Víctor Armando Cruz Chávez
(Fragmento)
¡Tengan piedad, tengan piedad de mí
al menos ustedes, mis amigos!
Yazgo en mazmorra, no en alguna fiesta,
en este exilio al que fui mandado
por mi desgracia, porque Dios lo quiso.
Chicas, amantes, jóvenes, recién llegados,
acróbatas, saltimbanquis, bailarines,
rápidos como dardos, como aguijones agudos,
gargantas sonando claras como cascabeles.
¿Lo dejarán aquí, al pobre Villon?
François Villon, Epístola a mis amigos
Yo soy François, aunque me pese,
nacido en París, cerca de Pontoise;
y de una soga de dos metros
sabrá mi cuello lo que mi culo pesa.
François Villon, Cuarteto
Sé que es un motivo de misterio para ti, joven Giuseppe, el hecho de que mi dormitorio siempre permanezca a oscuras, y que esta ventanita que asoma a la ciudad de Orléans nunca se abra. La última vez que se abrió fue cuando viniste a decirme que el invierno estaba concluyendo y que afuera el sol iluminaba los juegos de las palomas y los niños. Esa vez te dije, ¿recuerdas?, que jamás me asomaría por ahí, porque justo enfrente está la plaza Pierrefort. Me miraste perplejo cuando me negué a arrastrar mis pies hasta la ventana y darle la bienvenida a las tempranas señales de la primavera. Lo sabes bien, sólo me limito a abrir apenas la puerta para que una tenue rodaja de luz me permita ver por donde camino, pero por nada abriría esa ventana.
Me he resignado a este convenio con la soledad. Y sólo tú, mi joven seminarista, vienes a visitarme de tarde en tarde, porque quizá te gusta recorrer conmigo esas encrucijadas que son mis recuerdos. Pero creo que es tiempo de que escuches una parte esencial de lo que ha sido mi vida. No te hablaré más de cuando, cansado y sin más caminos que andar, llegué a solicitar el puesto de conserje en este monasterio de Saint Paul, en 1488. Tampoco te referiré lo que ya sabes: mi sumisión a las rutinas de estos frailes y mi ya larga estancia entre patios y claustros. Tampoco repetiré que, al verme ya viejo, me han recluido en esta habitación de la planta baja. No me ha quedado más que aceptar este retiro que me ha impuesto el nuevo capellán. Ya no me permiten barrer el gran patio ni llevar el sahumerio al sacerdote durante las misas. Se han dado cuenta de que en realidad el universo ya pesa demasiado en mis espaldas.
Sabes que me negué a aceptar esta habitación, pero fueron vanos mis ruegos. Todos se preguntaban el porqué de mi protesta a trasladarme aquí. Pero sólo a ti te lo diré y debes prepararte para ello. Un día lejano llegarán a ti otras almas atormentadas para volcar en tu oído sus purgatorios e infiernos. Por eso escucha mi historia a manera de un adiestramiento para tu espíritu, y, aunque falta mucho para que te conviertas en un sacerdote de verdad, es necesario que descubras quién es en realidad tu amigo Alphonse, el conserje.
Nací cerca de París, en 1431, el mismo año en el que los ingleses quemaron, en Ruán, a Juana de Arco, la buena lorenesa. Fui bautizado con el nombre de François de Montcorbier. Pero me impuse después el de François Villon, en gratitud al hombre que patrocinó mis estudios. Fui amante del vino. Fui peregrino sin rumbo, un gran solitario a veces y un camarada de célebres coquillards. Fui un desterrado y un paria. Fui poeta, ladrón y asesino.
Este hombre que te habla se graduó como doctor en artes, en la Sorbona, la cual pisé por última vez en 1452. Ahí ejercí con deleite el arte de la impugnación. Más de un profesor fue humillado por mí en los anfiteatros, y más de uno trató, sin éxito, de conseguir que me echaran. Era yo el gran socarrón, el impetuoso, amado por veinte mujeres pero ignorado por la única que yo amaba: Catalina de Vaucelles, hija de nobles.
Inútiles eran los dardos de letras que yo disparaba para ella. Vanas mis pretensiones ante esa mujer deslumbrante como un glaciar de los Pirineos. Quizá no debería decir que mi amor hacia ella me orilló a cometer mi primer crimen, pero así fue. En 1455 me hice amigo de su confesor, el capellán Fouché. Lo sobornaba cada semana con algunas monedas. Era un viejo avaro que se inmiscuía en la vida cortesana y que disfrutaba de la rutina pletórica de banquetes y vino a raudales. Mi única petición consistía en que el capellán le hiciera llegar cada semana mis atormentadas cartas a Catalina. Por largo tiempo, puntualmente cada siete días, deposité en sus manos tres lustrosas monedas y el papel dolorido de mis garrapateos amorosos. Y él me decía de lo mucho que impresionaban a Catalina mis líneas. Los sábados por la mañana iba yo a su capilla a escuchar las nuevas que tenía para mí. Me animaba a escribir más, a despachar loas a mi amada, quien, según sus palabras, no tardaría en caer rendida a mis pies. Llegó a decir, incluso, que de un momento a otro ella pediría verme.
Y yo era feliz. Y aunque no tenía oportunidad de observarla más que de lejos cuando paseaba en su carruaje acompañada de su anciana madre, yo sentía que el mundo vibraba de dicha alrededor. Hasta que una tarde, en una taberna de Saint Germain, me encontré al mozo del capellán Fouché. Me preguntó si yo era el loco de las cartas a Catalina de Vaucelles. Dijo que Fouché era un mentecato que le debía dos meses de sueldo y que, además, era un timador. Agregó que él mismo, por órdenes de su amo, se había encargado de tirar a la basura varias de mis cartas, y que, por comentarios mordaces del capellán, se había enterado de que la noble Catalina lo ignoraba todo sobre mi correspondencia.
En ese instante bebí una jarra completa de vino y me dirigí, raudo y colérico, a casa de Fouché. Lo encontré cerca del mercado de pieles, a una cuadra de la capilla. Cuando me vio venir mostró su pomposa sonrisa y me preguntó si tenía ya un nuevo poema para mi amada. Le respondí encajándole una daga en el corazón.
Estuve escondido unos meses en la aldea de Maire, cerca de París. Aprendí el oficio de carnicero y me acostumbré pronto al hedor de los puercos. Un año después estaba yo de vuelta en la ciudad, con un nombre falso. No acudí a ninguno de mis conocidos porque seguramente la prefectura aún me estaba buscando por la muerte de Fouché y no quise exponerme a una delación.
En esos días la miseria era atronadora y decidí escapar de ella a toda costa. Desde mis tiempos en la universidad sabía de las excelentes limosnas que los estudiantes nobles depositaban en la capilla del colegio de Navarra, en París. Un domingo, después de misa, ingresé al curato. No había nadie. Era una sala semi oscura y fría, llena de santos corroídos por la polilla. Sobre una mesa estaba el recipiente de las limosnas. Me apresuré a vaciar el contenido en un bolso de cuero. Pero, al intentar devolver el depósito metálico a la mesa, éste resbaló de mis manos rebotando escandalosamente. Percibí el aleteo de las palomas en la cúpula. Con cautela me di vuelta pero, al hacerlo, un funcionario del colegio y el sacerdote que había dado la misa estaban parados en la puerta del curato. Mi primer impulso fue correr y tratar de pasar entre ellos. Pude derribar al sacerdote, pero el funcionario me siguió. Salí de la capilla, pero mientras libraba arbustos y hoyancos en la plaza, se unieron al funcionario otros perseguidores. Una caterva de quince o veinte hombres me detuvo y me arrastró hacia la prefectura al grito de “¡Cortemos las manos al sacrílego!”
Estuve en el calabozo por unos diez días, y por fortuna pude librarme de que me reconocieran como el turbulento Villon, el asesino de Fouché; había yo enflaquecido de modo considerable y la barba espesa transformaba mi apariencia. Una noche me notificaron que el obispo de París había dictado para mí la sentencia de destierro, por el intento de robo de quinientas coronas a la capilla del colegio de Navarra. Y aquí inicia el periodo más inquieto, más lóbrego, pero el más feliz de mi vida.
Después de que fui sacado por las puertas de París, bajo la monserga de los ciudadanos, y bajo la lluvia de proyectiles vegetales, enfile por el rumbo de Orléans para perderme entre los caminos. Muchas veces pernocté a la intemperie, acompañado de las estrellas y los ruidos salvajes de la naturaleza. Caminaba durante el día, alimentándome de las viñas de la región o mendigando pan en aldeas cuyos nombres no recuerdo.
Un mediodía de verano me aparté del camino y me dirigí hacia las riberas del Loire, con la intención de refrescarme un poco. Me allegué a la sombra de un roble y extendí mi cuerpo sobre el frescor de la hierba. Dormité unos instantes, pero en eso advertí el sonido de un carruaje que venía del sur. No le presté mayor importancia al hecho hasta que, más tarde, se oyeron unos gritos amenazadores. Se escuchó el frenar de los caballos y un confuso parloteo. Me asomé entre la hierba: un hombre amagaba al cochero con una daga. Otros dos bajaban a empujones a los viajantes y les exigían sus pertenencias. Bajaron dos hombres viejos, quienes entregaron lo que traían. Los asaltantes observaron que en la parte posterior del vehículo venían dos pequeños toneles de vino. Obligaron a los dos viejos a que los bajaran. “Aprisa, aprisa”, gritaban los forajidos. Cuando creyeron que habían obtenido suficiente, hicieron subir a los pasajeros y ordenaron al cochero que emprendiera la marcha.
Al avanzar el carruaje, habían quedado sobre el camino los toneles de vino y un cúmulo de objetos. De pronto, entre la hierba del otro extremo de la carretera, emergió una mujer que, con rapidez, recogió lo robado en tanto dos de los asaltantes llevaban sobre sus hombros los toneles, bajando luego por una vereda que se introducía en una quebrada cubierta de arbustos.
Minutos después me fui de ahí. La caminata me llevó a una aldea en la que permanecí algunas horas tratando de conseguir comida. Durante mi estancia me di cuenta que un grupo de guardias hacía un patrullaje por la zona. Juzgué prudente irme de la aldea para no ser interrogado o arrestado. Al anochecer me encontraba en un camino desierto, bajo la oscuridad de la luna nueva. Sentí cansancio y me detuve a la vera del camino. En eso creí percibir algo como un murmullo de voces. Pensé en ánimas en pena. Pero, al prestar más atención, noté que el murmullo venía de una dirección, al extremo derecho. La hierba abundante de esas regiones, aunada a la oscuridad, me impedía observar de qué se trataba. Me incorporé ganado por la curiosidad y me adentré en la sinuosidad de una pendiente. Más allá de unos árboles pude distinguir una hoguera. Cada vez más nítidamente, entre la maleza, se perfilaban cuatro o cinco siluetas. Aunque era algo temerario presentarme ante desconocidos en la más completa soledad de la campiña, el hambre pudo más y me acerqué.
Al percibir mis pasos sobre la hojarasca, unos hombres se incorporaron rápidamente y desenfundaron sus dagas. Una sombra se escabulló más allá en la oscuridad. Dos de ellos se acercaron a sujetarme. Con un cuchillo en el cuello tuve que decir quién era yo y qué hacía en estas lejanías. Expliqué mi destierro y dije que, al ver a un piquete de guardias merodear por una aldea cercana, me había tenido que volcar otra vez al camino. Agregué que tenía hambre.
Uno de los hombres fue a indagar si alguien más venía tras de mí. Al comprobar que venía solo, me dijeron que podía quedarme un rato y que me compartirían un poco de pan y tocino. Con cierto temor me senté junto a la fogata. Los otros fueron retomando su charla, sin dejar de mirarme de soslayo. Luego de un rato, una mujer apareció. Inferí que se trataba de la sombra que había huido a mi llegada.
Mientras yo comía, las llamas de la fogata iluminaban alegremente los rostros de los presentes. Supe así que este grupo era el de los asaltantes que había visto por la mañana. Los observé a cada uno: la rudeza de sus miradas y la pobreza de sus vestidos. Eran coquillards, gente al margen de la ley —como yo—, vagabundos y truhanes. La mujer sonreía ante la manera desesperada con que yo acometía un gran trozo de pan con tocino; algo excepcional irradiaba de su rostro, al cual cubrían casi siempre las matas de cabello. Me acercó un vaso de vino, que ingresó a mi garganta en un torrente paradisíaco.
El vino nos hizo abrir la boca. El más sereno de todos, uno muy bajito, dijo con frialdad que eran ladrones y que no solían consentir a extraños. Argüí que yo también era ladrón, pero que me faltaba mucho para mejorar mis técnicas. Les conté lo de la capilla del colegio de Navarra, y de cómo me llovieron las verduras cuando un piquete de guardias me conducía a las puertas de París para echarme al destierro. Más tarde recité unas sátiras en contra del obispo de esa ciudad y todos rieron a carcajada suelta. Algún otro refirió anécdotas delictivas y los minutos fueros pasando bajo una deliciosa marrullería.
Ésa fue la noche en que conocí a los camaradas con los que vagué por el norte de Francia por casi un año. No tuve problemas en adaptarme a esa vida errante en la que ejercimos el crimen en la soledad de los caminos. Pronto me convertí en parte de esa ralea marginal cuyo único objetivo era mantener a raya el hambre y saciar la sed gracias a las forzosas donaciones de los viajeros. Los nombres de mis cofrades eran Regnier de Montigny, Guy Tabarie y Colin Cayeux. La mujer se llamaba Dominique, hermana menor de Regnier.
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jueves, 19 de marzo de 2009
La fiesta de los coquillards
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Víctor Armando Cruz Chávez
viernes, 3 de octubre de 2008
Milán, 1962
Héctor Manjarrez
(Fragmentos)
Cuando dejé de caminar bajo ese cielo inaudito, azul como de cuadro de Rafael –el cielo de la región más transparente del aire–, y subí la escalera de metal resonante del aeroplano de Air France, y caminé por aquel espacio reducido y repetitivo de clase turista, me supe la persona más libre del planeta. Me imaginaba que nunca ningún adolescente había volado solo hacia su destino como yo. Pensé que pronto, bastante pronto —antes incluso de lo que me imaginaba—, sería más galán que Alain Delon y más inteligente que Jean-Paul Sartre y más angustiado y enigmático que Albert Camus.
Tarde o temprano, debía vivir en París, la capital del mundo. En este vuelo sólo iba a tocar la Ciudad Luz como escala, porque antes de radicar allí era preciso ir a otros lugares también desconocidos para mí, como Milán, Siena, Florencia, Viterbo, Roma, Pisa, Venecia y Belgrado, ciudades que gustosamente condescendía yo a visitar y disfrutar antes de recalar finalmente en la capital que había desterrado a Voltaire y Víctor Hugo, y aun así seguía siendo sublime y bella, tan bella como todas sus mujeres bellas, decían los cursis. Hoy en día, París es una ciudad deslumbrante, ¿la más deslumbrante de todas?, pero ya sin el imán espiritual —y material, y sexual— que dimanaba en el XVIII, el XIX y la mitad del XX. En los sesenta del siglo pasado, los nativos se lamentaban y se jactaban —al mismo tiempo— de experimentar una décheance o decadencia lamentable, mientras miles de fuereños acudíamos en parvadas a iluminar nuestras mentes y almas con su luz cenicienta, misteriosa, callejonesca, pluviosa.
En 1968, con los célebres “acontecimientos de mayo”, esa ciudad llena de prodigios llevó a cabo tal vez su último gran espectáculo, su última gran representación simbólica: los estudiantes levantaron los adoquines no sólo para arrojárselos a la policía que tildaban de fascista (¡CRS: SS!, gritaban contra los antimotines) sino también para así descubrir “la playa” del deseo y la imaginación que yacían debajo de la capa de siglos y siglos de represión y urbanismo y buenas maneras. ¡Prohibido prohibir!, exigían esos conmovidos jóvenes en aquella ciudad donde los muros invariablemente prohibían mear, tirar basura, pegar anuncios (Interdit de, Défense de) y además identificaban la fecha de la ley en que se basaba la veda en cuestión (Loi du 14 juillet, digamos). Aparentemente, los parisinos eran las únicas personas del planeta que no sabían que no se debía tirar basura, chorrear meados o pegar anuncios más que en los sitios convenidos por la lógica, el sentido común y la sanidad.
El 68 fue la última gran juerga revoltosa o performance callejero multitudinario de la ciudad que escandalizaba y excitaba al mundo desde hacía dos siglos, desde Luis XIV, desde Montesquieu y Rousseau y Voltaire, desde Danton y Marat y Robespierre, desde Napoleón, desde Balzac y Víctor Hugo y Baudelaire, desde la Comuna, desde los salones de los Impresionistas, desde Montparnasse y Picasso y el surrealismo.
[...]
Me he dejado llevar por el futuro. Al tomar mi asiento en un avión de cuatro motores de hélice e intentar ponerme el cinturón antes de que nadie me lo ordenara, todavía era diciembre de 1962 y yo procuraba que nadie se percatara de que aquélla era la primera vez que me subía en un avión. Los Beatles aún no eran los músicos más famosos de la historia y yo tenía 17 años y estaba tan nervioso que la dama francesa a mi izquierda se hizo seguramente el noble propósito de mostrarme que los europeos (y los franceses en particular) eran seres humanos como los demás, e incluso agradables. (Digo “dama” porque en esa época se consideraba que después de los 30 años las mujeres estaban casadas —excepto De Beauvoir— y por ende se les debía tratar como damas.)
Dama o no, la mujer a mi lado era un ente en principio sospechoso. Todos los europeos lo eran entonces, a ojos mexicanos. Sabíamos de ellos muy poco, casi nada: que hacían películas difíciles en blanco y negro; que vestían a sus niños con pantalones cortos; que comían unos bolillos larguísimos llamados baguettes; que algunos tenían por soberanos unos reyecitos y reinezuelas de una comicidad casi irresistible; y, sobre todo, que no eran limpios, al grado de que habían inventado el perfume y el agua de colonia para disimular sus vapores.
Los turistas que se aventuraban por la extraña Europa en esos años —cuando el barco era aún el transporte trasatlántico por excelencia— relataban a su regreso aterradoras historias de cuartos de hotel ¡sin escusado ni regadera!, sólo un lavabo a menudo oxidado. Según ellos, el agua en Europa sabía muy raro y la gente se bañaba, cuando se llegaba a bañar, con una especie de teléfono incomodísimo que hubiera sido mucho más apto para asear a un bebé o un perro. En cuanto al bidet, se trataba —como ya había dicho no sé qué inglesa— de un instrumento satánico, mientras que los coches eran tan chiquitos que era difícil entender cómo entraban y salían ciertas italianas.
Por añadidura, los mexicanos compadecíamos a los europeos no sólo por ser anticuados, antihigiénicos y además solemnes, sino también salvajes que se masacraban irremisible y despiadadamente cada pocas décadas, por lo que terminaban necesitando que los siempre virtuosos usamericanos desembarcaran para rescatarlos de sí mismos. Por culpa de los europeos, los gringos se habían acostumbrado a salvar el mundo. Habían empezado en México en el XIX, es cierto, y se habían seguido con Cuba y Filipinas, pero fueron ellos, los nobles y civilizados pueblos de Europa, los que les dieron a los gringos el gusto por la sangre ajena que lava los pecados del mundo.
Por otra parte, los mexicanos sabíamos reconocer que, a diferencia de los habitantes del continente americano, los europeos sabían usar muchos cubiertos, usaban copas de cristal en vez de vasos de vidrio barato o jícaras de barro, y pintaban y escribían y componían muy bien. (Por cierto, la mayoría de los latinoamericanos de la época veían a España y Portugal tan secuestrados por sus sanguinarias dictaduras y las horrendas costumbres que encima nos habían legado, que no los consideraban como países europeos. Se citaba mucho, con gusto y con rabia, a Voltaire: “África comienza en los Pirineos”.)
El viaje a París, pasando por Nueva York-Idlewild y una tormenta de nieve que se estrellaba contra los ventanales del aeropuerto como una película de los noventa, fue desde luego muy largo, pero aprendí de la dama a mi izquierda que uno no debía meter el cuchillo entre los dientes del tenedor al cesar de usarlo, ni dejar la servilleta hecha bola. (Mi familia no había logrado inculcarme esas bobas reglas, que ahora entendí que provenían de la sabiduría de una gran civilización.) Como yo no hablaba francés y la dama no parlaba ni español ni inglés, nuestros intercambios verbales fueron pocos y de lo más amables. Más temprano que tarde, le di a entender que mi cantante favorito era Jacques Brel, a lo que ella no comentó que le extrañaba, vista mi supina ignorancia del francés. Fuere como fuere, en París-Orly nos despedimos muy cortésmente; me parecía que yo era un adolescente muy mundano, francamente. Para cuando me enfrenté al primer agente de migración de mi vida, ya sabía yo mimetizar los gestos esenciales de la cortesía francesa —que es una courtoisie muy especial— y el tipo me dio la bienvenida a Europa como si yo fuera el hijo del noble Axayácatl, me pareció.
Empezaba ya mi vida en Europa, lejos del rancho, de la madre, de la hermana, de las abuelas, de las tías, de los amigos, de las tortillas, de los frijoles, del chile, del quesillo de Oaxaca, de los tacos, de las tortas, de los sopes, de las chalupas, de las gorditas, de los pambazos, de las carnitas, de la barbacoa, de los chiles en nogada, del arroz verde, del guacamole, del xoconoztle, de los nopalitos, de los diversos moles, del manchamanteles, de los dulces de Celaya, del chocolatito y los tamales y el pan dulce, de los volcanes, de los azulísimos cielos del Anáhuac, de las rejas y los leones de Chapultepé... No pegué un ¡yajajay! de júbilo porque entendía que los franceses —con lo apretados que eran entonces— podrían devolverme a mi país de origen. ¡Tenía sólo 17 años y el porvenir empezaba con caras nuevas, voces nuevas y (pronto) calles nuevas! ¡Había atravesado la Cortina de Nopal, como después la llamaría José Luis Cuevas! Si no fuera por mi noble altivez azteca —hubiera dicho Rubén Darío, padre de la poesía moderna—, habría besado y consagrado el brillante suelo de Orly.
¡Había descubierto Europa!, que por cierto era bastante más modernosa de lo que yo me había imaginado. Sin embargo... su modernidad me parecía un poco demasiado forzada, impostada, gimmicky, un poco demasiado de diseño (o design, como dirían ellos), un poco fantoche como diríamos nosotros. No parecía obedecer a una necesidad, sino a caprichos.
(Fragmentos)
Cuando dejé de caminar bajo ese cielo inaudito, azul como de cuadro de Rafael –el cielo de la región más transparente del aire–, y subí la escalera de metal resonante del aeroplano de Air France, y caminé por aquel espacio reducido y repetitivo de clase turista, me supe la persona más libre del planeta. Me imaginaba que nunca ningún adolescente había volado solo hacia su destino como yo. Pensé que pronto, bastante pronto —antes incluso de lo que me imaginaba—, sería más galán que Alain Delon y más inteligente que Jean-Paul Sartre y más angustiado y enigmático que Albert Camus.
Tarde o temprano, debía vivir en París, la capital del mundo. En este vuelo sólo iba a tocar la Ciudad Luz como escala, porque antes de radicar allí era preciso ir a otros lugares también desconocidos para mí, como Milán, Siena, Florencia, Viterbo, Roma, Pisa, Venecia y Belgrado, ciudades que gustosamente condescendía yo a visitar y disfrutar antes de recalar finalmente en la capital que había desterrado a Voltaire y Víctor Hugo, y aun así seguía siendo sublime y bella, tan bella como todas sus mujeres bellas, decían los cursis. Hoy en día, París es una ciudad deslumbrante, ¿la más deslumbrante de todas?, pero ya sin el imán espiritual —y material, y sexual— que dimanaba en el XVIII, el XIX y la mitad del XX. En los sesenta del siglo pasado, los nativos se lamentaban y se jactaban —al mismo tiempo— de experimentar una décheance o decadencia lamentable, mientras miles de fuereños acudíamos en parvadas a iluminar nuestras mentes y almas con su luz cenicienta, misteriosa, callejonesca, pluviosa.
En 1968, con los célebres “acontecimientos de mayo”, esa ciudad llena de prodigios llevó a cabo tal vez su último gran espectáculo, su última gran representación simbólica: los estudiantes levantaron los adoquines no sólo para arrojárselos a la policía que tildaban de fascista (¡CRS: SS!, gritaban contra los antimotines) sino también para así descubrir “la playa” del deseo y la imaginación que yacían debajo de la capa de siglos y siglos de represión y urbanismo y buenas maneras. ¡Prohibido prohibir!, exigían esos conmovidos jóvenes en aquella ciudad donde los muros invariablemente prohibían mear, tirar basura, pegar anuncios (Interdit de, Défense de) y además identificaban la fecha de la ley en que se basaba la veda en cuestión (Loi du 14 juillet, digamos). Aparentemente, los parisinos eran las únicas personas del planeta que no sabían que no se debía tirar basura, chorrear meados o pegar anuncios más que en los sitios convenidos por la lógica, el sentido común y la sanidad.
El 68 fue la última gran juerga revoltosa o performance callejero multitudinario de la ciudad que escandalizaba y excitaba al mundo desde hacía dos siglos, desde Luis XIV, desde Montesquieu y Rousseau y Voltaire, desde Danton y Marat y Robespierre, desde Napoleón, desde Balzac y Víctor Hugo y Baudelaire, desde la Comuna, desde los salones de los Impresionistas, desde Montparnasse y Picasso y el surrealismo.
[...]
Me he dejado llevar por el futuro. Al tomar mi asiento en un avión de cuatro motores de hélice e intentar ponerme el cinturón antes de que nadie me lo ordenara, todavía era diciembre de 1962 y yo procuraba que nadie se percatara de que aquélla era la primera vez que me subía en un avión. Los Beatles aún no eran los músicos más famosos de la historia y yo tenía 17 años y estaba tan nervioso que la dama francesa a mi izquierda se hizo seguramente el noble propósito de mostrarme que los europeos (y los franceses en particular) eran seres humanos como los demás, e incluso agradables. (Digo “dama” porque en esa época se consideraba que después de los 30 años las mujeres estaban casadas —excepto De Beauvoir— y por ende se les debía tratar como damas.)
Dama o no, la mujer a mi lado era un ente en principio sospechoso. Todos los europeos lo eran entonces, a ojos mexicanos. Sabíamos de ellos muy poco, casi nada: que hacían películas difíciles en blanco y negro; que vestían a sus niños con pantalones cortos; que comían unos bolillos larguísimos llamados baguettes; que algunos tenían por soberanos unos reyecitos y reinezuelas de una comicidad casi irresistible; y, sobre todo, que no eran limpios, al grado de que habían inventado el perfume y el agua de colonia para disimular sus vapores.
Los turistas que se aventuraban por la extraña Europa en esos años —cuando el barco era aún el transporte trasatlántico por excelencia— relataban a su regreso aterradoras historias de cuartos de hotel ¡sin escusado ni regadera!, sólo un lavabo a menudo oxidado. Según ellos, el agua en Europa sabía muy raro y la gente se bañaba, cuando se llegaba a bañar, con una especie de teléfono incomodísimo que hubiera sido mucho más apto para asear a un bebé o un perro. En cuanto al bidet, se trataba —como ya había dicho no sé qué inglesa— de un instrumento satánico, mientras que los coches eran tan chiquitos que era difícil entender cómo entraban y salían ciertas italianas.
Por añadidura, los mexicanos compadecíamos a los europeos no sólo por ser anticuados, antihigiénicos y además solemnes, sino también salvajes que se masacraban irremisible y despiadadamente cada pocas décadas, por lo que terminaban necesitando que los siempre virtuosos usamericanos desembarcaran para rescatarlos de sí mismos. Por culpa de los europeos, los gringos se habían acostumbrado a salvar el mundo. Habían empezado en México en el XIX, es cierto, y se habían seguido con Cuba y Filipinas, pero fueron ellos, los nobles y civilizados pueblos de Europa, los que les dieron a los gringos el gusto por la sangre ajena que lava los pecados del mundo.
Por otra parte, los mexicanos sabíamos reconocer que, a diferencia de los habitantes del continente americano, los europeos sabían usar muchos cubiertos, usaban copas de cristal en vez de vasos de vidrio barato o jícaras de barro, y pintaban y escribían y componían muy bien. (Por cierto, la mayoría de los latinoamericanos de la época veían a España y Portugal tan secuestrados por sus sanguinarias dictaduras y las horrendas costumbres que encima nos habían legado, que no los consideraban como países europeos. Se citaba mucho, con gusto y con rabia, a Voltaire: “África comienza en los Pirineos”.)
El viaje a París, pasando por Nueva York-Idlewild y una tormenta de nieve que se estrellaba contra los ventanales del aeropuerto como una película de los noventa, fue desde luego muy largo, pero aprendí de la dama a mi izquierda que uno no debía meter el cuchillo entre los dientes del tenedor al cesar de usarlo, ni dejar la servilleta hecha bola. (Mi familia no había logrado inculcarme esas bobas reglas, que ahora entendí que provenían de la sabiduría de una gran civilización.) Como yo no hablaba francés y la dama no parlaba ni español ni inglés, nuestros intercambios verbales fueron pocos y de lo más amables. Más temprano que tarde, le di a entender que mi cantante favorito era Jacques Brel, a lo que ella no comentó que le extrañaba, vista mi supina ignorancia del francés. Fuere como fuere, en París-Orly nos despedimos muy cortésmente; me parecía que yo era un adolescente muy mundano, francamente. Para cuando me enfrenté al primer agente de migración de mi vida, ya sabía yo mimetizar los gestos esenciales de la cortesía francesa —que es una courtoisie muy especial— y el tipo me dio la bienvenida a Europa como si yo fuera el hijo del noble Axayácatl, me pareció.
Empezaba ya mi vida en Europa, lejos del rancho, de la madre, de la hermana, de las abuelas, de las tías, de los amigos, de las tortillas, de los frijoles, del chile, del quesillo de Oaxaca, de los tacos, de las tortas, de los sopes, de las chalupas, de las gorditas, de los pambazos, de las carnitas, de la barbacoa, de los chiles en nogada, del arroz verde, del guacamole, del xoconoztle, de los nopalitos, de los diversos moles, del manchamanteles, de los dulces de Celaya, del chocolatito y los tamales y el pan dulce, de los volcanes, de los azulísimos cielos del Anáhuac, de las rejas y los leones de Chapultepé... No pegué un ¡yajajay! de júbilo porque entendía que los franceses —con lo apretados que eran entonces— podrían devolverme a mi país de origen. ¡Tenía sólo 17 años y el porvenir empezaba con caras nuevas, voces nuevas y (pronto) calles nuevas! ¡Había atravesado la Cortina de Nopal, como después la llamaría José Luis Cuevas! Si no fuera por mi noble altivez azteca —hubiera dicho Rubén Darío, padre de la poesía moderna—, habría besado y consagrado el brillante suelo de Orly.
¡Había descubierto Europa!, que por cierto era bastante más modernosa de lo que yo me había imaginado. Sin embargo... su modernidad me parecía un poco demasiado forzada, impostada, gimmicky, un poco demasiado de diseño (o design, como dirían ellos), un poco fantoche como diríamos nosotros. No parecía obedecer a una necesidad, sino a caprichos.
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