miércoles, 18 de junio de 2008

De amor y melancolía

Raúl Dorra
(Fragmento)

Es la noche, es el mes de diciembre. No se indica el lugar donde esta historia va a acontecer, pero sin duda se trata de una localidad ubicada en el hemisferio norte porque la noche es invernal, lóbrega. En una habitación amplia y suntuosa –espesos cortinados color púrpura, paredes y pisos afelpados, chimenea donde las brasas tratan ¿vanamente? de corregir el frío– un hombre sentado sobre un cojín de terciopelo verde comienza a adormecerse, o está dormido ya. El hombre, dotado de la sensibilidad del poeta, ha pasado largas horas leyendo, sobre antiguos folios, historias y leyendas de otra edad; leyendas seguramente tristes, adecuadas a la melancólica disposición de su ánimo. Historias y leyendas que se prolongarían y hasta quizá confundirían en el brumoso pasadizo que conduce hasta ese sueño en el que el hombre lentamente se ha adentrado. La habitación se vacía; su muebles y sus muros se deslizan y comienzan a borrarse cuando se oyen unos golpes en la puerta. Todo ahora se detiene ¿Es en el sueño que escucha, ahora, aquellos golpes o, por el contrario, tales golpes lo arrancan de su sueño en ese instante donde todo es, o debería ser, silencio? Lento, sonambúlico, el hombre no siente molestia ni contrariedad por aquella interrupción: el llamado, ejercido con una suavidad de tal modo noble y tímida, lo ha convencido de que se trata de un distinguido visitante, de un alma delicada a la que el frío y las sombras retrasaron o quizás extraviaron. Decidido a corresponderle con un trato hospitalario, ignora el esfuerzo que le causa el levantarse, alza la voz para pedir al recienvenido que disculpe su tardanza, y se encamina hacia la puerta. Llega, la abre. De par en par abre la puerta pero afuera hay sólo oscuridad, un viento helado. Sus ojos se demoran en el lóbrego abismo de esa noche. Atónito, o quizá todavía sonambúlico, cree oír que la oscuridad le está devolviendo un nombre, un nombre de mujer que, de ello está convencido, sólo los ángeles pronuncian: Leonora. ¿Le ha traído la noche esa estremecedora palabra y aun el estremecido eco de aquella palabra? ¿O se trata sólo del rumor del viento, un invisible agitar de frondas a través del cual sus oídos han imaginado sílabas ya impronunciables, las que, al sucederse, han terminado por formar el nombre de la amada muerta?
Decepcionado, confirmado en su melancolía, el hombre emprende un lento regreso pero ahora, ahora sí, oye golpes contra los ventanales. Son golpes enigmáticos y sin embargo desaliñados, insistentes, innegables: alguien ahí afuera, o algo, quiere entrar. ¿Quién? Decidido a resolver de una vez aquel enigma, el hombre deja francos los batientes y, en efecto, oye ahora un tropel de alas rozando los cristales y ve, enseguida, cómo un cuervo ingresa en el salón irrespetuosamente, sin saludar siquiera, ignorando el desconcierto que causa su presencia. Aquel pájaro surgido de la noche, seguro de sí, impetuoso diríase, se dirige hacia lo alto de la puerta y termina por posarse sobre el blanco busto de Palas. Calva, negra, el ave es a la vez grave y ridícula; sus modales son torvos pero su misma torpeza los vuelve inescrutables, como si se tratara de un remoto habitante de otros tiempos. El hombre imagina que su sombrío vuelo ha comenzado en el reino de Plutón; imagina que desde esa edad lejana ha volado y volado hasta encontrar el salón en el que él se había reclinado sobre el sueño. Examina con desasosegada lentitud el cuerpo escuálido, las alas innoblemente derramadas hasta casi cubrir el venerable busto de la diosa. Tratando de volver a los modales que se usan en circunstancias como ésa, se dirige al visitante y le pregunta por su nombre. Desde el níveo mármol en el que se ha posado, agresivo o displicente, el cuervo le clava los ojos en el pecho como si quisiera hundir ahí su pico. Tras un corto intervalo de silencio, oye la insólita respuesta: “Nevermore”. ¿Así, pues, se llama, el ave? Fúnebre, único, ese extraño nombre motiva que el desconcertado huésped le dirija otra pregunta: una vez que has entrado, dime, ¿me dejarás como lo han hecho tantos otros? El cuervo repite, impertérrito: “Nevermore”. La manera en que ha reproducido esa palabra —la altura de los sonidos, su lentitud, el tormentoso arrastre de las consonantes y la sombría dilatación de la última vocal—, tan rigurosamente idéntica a la que el hombre acaba de entender, lo obliga a deducir que aquel pájaro sólo aprendió a formar tales sonidos, y ahora mecánicamente los repite, y que, mientras lo hace, obedeciendo al propio mecanismo, agacha la cabeza para clavar los ojos en su pecho. Llegado a esa conclusión, supone que ante cualquier otra pregunta descargará la misma respuesta, dirigirá hacia su pecho esa mirada punzante por la que todo habrá de convertirse en un insensato Nuncamás. El cuervo no sabe lo que dice pero los sonidos oscuros que salen de su pico, el arrastre de profundidades tenebrosas que llegan a su alma con aquellos sonidos, producen en el hombre, dotado de la sensibilidad del poeta, un voluptuoso estremecimiento. El hombre siente, flagrante, irresistible, la tortura del espíritu. Por lo tanto, con el fin de aumentar esa tortura, pregunta una vez y otra. ¿Habrá, oh ave sepulcral, alguna pócima capaz de conducirme hasta el reino del olvido? ¿Podré, en otra vida, abrazar nuevamente a la virgen cuyo nombre sólo pronuncian los ángeles? ¿Volverás tú, funesto cuervo, a la noche de donde has salido para que yo, en la soledad de este aposento, ya no escuche la maldita palabra que repites? ¿Apartarás ese pico de mi pecho? Nevermore. Nevermore. Nevermore. Dotado de la sensibilidad del poeta, ese hombre, así, haciendo que la fatal palabra se hunda más y más en sus carnes laceradas, ha conseguido asegurarse de que el dolor, la palidez, la lobreguez de esa noche permanecerán con él eternamente. Que él será para siempre un alma hundida en las voluptuosidades de la melancolía.

*

Muchos han llegado a saber que el poeta Edgar Allan Poe, natural de la ciudad de Boston, estado de Massachusetts, afirmó sin vacilación que la melancolía es el sentimiento más propicio para percibir la belleza y que por lo tanto quien aspire a escribir el poema más bello del mundo debe comenzar por crear en el espíritu de su lector —con la sonoridad de las palabras, la combinación de los metros, la extensión del poema y el tema que desarrolle— ese privilegiado sentimiento reservado a las almas delicadas. Desde luego, el mencionado poeta —cuya afirmación, hay que decirlo, es de dudosa originalidad— no se estaba refiriendo a la melancolía de la que hablaron Hipócrates y sus seguidores, esto es, a la impredecible actividad de la bilis negra cuyas manifestaciones podían ir desde las expresiones de cólera a las obsesiones maniáticas, así como a las distintas formas del autismo o de la locura. Hipócrates y Edgar Allan Poe no llegaron a discutir acerca de sus respectivas concepciones de la melancolía no sólo porque hablaban lenguas diferentes sino sobre todo porque hubiera sido inútil que alguno de ellos emprendiera un dilatado viaje con el propósito de dar o recibir explicaciones pues un médico naturalista y un poeta están fatalmente condenados a no entenderse: mientras el primero se siente obligado a formular sus dichos a partir de minuciosos estudios y observaciones realizadas sobre los enfermos, el segundo puede recurrir a licencias poéticas a las que considerará irrefutables por el simple hecho de que se trata de las afirmaciones de un poeta, quien, como se sabe, para nada está obligado a rendir cuentas de lo que dice a mortal alguno. Así, para Edgar Allan Poe, para sus antecesores y sus seguidores, la melancolía ha de ser, necesariamente, la suave pero lacerante, la tenaz y aristocrática tristeza ocasionada por la falta de un bien relacionado con el amor y la contemplación de lo bello. La melancolía, de acuerdo con estos apotegmas, sería el sentimiento que produce en el amado la irreversible lejanía de la amada. Edgar Allan Poe, según saben sus lectores, llegó a asegurar[1] que la forma más eficaz de inducir la melancolía en el amado, es hacerle saber que nunca más podrá estar en presencia de su amada por la razón de que ella se ha disipado entre las brumas de la muerte. El acabado símbolo de la melancolía sería entonces ése: una mujer hermosa pero para siempre alejada, definitivamente inaccesible. Escogiendo las palabras que ha escogido, combinando los metros como él los ha combinado, dándole al poema la extensión que le ha dado, el poeta Edgar Allan Poe está seguro de que con su poema The raven ha llevado al lector hasta el punto más alto de la melancolía y por lo tanto a la máxima intensidad de la belleza. En lo íntimo, la belleza produce en el alma un sentimiento de irremediable desgracia, mientras en lo externo la contemplación de lo bello se expresa en un llanto incontenible y delicioso. Edgar Allan Poe está seguro de haber arrancado, abundantemente, ese llanto a su lector, seguro de haber escrito el más bello poema que escribió poeta alguno. Es verdad que nadie podría saber si persistió en aquella convicción y, sobre todo, si a la hora de su muerte, sacudido por el delirum tremens, conservaría tal seguridad; de cualquier manera, esto no modifica demasiado las cosas.

[1] En “Filosofía de la composición”, E. A. Poe expone su concepción de la poesía y de cómo ella debe conducir a la experiencia de la belleza, y explica, con todo detalle, cómo ha procedido para componer su poema The raven (El cuervo). Dicho artículo está incluido en: Edgar Allan Poe, Obras en prosa, tomo II, Ediciones de la Universidad de Puerto Rico, 1969; traducción de Julio Cortázar.

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