jueves, 2 de diciembre de 2010

Adolescencia

Luis Vicente de Aguinaga

Je parle à mes amis lointains dont l’image trouble
Derrière un rideau de vacarme de cataractes
M’est chère comme un espoir inaccessible
 Sous la cloche d’un scaphandrier
Simplement dans la solitude d’une clairière
César Moro

El sol, traste de bordes oxidados,
gira, si la mañana está de humor,
a setenta y ocho revoluciones
             por minuto.
Tiene grabada una canción por lado
con trompetas de Händel ―irrisorias―
y guitarras endebles de hace un siglo.
Alguna vez fue un dios,
como todas las cosas y las fuerzas,
pero no hay dios que valga en cierta edad
ni redención posible a los catorce,
            quince años.
Y este sol yo lo miro en esos tiempos,
y lo puedo mirar porque no arde.

Siempre adoramos dioses obsoletos.
El dios que veneramos
lo amamos ya vencido,
con fracturas de tibia y peroné
o diademas horribles de princesa ultrajada.
El futbolista de la foto,
              Jürgen Klinsmann,
hace diez años que se corta el pelo
y en otros diez no tendrá pelo.
Bajo el colchón, revistas calcinadas:
esas damas de antaño
suman hoy, cuando menos, cuarenta primaveras
y el doble de visitas al quirófano.

No parece mentira
que pasen veinte o veinticinco años:
parece la más fiel de las verdades,
verdad como el azúcar en un postre
o el polvo en las persianas de la sala…
Con estas moralejas
hay fábulas por miles, por milenios:
más azúcar, más polvo,
más años y mayor la urgencia
de cantarlo sin dicha y con falsete,
mejor ―de ser posible― con traje azul marino
y versos escandidos con metrónomo.

El que suscribe, triste de reír
sin más alternativa,
se declara insoluble
por veinticuatro pulsaciones
          como mínimo,
por lo que duren estos folios
―lado A, lado B―
de vejez achacosa y prematura,
sin otro fin que ahorrar lo suficiente
y reponer el gajo que faltaba
en la epopeya, la oratoria
            patriótica y demás
aficiones del héroe jubilado.
Siempre amamos ―lo dicho― al dios cuando se aleja.

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