martes, 15 de febrero de 2011

Sí o no

Javier Caravantes
El deseo siempre oscila entre el sí o el no
Julio Hubard

Preferí estar con Pame. Era tradición que el 15 de septiembre mis amigos y yo nos pusiéramos una peda brutal, viendo los fuegos artificiales desde la terraza en la residencia de mis abuelos. La rompí, preferí ir con Pame. Mi pa­dre ordenó que yo estuviera, junto a mis hermanos y mi madre en el Ayun­tamiento, para la recepción que daría el gobernador después del grito. No quise. Preferí manejar mi Z3 con Pame al lado, escuchando “Don’t stop”, mientras seguía la camioneta de su madre hasta ese pueblo: Xoxtla. Casi no ha­blamos. Ni estábamos enojados, ni era porque no tuviera algo que decirle; tampoco me molestó que una de sus primitas quisiera venir con nosotros en el coche. No. Ver a Pame sentada, de perfil, cantando o mirando el hori­zonte era perfecto y, como desde siempre he sido malo para hablar, no quise arruinar el momento. Apenas me confor­maba con que ella me tocara la pier­na o acercara la punta de sus labios hasta mis oídos. Con eso bastaba para mandar a la chingada lo demás y seguir manejando.
—Está vieja la carretera —dijo.
—Sí, y tu mamá es buena para caer en los baches; bien que les atina —le contesté.
Pame se rió, le preguntó a su primita si estaba cómoda. Se animó a poner otra canción y me advirtió:
—Xoxtla es el pueblo más feo que he visto en mi vida.
—En el periódico leí al­go del lugar, no me acuerdo qué.
—Seguro, problemas.
Pensé en los preparativos que mis amigos estarían ha­cien­do pa­ra la borrachera: deci­diendo qué to­mar, a qué hora llegar, en qué antro terminar­la. Pame, justo en ese ins­tante, me dio un beso en la boca que se fue resbalando suave por mi me­jilla hasta llegar al cuello. Esa sensación me hizo dejar de ex­tra­ñar la rutina y continuar su­miendo el acelerador. Su primita preguntó:
—¿A qué saben los besos?
La iglesia parecía una bodega que ni si quiera estaba pintada. Así de horrible era Xoxtla. Fue difícil encontrar estacionamiento. Tuve que dejar a Pame y a su primita en el zócalo, junto a su madre, Leonor, que ya había encontrado donde dejar su camioneta. Yo le daba vuelta a la manzana para buscar lugar, mi teléfono sonó. No contesté al ver el nombre de uno de mis amigos escrito en la pantalla. Para qué escuchar los reclamos de siempre. Me hacían sentir como un títere que obedecía a cualquiera menos a sí mis­mo. Me fui alejando. Tuve que dejar el coche en un una cancha de futbol cubierta de ese polvo fino que se levanta fácil y que ahora servía como estacionamiento improvisado. Me dio miedo dejar mi Z3 ahí pero no había otra opción.
Pame me llamó al celular, me dijo que me esperaban en las oficinas de la presidencia municipal. La mayoría de las casas era de un solo piso, tan feas que parecían reproducciones a escala de la iglesia. Me puso de malas ca­minar esquivando gente, a vendedores ambulantes, y ver tantos perros calle­jeros que iban hacía el centro, como si ellos también estuvieran invitados a la celebración.
En el zócalo había mucha gente esperando a que un grupo comenzara a tocar. No supe cuál era la presidencia. Tuve que preguntarle a alguien, que me señaló la fachada de una casita tan pequeña como las demás. En la en­trada había dos policías, altos, encapuchados; sujetaban escopetas y tenían el dedo al lado de gatillo; parecían dispuestos a disparar en cualquier mo­mento. Ni siquiera me acerqué. Preferí llamar a Pame, que salió en seguida. Me preguntó por qué había tardado tanto y me jaló hacía adentro. La mirada escrutadora de uno de ellos me hizo detenerme antes de cruzar la puerta. Pame se dio cuenta, le preguntó:
—¿Algún problema?
—No, señorita.
Dirigiéndose a mí, ella dijo:
—Vamos. Mi tío te quiere conocer.
En la planta baja había una sala de espera formada por sillas de plástico. Un escritorio de triplay destartalado era atendido por una mujer gorda que apenas cabía en su silla. Subimos una escalera que no tenía pasamanos y llegamos a una oficina.
—Tío, mira, te presento a mi novio.
Era un tipo alto, muy moreno, flaco; usaba lentes con micas amarillas que le ensombrecían la cara. Me extendió su enorme mano:
—Soy el presidente municipal, Luis Andrade.
En ese momento a Pame le sorprendieron los ojos hinchados y la cara de preocupación que tenía su madre, como si en los minutos en que ella bajó por mí se hubiera hablado de algo grave. Pame le preguntó:
—¿Qué pasa, ma?
—Nada… Mira —dijo Leonor dirigiéndose a su hermano, cambiando el tema de conversación—, este muchacho es hijo del empresario Germán Olid.
Mi suegra comenzó a enumerar las virtudes de la familia Olid, hasta que irrumpió la esposa del presidente municipal. Antes de saludar, se dirigió a su esposo, alarmada:
—¿Ha pasado algo?
Luis Andrade le contestó intentando sonar tranquilo:
—Todo bien. Mira, aquí esta Pame. Trajo a su novio.
Fue hasta ese momento en que la señora se dio cuenta de las demás personas que estábamos ahí y, apenada, saludó a su cuñada Leonor, a Pame, a la sobrinita que estaba entretenida mirando la ventana y a mí. De nuevo comenzaron a hablar de los Olid, a preguntarme por ellos: una enorme sombra siguiéndome a todas partes. Me sentí incómodo, le pedí a Pame que bajá­ramos a la plaza. Ella les avisó.
Leonor dijo:
—No, mejor quédense aquí.
—¿Por?
Luis Andrade interrumpió:
—Está bien, Leonor, déjalos que bajen.
Había aumentado el número de policías. Ya eran cinco resguardando la puerta. También la gente en la plaza, que con fuertes silbidos reprobaba la tardanza del grupo musical. Seis hombres distraídos, como si no escu­charan nada, seguían afinando sus instrumentos.
—¿Qué se traen allá arriba? Andan raros —le pregunté a Pame.
—Te digo que mi tío tiene muchos problemas —contestó.
—¿Como de qué?
—Política, ya sabes… ¿Quieres comer algo? Mira, hay tostadas, chalupas, pambazos.
El aceite recalentado hervía sobre alguna masa hasta freírla.
—No se me antoja nada pero tengo un montón de hambre.
—¿No que te gustaba esta comida?
—Sí, pero la que hace la cocinera de mi abuela.
Pame hizo un gesto en la boca, como si estuviera apenada por la gente pobre que estaba comiendo, como si fuera su culpa. Me le abalancé a los labios intentando borrárselo. Nos decidimos por tostadas. El celular de nue­vo sonó; era mi madre. Me sentí seguro al apretar la tecla del desvío de llamada y al apagar el aparato. Pame, a mi lado, no dejaba de sonreír y yo de besarla.
El grupo se puso de acuerdo. Tenía la esperanza de que fuera una banda norteña pero no: cumbias, de ésas pasadas de moda. Cuando por las bocinas salió una voz que cantaba “no te metas con mi cu-cu” y justo por la comida grasosa me dolió el estómago, Pame me dio el mejor beso del día.
Me quedé callado, viéndola y pensando en la enorme terraza de los abuelos, en el verdadero palacio de gobierno. De nuevo la preferí. Morderle suave los labios en lugar de ver al horrible grupo de cumbias. Rodear con mis brazos su estrecha cintura en lugar de contestar el teléfono. Preferí a Pa­me antes que cualquier otra cosa.
—Creo que tu familia no va a bajar —le dije.
—En un rato será la corona­ción de la princesa de las fiestas patrias, después el grito y ahí es cuando van a bajar. Mi primita se ha de estar dando una aburrida horrible, vamos por ella —me respondió. El presidente municipal estaba hablando por teléfono, su esposa y Leonor estaban en otro cuarto, mirando en la tele la transmisión nacional del Grito de Independencia. La niña se puso contenta de que la lleváramos. De nuevo Leonor nos advirtió:
—Tengan cuidado.
Los policías seguían alertas, custodiando la entrada. Dije:
—Oye, Pame, esos cabrones no parecen cualquier pinche gendarme.
—Son la escolta personal de mi tío.
La primita pidió:
—Quiero pintarme una banderita en la cara.

Pasé una hora aburridísimo hasta que comenzó la coronación de la princesa. Fue ridículo. No había una más fea que la otra. Comparar su caras y sus cuerpos con el de Pame me hizo sentir contento. En media hora se decidió el nombre de la nueva dueña de un cetro de plástico con chaquira, luego se anunció al presidente municipal. Luis Andrade ya estaba parado en la en­trada. Caminó seguido por su esposa, por Leonor, y rodeado de los cinco policías. Lo primero fue un gran abucheo, chiflidos, mentadas de madre. Pame me miró un poco preocupada y acercó a su primita, que estaba a unos pasos de nosotros. Los policías iban aventando a la gente que se acercaba demasiado a la comitiva. Una señora se aproximó lo suficiente para jalar de los pelos a la esposa del presidente. Leonor y un policía ayudaron para za­farla. Pame corrió hasta su madre, yo detrás de ella, cargando a la niña. Entramos al círculo que protegía la escolta. Aunque Andrade gritaba que siguiéramos avanzando, fue imposible llegar a la tarima. Tuvimos que regresar corriendo a la presidencia. Durante el camino, un hombre alcanzó a ja­lar del abrigo a Pame hasta arrebatárselo; yo sentí un madrazo en la nuca. Al vernos entrar, la secretaria se levantó alarmada y salió huyendo. Noso­tros subimos al segundo piso mientras los policías resguardaban la puerta. De inmediato Andrade fue al teléfono y le rogó ayuda a algún político. Una piedra reventó el cristal, por lo que corrimos hacia otra habitación. Dos po­licías subieron solicitando órdenes.
—Si es necesario utilicen las armas pero no los dejen entrar —contestó Andrade.
Leonor estaba aferrada al cuerpo de su hermano, como si sus brazos al­canzaran a defenderla de todas las personas que cada vez gritaban más fuer­te afuera. A su vez, Pame abrazaba a su madre. La esposa gritaba “nacos”, dirigiéndose al cubo de las escaleras. Yo seguía cargando a la niña, cuyas lá­grimas le habían borrado ya la banderita que tenía dibujada en la mejilla.
—Va a pasar por lo menos una hora en lo que llegan refuerzos del otro pueblo. Es mejor que se vayan —resolvió Andrade.
—¿Qué no hay más policías? —le pregunté.
—Esos cinco de afuera son los que quedan.
Leonor, babeando, dijo:
—Yo no te dejo.
Busqué la mirada de Pame, pero ella recargaba su cara contra la espalda de su madre. El todavía presidente dijo:
—Al menos deben irse las niñas y el muchacho Olid.
Pame respondió:
—Me voy a quedar contigo, ma.
Ellos se me quedaron viendo. La niña que cargaba me pesó más. Le estuvieron insistiendo un rato a Pame, que siguió negando con la cabeza, sin abrir los ojos. Leonor, harta, le tiró una cachetada.
Andrade, habló:
—Bueno, mejor… vámonos todos. Hay una forma de salir por la calle de atrás. Lo peligroso es que dejamos los coches muy cerca del centro. La gente se va a dar cuenta.
—Yo dejé mi coche varias cuadras lejos, donde está la cancha de futbol —dije.
Subimos al techo. Desde ahí bajamos por una escalera de caracol hasta un patio en el que había una puertita lateral. La abrimos y salimos a la calle. Correr hasta darle vuelta a la manzana, pasar junto al zócalo. El ruido de la gente. Las piedras que arrojan a los policías. Ellos, nerviosos, apuntan sin dis­parar todavía. Los puestos de comida tirados. El grupo mete los instrumentos rápido a la camioneta. Afuera de la iglesia, las princesas de las fiestas patrias lloran junto a sus familiares. Ya no hay perros callejeros. Cargo a la niña, sigo las sombras de Pame, de Leonor, de Andrade, de su esposa. Siete cuadras y llegamos al campo de futbol. Encontramos mi Z3 destruido, las varillas que deformaron el chasis y dañaron el motor están tiradas al lado del coche. Le­tras blancas sobre el único parabrisas dicen “ratero”. Hay mucho polvo fino levantado, parece que tardará mucho antes de bajar y descansar en el sue­lo. Veo a Pame. Me pregunto sí todavía es tiempo de preferir algo. En ese momento se escuchan los pasos y los gritos de gente que se acerca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

no entendi el fin del cuento... la sociedad harta de sus gobernantes?, mejor irnos con nuestros amigos que con nuestra novia?, Xoxtla esta horrible?, no llevar tu auto a un pueblo? ...