantie­ne una tensión esencial a esta escritura que va profundo a la raíz de su lengua­je: el yo aludido en la primera parte del libro The colony room está construido como un simulacro. Es un personaje que toma elementos de la biografía, esa ficción sobrevaluada, y que se despliega pa­ra poner en juego elementos esenciales a las obsesiones del autor. Francis Bacon es y no es, se construye como un crea­dor preocupado por la creación, envuelto en un mundo de alucinaciones y des­garra­doras relaciones personales. Es de­cir, a esta escritura la máscara le sirve para evi­denciar la fragilidad de lo Real. Asumir la esencial biografía ajena le vie­ne a re­solver el cómo el sujeto produ­ce senti­dos en el mundo de todos los días. Y ese cómo es particularmente equívoco.
Existe otro rasgo que me interesa des­tacar de esta escritura: la potencia de los versos se asienta en su construcción so­nora, que parece todo menos programá­tica, y en su necesaria opacidad. Debido a la acumulación de referentes, incone­xos, fragmentarios, imposibles a la hora de formular un relato, el poema vence por acumulación opaca. No hay nada que ver detrás porque es imposible ver de­trás. El poema no esconde un signifi­cado. Inau­gura un sentido. Esta condición de cuerpo opaco hace que, ante la imposibilidad de mirar detrás del len­guaje, el lector tenga que mirar al lengua­je. Y que encuen­tre esta opacidad como una revelación. Una iluminación.

una tos demasiado nadie que insinuara afición involuntaria
a largas fiebres tuteo afectuoso mortero para humillar la plata
Para el autor estas cadenas fragmentarias de sentidos, estas imágenes plagadas de referentes certeros, se convier­ten en una ruta de tránsito para encontrar un elemento perdido en la poesía des­de ha­ce mucho tiempo: el don profético. No son casuales, en un poeta así nada lo es, las referencias textuales: Eliot, Juan de Yepes, los hermanos Lamborghini, Blake y la propia retórica de Bacon, que conviven con las resonancias de cada elemento suelto. Ríos nos prepara para un tiempo sin poesía, un tiempo donde el canto está desdeñado y donde no ha llegado nada que lo supla, donde cada poema es un recomienzo, un reinicio, donde se suman las historia de la poe­sía, la historia del poeta y la imagina­ción que podrá unir, precariamente, los contrarios.

El Zurdo creyó ver en el rumor mostaza
ovillado tras el barandal
                                       un gato
o tal vez ratas
Este Bacon reformulado que necesi­ta un amo para poner en juego su amor por la corporalidad es también sumamen­te culto. Nada más ajeno que lo arbitra­rio en la construcción de las imágenes. Si las llamas del infierno calientan la cabeza, rechazada desde el inicio como el motor de búsqueda del artista, enton­ces el resto del cuerpo puede desprender­se y funcionar con perfecta autono­mía. Tal y como acontece en la pintura de Bacon. Pedazos de carne que se han des­prendido de una función motora o sensorial. Sensualidad del fragmento que no está asignado a ninguna parte reco­nocible de un cuerpo. Estética de los restos, de lo que no se pudo reagrupar en sus partes originales. Esta erotización última, autonómica, de las piezas del cuerpo producen una elegante armonía por contraste: nada hay de Bello en un fragmento corporal cercado por los fluidos que lo componen, sin embargo la suma de piezas incompatibles de un rom­pecabezas de lo humano se antoja gozo­sa y deleitable para las sensibilidades que soporten la visión del desmembra­miento.

El caso de Esquilo: el último poema de esta serie, el número VIII, tiene dentro un sueño que sucede en el oeste de Eleu­sis, en la estación de trenes, donde los durmientes tienen una inscripción (18 de mayo de 1935). Una mujer que se acerca al de la voz asegura que ésa es la fecha en que Esquilo, inventor del dra­ma en tanto inventor del diálogo, luchó en las batallas de Salamis y Artemisium.
Esquilo vivió cinco siglos antes de Cri­s­to y luchó en las batallas de Mara­tón y Salamina. Es conocida la leyenda de que fue condenado a muerte por ha­ber revelado parte de los ritos eleusi­nos al vulgo. Los ritos eleusinos esta­ban asociados al mito de Démeter y su hija Perséfone. Re­presentaban los ciclos de la naturaleza y de ellos dependía la fertilidad de la tie­rra y de las mujeres. Eran codiciados porque se les atribuía grandes poderes como la profecía y la posibilidad de hablar con los muertos. Así como el secreto para des­cender al inframundo. Los iniciados en los ritos eleusinos gozaban de reputación y del temor del resto del pueblo. Se sabe que Esquilo salvó su condena pagando una fuerte cantidad de dinero. Lo im­portan­te aquí es que una de las obras más fa­mo­sas de Bacon está basada en la Ores­tia­da de Esquilo. Un tríptico que re­presenta tres torsos incompletos, des­mem­brados en diferentes posturas y sobre diferentes soportes.
Si el poeta modelo en The colony room es Rimbaud, si estamos buscando en la opacidad la videncia, la profética. Si el proceso es la intención de negar los re­ferentes aun cuando sean claramente ne­cesarios para construir el poema. Si esto es cierto, entonces, la segunda parte, Mi nombre de guerra es Albión, traiciona de cabo a rabo estas premisas. Desde la es­pacialidad (el lugar que ocupa el texto en la página) guiña más provechosamente a Mallarmé (el poeta modelo de la posmodernidad), a los concretos brasileños y todos aquellos que consideran la pro­sodia un límite inútil como todos los lí­mites. No creo en un poeta experimental que no viva experimentalmente, anun­ció Roberto Piva. Y Mi nombre de gue­rra es Albión inaugura la indagación en un lenguaje políticamente incorrecto, usa­do como estilete que desvela una gran cantidad de vicios alrededor de la escri­tura de poesía. El capital simbólico, re­gularmente acumulado con mesura, es aquí dilapidado con singular alegría y el poeta se permite excesos verbales que están demasiado claros.

como soy un gran artista pido los mayores decibeles

*

amárrame las manos
impide que aniquile
el odio y el riñón del francés
el feto que enterramos bajo un árbol

*

... somos un clan tóxico faunos elásticos alrededor de tu vestido la propaganda que silba un fumigador aficionado al megalítico

La silueta que dibuja esta segunda parte añade razones para lo evidente: el lenguaje sigue siendo crítica. Crítica de las prácticas sociales, en tanto que cons­truye por medio del poema un aparte don­de la validez no está dada sino por los valores de lo estético. Una crítica a la dis­persión moral y a la corrección po­lítica porque el poema inaugura con su­ma simplicidad el terreno de lo amoral y de lo comunitario excluido. Frente a las prácticas del privilegio artístico el poe­ma re­clama para sí el título de gran se­ñor. No son los poetas los privilegiados, sino los lectores que están frente a un aconteci­miento estético. El poema es una bomba de tiempo que moviliza al lector de su posición inicial. Un salto al vacío con la seguridad de que en la caída crecen las alas diminutas que postergarán la muer­te o la harán propia, individual, mía. Eso, en tiempos de la alieanción masiva, es más de lo que podemos espe­rar del arte.