viernes, 22 de octubre de 2010

Buscando a Caín

Elizabeth Mirabal y Carlos Velazco

Comienza a existir una vez que escuchas su nombre, acompañado enseguida por calificativos y valoraciones. Sólo después, al indagar, peticiones median­te, llegan sus libros y la lectura despierta la necesidad, el vicio por conocer más de él, de los sucesos que lo rodearon y la manera en que se apropió del acer­vo mediático y cultural que nutriría su ulterior obra literaria.
Sabes entonces que su llegada a la capital en 1941 cerró el capítulo de su vida provinciana en Gibara y abrió las puertas a la función continua en los cines, la música norteamericana, el habla popular habanera y el estudio del idioma inglés. Compruebas en la realidad lo que parecía ficción en las páginas de La Habana para un infante difunto: la caseta de madera del Par­que Central durante la Dirección de Cultura de Raúl Roa a fines de los cua­renta y principios de los cincuenta, la existencia de una revista llamada Nueva Generación y las tertulias en el cuarto del solar situado en Zulueta 408 donde aquel-que-es-nombrado vivió hasta su juventud, y en las que eran vi­sita frecuente Harold Gramatges, Carlos Franqui, Matías Montes Huidobro, Rine Leal, Silvano Suárez, Oscar Hurtado, Miriam Acevedo, Roberto Branly, Julia Astoviza, Antonio Alejo, Juan Blanco, Gloria Antolitia, Néstor Almen­dros y Lisandro Otero.
De aquel tiempo se ha visto recientemente, gracias a Manuel Zayas, una fotografía tomada en 1948 por Germán Puig en el patio común allende la puerta del cuarto. El encuadre es un escenario de la penuria, la vestimen­ta de las dos niñas que aparecen en el primer plano, el enlosado irregular del suelo, los cubos y las palanganas, las paredes descascaradas del fondo, excepto por el elemento anacrónico de los dos jóvenes lectores de unos 19 años sentados frente a sen­dos libros: Ricardo Vigón y “Gui­llermito”.
Preguntas por Guillermo Ca­brera Infante a mucha gente, si lo reconocen, si lo recuerdan. Pero en el lugar, en el momento y con la per­sona menos pensada llegará la res­puesta inimaginada que buscas. Te cuenta Luis Marré que lo vio entre­gar a Nivaria Tejera, como regalo por su boda con Fayad Jamís, una plancha eléctrica. Otros buenos sa­maritanos facilitan el contacto con dos asiduos colaboradores de Lu­nes de Revolución: Luis Agüero y Edmundo Desnoes.
Encuentras en la misma ciudad que creías conocer otras ciudades ya olvidadas, y en la misma historia que te habían contado otras muchas historias ignotas. Por ello la advertencia: “La posibilidad latente de que se pier­da el pasado, la muerte de los lugares, los objetos, las personas, no hace descabellada la suposición de que todo esto que nos contaron y lo que prefirieron callar, por muy verídico y apegado a la realidad que haya querido ser, algún día podrá leerse como una ficción.”

MATÍAS MONTES HUIDOBRO
Soy de Sagua la Grande y cuando tenía trece años mi familia se trasladó pa­a La Habana. A Guillermo lo conocí en el tercer año de bachillerato. Lo recuerdo como un tipo al que le gustaba burlarse de los demás. Yo era muy tímido e introvertido, pero Guillermo conocía las flaquezas ajenas y le gustaba “joder”, haciendo a veces jueguitos de palabras. Un amigo mío del aula se llamaba Elio Cruz, y Guillermo se sentaba detrás de nosotros y le decía “Orange Cruz” para molestarlo. Creo que conmigo no se metía. Pero hacía este tipo de cosas que denotaba ya un sentido del juego de palabras y un deseo de chocar, que también es una característica pueblerina.
De todas formas, nos hicimos amigos. Los dos participamos en una re­vistica estudiantil llamada Criterios. Guillermo publicó un poema y yo, entre otras cosas, una reseña de cine. En el grupo estaba Rine Leal, también muy amigo mío, más que Guillermo, porque tenía otro carácter, y nos llevábamos muy bien. Para el quinto año, formé parte de un club y sacamos la revistica Ultra. En ella di a conocer una reseña sobre La bella y la bestia, de Coc­teau, y Guillermo, un artículo sobre David Alfaro Siqueiros, pintor que, creo, no le gustaba. Teníamos intereses comunes de tipo cultural ya desde los quin­ce y 16 años, y eso nos unía. Creo que yo era más amigo suyo que él mío.
Yo era un adolescente muy traumatizado y Guillermo tenía un especial talento para buscar los puntos flojos de una persona. Sabía cómo herirme. No quiere esto decir que no sintiera afecto hacia mí, pero era su modo de ser, y había un contraste entre nosotros que siempre perduró. El otro punto en común era el cine, porque juntos, o con Rine, íbamos obsesivamente de una sala para otra (Majestic, Verdún, Alkazar, Universal, Neptuno, Radio Ci­ne), particularmente a las tertulias porque no teníamos dinero. De ahí em­pezamos a asistir a la cinemateca que funcionaba gracias al entusiasmo de Ricardo Vigón y Germán Puig.
En realidad, el vínculo clave en todo esto era su mamá, Zoila Infante. Una de las mujeres más inteligentes y fascinantes que he conocido en mi vida, quien dejó una influencia muy grande en todos nosotros. No recuerdo en qué momento la habitación en la cual vivía Guillermo comenzó a ser el centro de reunión. No íbamos a reunirnos con Guillermo, sino con Zoila y otros amigos que entraban y salían. Ella limpiando, conversando, metiéndose en todo, haciendo tacitas de café. Un estado absoluto de pobreza. Era una es­pecie de Greta Garbo, muy sofisticada y delgada, que sin llegar a ser bonita tenía un definitivo atractivo físico. Durante muchas temporadas, Sabá, que padeció de tuberculosis, se la pasaba en aquella habitación en una cama, re­costado. Te­nía un carácter diferente al de su hermano Guillermo, pero una fuerte personalidad también. Zoila era dominante y posesiva. Si no íbamos a diario se ponía a preguntar las razones por las cuales no la visitábamos. Gui­llermo po­día estar allí o no, porque el ritmo era de entradas y salidas sin un definitivo concierto. Hubo momentos en que además de Zoila, Sabá, Guiller­mito y su pa­dre, también venían de Gibara la abuela y una prima, Rosita. El padre de Guillermo hablaba poco. Llevaba una vida arruinada como correc­tor de prue­bas en el periódico Hoy y estaba dedicado a la causa del Partido Comunista.
Yo vivía en Malecón número 13. Una casa de vecindad algo mejor que la de Guillermo porque teníamos dos habitaciones. En una estaba mi tía con su esposo, y en la otra mi madre, mi prima y yo, sirviendo todo de cocina, sala y cuarto. Así que no pertenecía ni remotamente a las clases privilegia­das de la República. Mi casa quedaba al lado de lo que se conoce como el Palacio de las Cariátides. No era centro de reunión como la vivienda de Gui­llermo, porque mi madre y mi tía tenían otro carácter. Los únicos días de excepción eran durante los carnavales, porque Sabá se volvía loco con las carrozas y las comparsas, y nosotros teníamos una ubicación privilegiada. Después Néstor Almendros también iría. Guillermo con alguna frecuencia, aunque no era punto fijo como su hermano.
Entre las personas que nos reuníamos en torno a Zoila Infante se en­contraba Carlos Franqui, que era algo mayor que nosotros. Franqui era una persona que se hacía mucha ilusión con las cosas, muy por las nubes (me daba siempre esa impresión), pero tenía buenas intenciones. Muy amigo de la familia, sentía mucho cariño por Zoila y el padre de Guillermo. El proyecto de Nueva Generación fue idea de él. En esa época, Sabá, más joven que no­sotros, estaba seriamente enfermo de tuberculosis y hacía reposo. Durante la convalecencia, le dio por pintar interesantes motivos fantasmagóricos, que a Carlos le parecieron extraordinarios. Incluso le auguró a Sabá una trayectoria importante en la plástica cubana. No fue así, pero en todo caso sus bo­cetos sirvieron para ilustrar el primer número de la revista. Como yo estaba entre los que se reunían, pues fui uno de los fundadores, junto a Guillermo, Rine Leal, Jorge Tallet, Ithiel León. Fue sencillamente un esfuerzo personal de Carlos, quien logró algunos contactos para publicar el primer número, que quedó muy bien. Los siguientes fueron algo más pobres. Exactamente no sé de dónde sacó el dinero, porque no creo que él tuviera mucho y los que nos reuníamos allí teníamos menos. Sólo recuerdo que íbamos a una tertulia en una casa del Vedado perteneciente a alguien de mejor posición social que la nuestra, donde se hablaba lo mismo que en el cuarto que presidía Zoila, pe­ro bajo circunstancias muy diferentes.
La propuesta de Nueva Generación murió por la apatía de una época y porque éramos jóvenes de apenas unos años que teníamos que comer y nos fuimos orientando hacia trabajos diversos y carreras universitarias. La revista se distribuía como todas las publicaciones culturales de aquella épo­ca: entre amigos interesados en la cultura y algunos patrocinadores que que­rían ayudar y dar algo. Se organizaba a la buena de Dios, cada cual contribuía con algún texto y Franqui tomaba las decisiones. Raúl Roa ayudó en algo, porque Fran­qui tenía el contacto. En ese momento también se imprimía el Mensuario de Arte, Literatura, Historia y Crítica, donde yo publiqué un cuen­to y Guiller­mo un guión de cine titulado El aullido. No sé en qué medida Nueva Gene­ración fue un antecedente de Nuestro Tiempo, que se inaugura en la calle Reina en 1951 con una exposición de Wifredo Lam y una puesta en escena de mi obra Sobre las mismas rocas, bajo la dirección de Fran­cisco Morín. Sólo nos unía entonces el interés intelectual alejado de cualquier meta política.
Nueva Generación se gesta en torno a la inquietud intelectual de una generación de escritores que no se define políticamente, sino a través de una preocupación individual e independiente por la cultura. Ése era el espí­ritu no partidista que animaba a Guillermo, Rine Leal, Silvano Suárez y otros escritores que nos reuníamos en torno a Zoila Infante, la figura matriarcal que nos gestaba casi de una forma posesiva y producto de una personalidad que se había fortalecido porque la solía pasar negra. Tanto Guillermo como Sabá eran temperamentales y la atmósfera no era precisamente la de una familia aburguesada, común y corriente. De ahí que siempre se desprendía una es­pecie de tensión dramática en la cual todos estábamos envueltos, dominada sobre todo por el espíritu de Zoila, que era muy teatral y había influido a Guillermo. Quizás una cosa taciturna emergía del padre, siempre muy callado. Él también debió ser una corriente oculta en Guillermo, que era esencial­mente una personalidad hermética, que se construía a sí mismo como en una concha. Claro, a lo mejor me estoy llevando por mi imaginación.
El grupo Prometeo formaba parte del contexto general en que nos de­senvolvíamos. Morín representaba en ese momento la vanguardia de nuestra dramaturgia. Franqui era un apasionado de su trabajo y del de Miriam Acevedo. De esa admiración emerge su gestión para que no quiten una ca­seta que había en el Parque Central. Su idea consistía en que Morín llevara a escena obras de teatro allí. El equipo de actuación se cambiaba en “casa” de Guillermo. Estas actividades fueron muy importantes para los jóvenes dramaturgos (incluyéndome), porque se estrenaron, por ejemplo, montajes de La canción del pescador, una obrita de Rine Leal (poema del cual escribí un guión de cine) y La máquina rota de Silvano Suárez, que en aquel tiempo era una promesa. Roa dio alguna ayuda y permitió que la caseta siguiera en el Parque Central por algún tiempo.
A Guillermo no le interesaba para nada el teatro. El único interés de Guillermo por la dramaturgia cubana se llamó Miriam Gómez, pero eso vino ya con la Revolución. No sé si tuvo algún interés “teatral” por Julia Asto­viza. Zoila Infante, que no sabía lo que estaba diciendo en este sentido, quería que Guillermo se casara con Julia porque le parecía la esposa ideal. Pero a veces las madres están muy despistadas. En su lugar, Guillermo se casó con Marta Calvo, que era una muchacha también muy bonita y, sin du­das, mucho mejor elección. Creo que él no supo apreciarla en la medida que se merecía. Ella siempre me ha parecido la protagonista de “Abril es el mes más cruel”, pero eso ya son interpretaciones subjetivas.
Íbamos mucho a la cinemateca de la calle Consulado, incluida Zoila. Entre los escritores, William Faulkner era el profeta, especialmente para Guillermo. En realidad, la literatura norteamericana era la que nos interesaba. La Biblioteca Circulante de la aburguesada Sociedad del Lyceum fue muy importante también para nosotros, porque hizo una contribución a la cultura nacional, realmente extraordinaria, con exposiciones de arte, confe­rencias… Los que no teníamos dónde caernos muertos asistíamos y apren­díamos de forma autodidacta. Guillermo también iba. De allí sacábamos libros sin orden ni concierto: Romain Rolland, Kaiser, Supervielle, Faulkner, Hemingway, cualquier cosa. Literatura europea y norteamericana, pocas co­sas de autores españoles y latinoamericanos. El teatro español en general nos parecía malísimo. Morín publicaba la revista Prometeo, la primera de teatro que salió en Cuba.
“El cine, industria y arte de nuestro tiempo”. Así se llamó un curso de verano que se ofreció en 1952 en la Universidad de La Ha­bana, algo sintomático de lo mucho que representaba el cine para noso­tros. La 20th Century Fox convocó a un concurso de crítica sobre la película El capitán de Castilla. Co­mo el único modo que teníamos de asistir al curso era cumpliendo ese requisito, pues Guillermo, Vigón, Puig, Natividad González Freire, Rine y otros más, enviamos reseñas y pu­dimos entrar. Con Guillermo a la cabeza del reparto, seguido de cer­ca por Vigón y Puig, se le hizo la vida imposible a José Manuel Val­dés Rodríguez, que en aquel tiempo era el decano de la crítica cinemato­gráfica y se creía el dueño de la cinemateca universitaria. Se desató una antipatía mutua entre éste y aquél. Las interpretaciones fílmicas de Valdés Rodríguez las considerábamos caducas. Pero el curso ofrecía una oportuni­dad única de ver películas que no habríamos podido conocer de otro modo.
La generación de los cincuenta, que se da a conocer a principios de los sesenta, tenía un verdadero concepto de ruptura con los moldes previos y cada cual funcionaba teniendo presente esta especie de principio, de acuerdo al género que seleccionaba para expresarse. Por eso durante los tres primeros años de la Revolución hay una verdadera efervescencia creadora, una verdadera vanguardia que produce una renovación estética. Lamen­tablemente, los objetivos de esta renovación estética no coincidían siempre con los objetivos políticos, y se creaba un desajuste, una disonancia. Y Gui­llermo, a través de Lunes de Revolución, fue una figura dominante en el espíritu de vanguardia verbal.
En lo dramático, se trataba del absurdo, la crueldad, el teatro dentro del teatro. No sé muy bien cómo definirlo en relación con la narrativa, pero diría que la característica principal (que en Guillermo se refleja muy bien) era el texto en sí mismo como protagonista de la creación, la palabra como objetivo, lo cual difería con el concepto de la Revolución como centro. Éste fue el choque fundamental y, por extensión, cualquier cosa que oliera a realismo socialista era inaceptable para las figuras representativas de esa generación. De ese modo afirmábamos nuestra identidad y diferencia contra las postu­ras más tradicionales y convencionales.
Conocía a Guillermo desde mucho antes y me resultaba natural verlo como un “infante” terrible, a veces muy pesado, pero siempre normal. Sa­bía que era su manera de impresionar y, al mismo tiempo, de protegerse co­mo un erizo. Mucha gente tiende a subestimar a las personas dóciles. Así que creo que estaba en lo correcto cuando actuaba de ese modo, como un pesado, porque realmente Guillermo —a pesar de sus juegos de palabras— nunca fue “gracioso”. Ulteriormente, lo vi en una conferencia en Miami. Trató a la gente a las patadas, y a todos les gustó. Ésa fue parte de su estrategia pa­ra “construir” su presencia y éxito públicos. No obstante, era una persona brillante, de extraordinario talento, que no tenía nada de mediocre. Eso hay que acreditárselo, teniendo en cuenta que muchas personas no perdonan el talento. En los “círculos intelectuales” se veía (y se seguirá viendo) con la óptica opuesta de amor-odio, un poco a lo Marlene Dietrich, a quien tanto admiraba.
Cuando el triunfo de la Revolución, no estuve dentro de Lunes. Contri­buía con bastante regularidad, llevaba mis trabajos, los publicaban, pero no tenía nada que ver con la Redacción. En realidad no me sentía del todo a gusto. Trabajaba de día en una escuela privada y, de noche, en otra pública situada en la Esquina de Tejas. Franqui me consiguió trabajo como profesor en la Escuela de Periodismo. Llegó un momento en que no había alumnos. No recuerdo las razones, pero así fue. Con esa excusa, me reintegré a la escuela pública en 1961.
En Lunes de Revolución en Televisión participé en una oportunidad con Luis Orticón (Luis Agüero) y Fausto Canel. Fue estupendo. Nos llevábamos muy bien y me sentí cómodo. Contribuí con una adaptación de Electra Ga­rrigó, donde trabajaron Miriam Gómez y Adela Escartín, y el día en que se estrenó el documental P.M. en televisión se presentaron dos obras mías: Gas en los poros y El tiro por la culata.
Nunca vi a Guillermo “limpiar los establos” con “la escoba política”. Si él dijo tal cosa, lo hizo para épater, como parte de la construcción de su perso­nalidad pública. Muchos artistas, como Dalí, hacen eso y les dan excelentes resultados. Otros, como Van Gogh, se joden y construyen su personalidad mediante lo que escriben, pintan, componen. Guillermo usó ambos recursos. Puede que fuera un pesado para mucha gente; la verdad es que no era la persona más encantadora del mundo, pero no fue un persecutor intolerante.
Estuve en las tres reuniones de la Biblioteca Nacional. Es posible que Guillermo hablara, pero no creo que fuera una intervención tan significativa como la de Virgilio Piñera. Las Palabras a los intelectuales dejaron una im­presión muy negativa, y en lo que a mí respecta, la Revolución, más exactamente, la alta jerarquía, definía su posición con claridad y el que no la entendiera así sus razones tendría. El que un documental en sí mismo cau­sara tanto revuelo porque se consideraba que no reflejaba el proceso revo­lucionario era una obvia exageración, y así lo comprendimos algunos. Fue realmente un golpe brutal para aquellos que nos identificábamos con muchos aspectos del cambio revolucionario, pero no con todos. Este criterio refleja el de muchos de aquellos que contribuíamos en Lunes y nos sentíamos cerca­nos al espíritu de vanguardia intelectual que representaba esta publicación y, por extensión, a Guillermo Cabrera Infante. Yo no abrí la boca, porque en boca cerrada no entran moscas y el pez por la boca muere.
Mi salida coincidió de modo casual con el cierre de Lunes. Yara y yo habíamos pedido el permiso hacía meses y nos tocó por azar un 27 de noviem­bre de 1961. Ese día mi obra Gas en los poros era estrenada por el grupo Prometeo, con Verónica Lynn y Parmenia Silva. No pude asistir. Me fui a des­pedir de Franqui (prácticamente en arresto domiciliario). Me metió una filípica por­que me iba con los colonialistas, bla bla bla bla, pero nos despedimos ami­gablemente. Me creía en la obligación de despedirme de él y de Guillermo.
Empecé a enseñar en la Universidad de Hawai en 1965 y continúe por unos treinta y cinco años, lo cual explica que viera a Guillermo en muy po­cas oportunidades. Estando de paso por Londres, fui a su flat unas tres veces. Miriam nos brindó unos sándwiches de pepino, todo muy inglés. Después, en un viaje a Miami, mi esposa tuvo la idea de que nos volviéramos a ver. Nos encontramos en una cena en casa de Palenzuela, un poeta cubano ami­go de Guillermo. No fue buena idea. Llegó tarde y con Andy García. A mí se me ocurrió plantear el problema de quién de los dos había sido más pobre en Cuba. No nos pusimos de acuerdo. Él estuvo pesadísimo y posiblemente yo también. Nunca más nos volvimos a ver.

NIVARIA TEJERA
Recibo sus e-mails referentes al trabajo que preparan sobre GCI por si tengo alguna anécdota personal que pudiera referirles, dando por ejemplo la que mencionan y que considero una fabulación al estilo del bueno de Marré y su humor algo socarrón. A ver si se aclara este malentendido de las serpentinas anécdotas: mi relación con Guillermo se redujo al corto año que coincidimos en la entonces Escuela de Periodismo y fue más bien distante, dado su comportamiento machista que me resultaba particularmente desa­gradable. Tampoco existió la pertenencia a un mismo grupo (mi vía era la poética; la suya, periodística), por lo que nuestros encuentros muy esporádicos se reducían a uno de sus característicos sarcasmos que me lo hacían aún más antipático: “¿Sigues escribiendo poesía?” Convergimos más tarde en los puestos de agregados culturales que nos fueron confiados y también en el mo­mento de abandonarlos, yo primero y él después; pero tampoco hubo comunicación entre nosotros. Y en el terreno literario (ni qué decir), nuestras búsquedas se aproximan únicamente —y así lo ha considerado cierta crítica— en que mi novela Sonámbulo del sol describe la diurnidad habanera y él la nocturnidad.
Así pues, que se deje de fabular alrededor de lo que Vallejo denomi­naba “la nonada”. Les deseo éxito en su tesis. Y, desde luego, ruégoles que feliciten al viejo Marré por la condecoración a su buena conducta cultural...
Saludos cordiales.

LUIS AGÜERO
Conocí a G. Caín antes que a Guillermo Cabrera Infante. Creo estar seguro de que fue a finales de 1958, en un lugar llamado La Corea, próximo a la calle Ayestarán, donde las compañías distribuidoras de películas tenían unas salitas para exhibiciones privadas a la prensa. Lo que más me llamó la atención de Caín, a pesar de que ya era un feroz lector de su sección “Cine/Los Estrenos”, fue que usaba unos extraños lentes con armadura de plástico color gris ratón. El filme que se proyectó esa noche fue Sombras del mal, de Orson Welles. Cuando leí su crónica en Carteles, una semana más tarde, tuve la certeza de que debía agenciarme un par de espejuelos semejantes pa­ra ir al cine. La mayoría de las veces me interesaban más sus crónicas que las propias películas que reseñaba. Algún tiempo después —o antes, como diría Guillermo Cabrera Infante, si la memoria no me falla—, tuve el privilegio de leer el original de “Josefina, atiende a los señores” en versión mecanografiada por el propio autor. Hasta entonces no supe que eran la misma persona.
Cuando él estudiaba bachillerato, en un periodiquito estudiantil, re­dac­tó una columna que firmaba un tal Reporter Sesos, “el último con las prime­ras”, una parodia de un boletín informativo de la radio cubana de la época llamado “El Reporter Esso, el primero con las últimas”. También publicó algunos excelentes textos humorísticos, bajo el nombre de El Estrungundán, en el semanario El Pitirre del periódico La Calle, muy al principio de la Re­volución. Son los seudónimos que le conozco, además de Caín.
Muchas son las anécdotas que me vienen a la mente cuando mencionan el nombre de Guillermo Cabrera Infante, pero hay una en particular que suele ser más frecuente. Ocurrió la misma tarde del último viernes de reuniones en la Biblioteca Nacional con Fidel Castro, cuando todavía algunos ingenuos como yo pensaban que a Lunes de Revolución le quedaba mucho por vivir, como dice el bolero. Guillermito me dijo: “Mírame, Jockey —así me llamaba a veces, aludiendo a mis cinco pies cinco pulgadas, ‘mi ver­dadera estatura de escritor’, de acuerdo a su criterio—: estás hablando con el hombre que fue lunes y no logró sobrevivir el tercer viernes. ¡Se acabó lo que se daba!” Y así fue.
Muchos de los jóvenes —algunos no tan jóvenes— escritores de los se­senta tenían al menos dos sueños en común: que se acabara de caer Batista y publicar su primer libro. De un solo golpe de pólvora, la Revolución abolió el azar y les cumplió esos dos deseos y otros muchos más. Guillermo devino líder en dicha coyuntura al ser situado por Carlos Franqui al frente de Lunes de Revolución y salir al res­cate de un grupo de escritores que había emigrado en su mayoría a Esta­dos Unidos —Pablo Armando Fer­nández, Humberto Arenal, Heberto Padilla, Oscar Hurtado…—. En cuan­to a las “estrategias de legitimación”, que en mi opinión no se caracterizaron precisamente por sus “posturas rupturistas” ni siquiera en el ámbito estrictamente literario, los escritores de los sesenta publicaron todo lo que tenían almacenado, lo cual hizo posi­ble que apareciera más de un libro de dudoso valor, entre ellos De aquí para allá, del cual soy autor.
Un día envié al magazine un cuento titulado “Este pequeño pueblo” y, para mi sorpresa, fue publicado casi enseguida, lo cual demuestra que Lunes podría ser cualquier cosa, menos una publicación elitista —en última instancia, yo en ese momento era un perfecto desconocido—. Meses después repetí el tiro con “Todos los sá­bados son iguales”, que para mayor sorpresa mía apareció en “A partir de cero”, una sección sólo para debutantes a cargo de Virgilio Piñera. Creo que fui el único escritor que perdió su virginidad literaria dos veces en Lunes. Puede ser que eso me animara a seguir colaborando. Yo era el más joven, así que no estuve muy al tanto de sus luchas intestinas, esofágicas o de cualquier otra índole anatómica que se suscitara. Si las hubo, Guillermo Cabrera Infante tuvo que estar involucrado en todas ellas. Cualquier relación con él —la de trabajo en particular— era siempre problemática. Guillermo no estaba de acuerdo con casi nada, a veces ni con sus propias opiniones.
No existían formalmente sesiones para organizar los números. Cuando el periódico Revolución estaba en el antiguo local de Alerta, las reuniones del magazine se realizaban en los pasillos, en los talleres o en un bar aleda­ño al que todos llamábamos “El agua fría”. Después, cuando se tomó por asal­to el suntuoso edificio del periódico Prensa Libre, como había pronosticado su director Sergio Carbó, la Redacción de Lunes compartió un local con los periodistas que trabajábamos en la sección de “Espectáculos”, que éramos los mismos salvo muy raras excepciones, y de esa época sí recuerdo haber participado en algunas sesiones de números especiales, en particular uno de­dicado a la televisión que jamás llegó a publicarse.
No sé si Lunes tenía una nómina aparte. Pero de ser así, creo que únicamente Pablo Armando Fernández, como subdirector, debió cobrar por esa vía; también los colaboradores ocasionales, desde luego. El resto de los redactores fijos, incluyendo a Cabrera Infante, cobraban por el periódico. No podía existir ninguna diferencia.
El trabajo del magazine con el programa Lunes de Revolución en Te­levisión y Ediciones R se articulaba como se hacía todo en esa época, un poco al arbitrio del poeta. Yo fui el guionista de Lunes de Revolución en Televisión durante algún tiempo, y no recuerdo que existiera una relación estrecha en­tre ambos. Más o menos sucedía lo mismo con Ediciones R, dirigida por Vir­gilio Piñera. Ahora, a la distancia de medio siglo del primer número de Lunes, es lógico que ese fenómeno editorial, cultural e incluso político que fue el magazine obligue a que sea analizado desde una óptica más compleja. Cin­cuenta años atrás, como el mismo Guillermo Cabrera Infante señaló en el comentario editorial iniciático: “Nosotros no formamos un grupo, ni literario ni artístico, sino que simplemente somos amigos y gente de la misma edad más o menos.” Sólo me gustaría añadir que entre la gente de Lu­nes lo que no faltaba era el talento y el deseo de hacer nuestro trabajo lo me­jor posible.
Un sonero cubano, no estoy seguro si Puntillita o Cascarita, repetía con orgullo en cada una de sus presentaciones que “él sí estaba en la ultimitilla”. Lunes ídem de ídem, y la “ultimitilla” en este caso era, sobre todo, la Beat Generation y la Nueva Ola francesa. Por eso el magazine se ocupaba de Ginsberg y de Kerouack, de Los 400 golpes y de Hiroshima, mon amour. Sin embargo, eso no significa que la gente de Lunes fuera seguidora incondicional o estuviera identificada plenamente con esos movimientos.
Lunes, desde su mismo nacimiento, afrontó muchas dificultades. Tenía que ser así, como dice la canción de Laserie: dentro del mismo periódico, gente como Lisandro Otero o Jaime Sarusky abogaba porque el magazine fue­ra lo que ahora se conoce como “un poco más ligth”, refiriéndose en particular a ciertos textos de carácter teórico que sin duda estaban fuera del alcance del lector no especializado. En parte tenía razón, aunque Guillermo Cabrera Infante siempre respondía que eso era subestimar al lector.
La editorial y el programa de televisión, a pesar de que tuvieron vidas más efímeras que el magazine, también realizaron una notable labor. En “R” se publicaron títulos como Así en la paz como en la guerra, la primera poesía de José Álvarez Baragaño, esa extraña joyita que es Señorita corazo­nes solitarios de Nathaniel West, el Teatro completo de Virgilio Piñera y, sobre todo, un excelente tomo sobre la pintura cubana que armó Oscar Hurtado con indudable acierto. Lunes de Revolución en Televisión no sólo tuvo el mé­rito de haber trasmitido por primera y única vez en la pequeña pantalla esa inventada manzana de la discordia que fue P.M., sino que además se ocupó de divulgar la obra de los más jóvenes creadores cubanos de entonces, y rea­lizó una emisión especial dedicada al jazz, que recuerdo como uno de los pro­gramas de televisión más logrado que se ha hecho en Cuba.
Puede ser que haya algo de verdad en eso de que Lunes de Revolución aplastaba a todo aquel que estuviera en desacuerdo con sus posiciones esté­ticas, pero no siempre lograba su objetivo. Un ejemplo es José Lezama Lima. Claro: es sumamente difícil aplastar a un súper pesado como Lezama. Ni si­quiera la Revolución lo consiguió. Lezama, como advirtió Luis Ortega en un curioso ensayo no muy conocido, es más que un escritor: una entidad litera­ria; probablemente su obra sea menos importante que su persona o, mejor aún, que ese personaje tropical rabelesiano que él mismo se creó. Visto así, me parece consecuente que no le quitara el sueño ningún tipo de ataque.
La declaración de que “como director intentó limpiar los establos del auge literario cubano recurriendo a la escoba política para asear la casa de las letras” no encaja mucho en el estilo de Guillermito, pero durante los prime­ros y fervorosos días de nuestro enero revolucionario cualquiera podía decir cualquier cosa. A Heberto Padilla, con su habitual acidez, le gustaba contar que Guillermo echó a pelear a Baragaño y a él contra Lezama, pero que por detrás de ellos hacía gestiones para “mejorar al Gordo y que pudiera seguir visitando el restorancito árabe de la calle Rayo que tanto le gustaba”. Es todo lo que oí decir. Y con respecto a su encuentro con algunos de los miem­bros del grupo Orígenes a comienzos de 1959, debió producirse, pues por esa época Cabrera Infante fue nombrado en la dirección de Cultura donde, dicho sea de paso, duró lo que el clásico merengue a la puerta de un colegio. Guillermo no tenía talento como funcionario.
Por otra parte, ¿a quién se le puede ocurrir que Lunes le disputó la hege­monía cinematográfica al ICAIC, pero si por casualidad hubiera sido así podía constituir un peligro? Un número dedicado al cine y al filme experimental P.M., de Sabá y Orlandito Jiménez Leal, no pueden tomarse ni siquiera en cuenta para suponer una auténtica confrontación de poder con el ICAIC, que tenía todos los recursos oficiales para hacer cine. Alfredo Guevara fue uno de lo comisarios del ámbito artístico-literario que más “silenció, atacó, ensal­zó” a cualquiera “sobre la base del favoritismo y la discriminación”. En el ICAIC no logró hacer carrera nadie (aunque le sobrara el talento como a Nés­tor Almendros) que no fuera incondicional, afectuoso o al menos transigente o embarajador con Alfredo, como es el caso de Titón y de algunos otros rea­lizadores que supieron enmascarar su ojo fétido. No vale insistir sobre las de­claraciones de Alfredo, “el otro Guevara”, como decía a veces Guillermito. En realidad, el único que tenía vocación sacerdotal y quería expresarse a tra­vés de una capilla era él.
Los integrantes de El Puente, con José Mario a la cabeza, eran los noví­simos en ese momento, de manera que los de Lunes, mientras existió el magazine, no tuvieron mucho tiempo para mirarlos, ya sea con displicencia o de cualquier otra manera. Me parece recordar que Antón Arrufat y Vir­gilio Piñera eran quienes a veces hacían comentarios más ásperos sobre El Puente, en especial sobre algunos poetas a los que consideraban demasiado prolíficos. El talento de Ana María Simo como ensayista y narradora, una fi­gura emblemática del grupo, era reconocido por todos o casi todos los de Lu­nes. Creo inclusive que fue el propio Guillermo quien le gestionó a Ana María un empleo en el periódico La Calle como comentarista de música popular.

Para explicar las contradicciones con el Partido Socialista Popular, vuel­vo a Heberto Padilla, quien en una de las sesiones de los tres viernes en la Biblioteca Nacional le respondió a Carlos Rafael Rodríguez que una de las contradicciones o, más bien, de las diferencias entre Lunes de Revolución y Hoy Domingo era que el primero publicaba a T.S. Eliot y el segundo a Ma­nuel Díaz Martínez, entonces un joven poeta comunista. Casi medio siglo después, Eliot sigue siendo un gran poeta, Heberto y Carlos Rafael están muertos, mientras Manolito vive exiliado de Islas Canarias.
En lo referente a la polémica con el Diario de la Marina, el choque generacional era inevitable y se remonta a mucho antes del 1 de enero de 1959. Desde el principio de la lucha en Sierra Maestra, la mirilla del fusil guerrillero apuntaba al periódico de los Rivero, que tradicionalmente representó a los sectores más conservadores del país. Lo curioso de la polémica en cuestión es que terminó liquidando a los dos contendientes.
Usar el término “reduccionista” para calificar el motivo del cierre de Lunes me parece un eufemismo. Dicho en cubano, fue una cañona, un atropello. Se justificó en una nota periodística donde se informaba que el país estaba atravesando una aguda escasez de papel. Sin duda la mejor coartada, porque algún tiempo después el país se repuso en ese rubro y se creó la UNEAC, a la que se le asignó suficiente papel para que editara La Gaceta de Cuba y la revista Unión.
La verdadera discusión sobre P.M. tuvo lugar algún tiempo antes en Casa de las Américas, de manera que los participantes en las sesiones de la Biblioteca Nacional parecían saber que la peliculita financiada por Lunes era tan sólo una excusa para definir la política cultural de la Revolución. Es­toy convencido de que Cabrera Infante lo sabía mejor que nadie y estaba convencido, además, de cuáles serían los resultados. Ya mencioné que yo era uno de los ilusos que creía, consideraba, confiaba en que Lunes iba a continuar con vida, al menos por algún tiempo más. Tal vez por eso me re­sultó más doloroso cuando supe, por el propio Guillermo, que el último nú­mero del magazine iba a ser dedicado a Picasso y que no llevaría el número 131 que le correspondía en la serie. ¿Por qué no se numeró la edición final? No lo sé, tampoco intenté averiguarlo. Pienso ahora que tal vez fue un intento fallido en pos de la reencarnación, un ingenuo ejercicio de magia simpática que estaba destinado al fracaso.
Me he referido a algunos de los valores que reconocía en Lunes, pero quiero insistir en el que me resulta el más sólido visto a distancia: el ma­gazine intentó, y además lo logró en buena medida, épater al burgués y al proletario al mismo tiempo, si acaso eso fuera admisible; o sea, a trancazos consiguió alterar, revolucionar la visión que en ese momento el cubano promedio tenía de una obra de arte. El ejemplo mejor es el atrevido dise­ño del magazine, que gracias a Jacques Brouté, Guerrero, Tony Évora, Cuti­llas y, sobre todo, Raúl Martínez, le abrió literalmente los ojos al hombre común y sirvió de avance para que años más tarde resultaran tan exitosos los afiches de las películas del icaic, por citar uno solo de sus méritos como francotirador de la vanguardia.
De Guillermo en Cuba puedo decirles que nunca le interesó dirigir cine. Aparte de que él mismo en alguna entrevista, o tal vez en uno de los textos recogidos en Mea Cuba, aseguró que no le hubiera gustado sentarse en una silla que tuviera en el espaldar un letrero que dijera DIRECTOR. Así en la paz como en la guerra, el libro que publicó en La Habana, fue un éxito de venta. Continúa siendo un excelente libro, pero está compuesto por textos escritos en diversas épocas y con diversos propósitos (y hasta uno de ellos por encargo, como es el caso de “El día que terminó mi niñez”, porque ha­cía falta un cuento en Carteles para el Día de Reyes) y en realidad no refleja de manera cabal la “individualidad creativa” de Cabrera Infante.
De la novela que ganó el Seix Barral con el título Vista del amanecer en el trópico, y que se publicó como Tres tristes tigres, sólo se conocía entonces la primera parte de “Ella cantaba boleros”, donde ya están bien diferenciados los elementos que conforman un arte de narrar muy propio, donde todos los aportes están sabiamente procesados. Se dice que Carlos Barral había comentado en un viaje a La Habana que ese año el premio sería para un cubano, de modo que la mayoría de los escritores se pusieron a terminar la novela que ya habían comenzado o a escribir lo más rápido posible la que tenían en mente. Debe haber sucedido algo así, porque desde Cuba se en­viaron muchos manuscritos ese año al Seix Barral. Como en los buenos com­bates de boxeo, esa vez ganó el mejor. Algún tiempo después, cuando ya se sospechaba que Guillermo no iba a regresar a Cuba, Mario Vargas Llosa me comentó que él estaba muy enojado porque como jurado del concurso había premiado Vista del amanecer en el trópico y no Tres tristes tigres, que fue el título definitivo del libro después de que Guillermo le hizo los cambios y añadidos. Sin duda este hecho debió haber influido en la poca atención que se le dio al primer, y creo que único premio Seix Barral que ganó un cubano.
Pero es en Un oficio del siglo XX donde Guillermo pone de manifiesto, ya en época temprana, su talento para armar un libro que nadie más que él podría hacer. Guillermo Cabrera Infante es, en mi opinión, uno de los grandes innovadores del lenguaje, más allá de cualquier moda.
La última vez que lo vi fue en casa de Abelardo Estorino y Raúl Martínez, donde le dieron una fiesta de despedida cuando se fue de Cuba tras el azaroso viaje que hizo en 1965 a La Habana por causa de la muerte de Zoila, su madre. Nunca más lo volví a ver ni logré hablar con Guillermo. Lo recuerdo mucho en sueños, como era cuando lo conocí. Por eso, al año de su muerte, escribí un breve trabajo que se publicó en Venezuela: “Soñar con tigres”. Me niego a recordar a Guillermito de manera diferente a la primera vez que lo vi, con aquellos horribles espejuelos con montura plástica de color gris ratón.

EDMUNDO DESNOES
Elizabeth y Carlos:
Guillermo y yo estábamos (y estamos) en polos opuestos de cierta vi­sión del mundo o, si prefieren, de las cosas. Yo busco la inclusión y él prefiere, en su vida y en su obra, la exclusión. Los opuestos se tocan, decía André Gide, y en esa tierra de nadie intento vivir y expresarme. En cual­quier situación conflictiva suelo pensar en la posibilidad de que el otro tenga la razón. Es una incertidumbre que disfruto, que me permite ahondar y sobrevivir entre las ruinas.
Un ejemplo: Guillermo era amigo íntimo de Ramón Alejandro, le dedi­có un ensayo a su pintura, pero cuando Ramón aceptó ilustrar un número de Encuentro, Cabrera Infante le cerró las puertas de su amistad. Cuando me exilé y me negué a viajar al otro lado de la luna, a incorporarme a la agresiva y ciega hostilidad a la Revolución, Guillermo decidió atacarme durante una conferencia a la que ambos asistimos en una universidad norteamericana, y sólo bajo presión de los organizadores aceptó eliminar el ataque personal de su charla. Cuando apareció mi antología, Los dispositivos en la flor, donde había incluido tanto autores cubanos viviendo en la isla como en el exilio, Guillermo declaró que incluirlo en el volumen era como incluir a Tho­mas Mann en una misma antología junto a Hitler. Lo cual probablemente yo hubiera hecho si intentara definir la realidad alemana. Lo cierto es que no le había informado de su inclusión, sea porque durante esos primeros años de mi exilio no pensaba en derechos de autor o porque sabía que se negaría. Fue editorialmente un enorme error pero de una absoluta honestidad intelectual. Creo que los escritores de la isla y los del exilio forman par­te del mismo árbol. Hoy muchos cubanos del exilio cultural me consideran un agente del castrocomunismo y, en Cuba, Alfredo canceló mi invitación al Festival de Cine de La Habana cuando publiqué Memorias del desarrollo, donde Fidel aparece como una cabeza de perro en la empuñadura de mi bas­tón, un bastón en el que me apoyo y con el cual mantengo un diálogo cordial y agresivo.
En cuanto a nuestra obra alrededor del cine, tanto en la crítica como en la creación, vuelve a expresarse nuestra coexistencia nada pacífica; na­da, como dijo Unamuno, se parece más al abrazo que la lucha cuerpo a cuer­po. Cuando se cansó de hacer crítica de cine, me propuso que me hiciera cargo de la tarea y acepté. Inclusive una de mis críticas, “La infancia de Iván”, apareció en la primera plana de Revolución. Mis críticas, desde lue­go, no merecen recogerse en un libro. Las de Guillermo son ocurrentes, frescas y a veces penetrantes. Siguen teniendo vigencia.
Donde realmente fracasó Cabrera Infante fue en su afán de escribir un guión de calidad y verlo convertido en una película trascendente. El guión para la película que dirigió Andy García es de una mediocridad bochor­nosa. Ni siquiera se atrevió, por otra parte, a ver Memorias del subdesarro­llo para mejor destruir la narración visual. Y la película, como todos saben, ha sido seleccionada por la crítica internacional como la más importante de todo el cine iberoamericano. Llegó a decir que Titón y yo denigrábamos a Lam porque uno de sus cuadros aparece en el departamento de Sergio. Que estábamos sugiriendo que Lam era un pintor de la burguesía. Y Guillermo sabía que Lam había sido íntimo amigo mío.
Ya habrán notado la sana o enfermiza competencia entre nosotros. No lo niego. Muerto Guillermo, Padilla y Titón… me siento el principal sobrevi­viente de mi generación. Como no tengo abuela que hable maravillas de su nieto me veo obligado a celebrarme.
Resumiendo la valoración antagónica: Cabrera Infante es una de las raíces de nuestra cultura, su uso y abuso de las palabras para exaltar y deni­grar, para crear un mundo donde la imaginación, el resentimiento y el humor criollo son un mecanismo de defensa ante un mundo caótico, son ingredien­tes constantes de nuestra existencia. Guillermo Cabrera Infante es parte inse­parable de nuestra identidad (cosa que Guillermo, y tal vez con razón, jamás diría de Edmundo). Guillermo es mucho más auténticamente cubano que yo, pero espero que muchos jóvenes se vean reflejados y expresados cada día más en mi obra y mi pensamiento. Un sueño ridículo e imposible.
Martí, cuando no podía elogiar, prefería callar. Yo no quiero, no puedo callar. El silencio pronto será mi realidad.
Espero que lean y destruyan mi respuesta demasiado personal y subjetiva.

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