lunes, 23 de noviembre de 2009

Errores y extravíos

Gabriel Wolfson

Manuel Fernández Perera (coordinador), La literatura mexicana del siglo XX, FCE/CONACULTA/Universidad Veracruzana, México, 2008, 498 p.

Errores y extravíos es el título de una no­vela de Theodor Fontane, escritor alemán del siglo XIX, que nada tiene que ver con el asunto que nos ocupa pero que se apro­xima a la sensación que fui acumulando con la lectura de este volumen, algo notable si se tiene en cuenta que reúne diez textos de diez autores distintos. Que diez perso­nas reconocidas en sus respectivos campos, algunas de ellas autoras de obras que he leído a veces con provecho y a veces con mucho gusto, contribuyan para gene­rar tal impresión no deja de sorprender y de provocar algunas preguntas. Por ejem­plo: ¿qué tanto un trabajo con un ropaje tan fuertemente institucional como este, y quizá tan coyuntural, puede superar su aspecto de obra por encargo? O bien: ¿qué tanto pesó en el coordinador la posible amistad o admiración por sus autores como para no haber animado correcciones, ampliacio­nes, mejoras, o para no haber fijado desde el principio criterios claros en esta tarea colectiva? Ahora bien, diré que no son los diez autores quienes participan de los ex­travíos: hay algunos capítulos que ofrecen mucho, y hay especialmente dos capítulos magníficos que sin embargo, por involun­tario contraste, resaltan la opacidad ge­neral. Y diré también que el libro es una buena fuente de información, casi siempre puesta al día, que no sobrará en nin­gún anaquel en su calidad de “obra de carácter general y no especializado sobre la literatura mexicana contemporánea (…) que procura la amplia consulta”, tal co­mo se nos advierte en el prólogo.
No obstante esta advertencia, no obs­tante el hecho de que el libro aparece den­tro de la colección “Biblioteca Mexicana” y en la serie “Historia y Antropología”, muy pronto comprendemos que se trata de una reunión de ensayos libres sobre la litera­tura mexicana en las distintas décadas del siglo XX, textos que discrepan no sólo en cri­terios editoriales sino, sobre todo, en orien­tación respecto de su objeto de análisis y la manera de exponerlo. Así, algunos son propiamente capítulos de historia cultural (la perspectiva que, en mi opinión, da me­jores resultados en este libro y que ade­más se adecua mejor a la colección), otros son textos de crítica literaria e incluso los hay que parecen resúmenes escolares (crea por lo pronto el lector en mis juicios, más tarde intentaré argumentarlos). ¿Más discrepancias? Algunas, si se quiere, meramente técnicas y hasta pedestres, pero que en un trabajo como este, que busca “subsanar [la] carencia” de buenas historias literarias en nuestro medio, parecen inexplicables: sólo dos capítulos incluyen una bibliografía, algo que aquí habría re­sultado muy útil no sólo, desde luego, para mostrar las fuentes de los autores sino pa­ra sugerir al lector materiales complemen­tarios o de profundización; principalmente en el último apartado no se anexa el año de publicación a cada título mencionado, práctica común y apropiada en el resto del volumen; como “obra de consulta” le ha­bría venido muy bien un índice onomásti­co (pero ya Gerardo Deniz, en Anticuerpos, había referido la falta de costumbre o pe­ricia mexicana para este tipo de humildes menesteres); en algunos capítulos se indica el origen de las citas textuales y en otros no, a capricho del autor y sin que el editor se dé por aludido; y sobre todo, una discrepancia que tiene que ver con lo ver­da­deramente poco colectivo de esta obra colectiva: algunos autores se concentran en los grandes nombres de su década mien­tras que otros aventuran trazos más am­plios, con lo cual tenemos que a Mariano Azuela, por ejemplo, el libro le dedica tre­ce páginas en un capítulo y una más en otro, mientras que a David Huerta se le consagran quince renglones y a Aguilar Mora seis, o a Daniel Sada ninguno (¿nin­guno de verdad? ¿Es posible que no apa­rezca ni mencionado en las numerosas y fatigosas listas que engalanan muchos ca­pítulos? ¿No se me escapó por ahí su nom­bre, perdido entre ocurrentes encomios? Ah, cómo extrañamos el índice onomásti­co); con lo cual también resulta que de la Revista Mexicana de Literatura, por ejemplo, se habla lo suficiente y en cambio nada se dice de Plural, Vuelta o las secciones culturales de Proceso o Uno Más Uno; además tenemos que, salvo Usigli, el teatro práctica­mente no existe en este libro (algo que no habría estado necesaria­mente mal si la au­sencia se presentara y justificara como des­linde decidido desde el principio), excepto que en el capítulo sobre los setenta sí hay un apartado para la “Escena” donde desfilan Leñero, Azar, Basurto, Olmos y compañía.
(Y ya que estamos en este nivel de mi­nucias, y en abono de mi ociosidad como reseñista, séame permitido un alegato: en la hoja legal del volumen, junto a los datos al uso, se nos informa: “Empresa certifica­da ISO 9001: 2000”. ¿Qué es, me pregunto, lo que certifican los certificadores? Miste­rio. Sí está claro que los diversos isos cer­tifican, por ejemplo, que en un restaurante la cebolla esté finamente picada o que no naden ratas al fondo de las marmitas, pero no certifican que el mole sepa rico, o bien en una universidad certifican que haya tal número de doctores por cada tantos alum­nos o que no se usen softwares piratas pero no certifican que los alumnos finalmente aprendan algo, en una empresa editorial uno supondría que, de acuerdo, los certifi­cadores no pueden certificar que lo publi­cado no sea un puñado de cursilerías, por ejemplo, pero sí al menos que no haya de­masiadas erratas en esas cursilerías. Muy bien, pues no es el caso. Y no porque este libro no sea cursi —aunque por ahí uno pueda leer: “Jaime Sabines realiza lo que hacen los grandes: examina lo que pa­sa, las semblanzas humanas, indaga cómo es el mundo y nos entrega sus verdades (…). Algo sobre la muerte del mayor Sabi­nes es una cumbre de la literatura univer­sal, son un suceder los versos de este libro que no se lee, sino se adentra en uno”—, y porque además está efectivamente lleno de erratas. Entre mis favoritas, aquellas que no son un vulgar de­dazo, cito las siguien­tes: a Alfonso Reyes, autor de un poema llamado “San Ildefonso”, se le atribuye un “Nocturno de San Ildefonso”, título fa­mo­so de Paz; a un ver­so aún más famoso de Sabines se le agrega una palabra que lo ha­ce sonar casi gauchesco (“Yo no lo sé de cierto, pero lo supongo”); al exiliado espa­ñol Juan Rejano se lo convierte en un tal Juan Bejarano; de “El sueño de los guantes negros”, de López Velarde, se di­ce que “tiene un inicio notable”, pero lue­go ese inicio está terriblemente citado (el cuarteto endecasílabo se vuelve una estro­fa de tres versos casi libres); o un capítulo final tan plagado de erratas que en él puede llegar a leerse: “el auge no es algo todavía algo ex­cepcional”. Algo que sí es ya algo excepcional, en cambio, es que casi confiemos nuestras existencias a las pulcras manos de los certificadores.
Antes de examinar con más detenimien­to algunos capítulos, me gustaría aún hacer un comentario general. El libro se llama La literatura mexicana del siglo XX pero podría mejor titularse La literatura de la Ciudad de México en el siglo XX. Salvo excepcio­nes como el capítulo de Saborit (donde se encara el problema de una renovación del medio intelectual que no afecta sólo a la capital) o el de González Rodríguez (que de­dica un apartado a la pervivencia y el aban­dono de lo rural y provinciano), el libro se pasea comodísimo en el conocimiento a veces exhaustivo de calles o aun bares y cafés renombrados del Distrito Federal con la convicción sinecdóquica de que lo que ocurriera en el resto del país sería, seguramente, un eco pálido del esplendor me­tropolitano, o peor, con la certeza de que en el resto del país no pasaba nada. Se podría argumentar, en principio, que la dinámica cultural de México acarreó la mi­gración casi total de los escritores de pro­vincia a la capital, sede de las principales instituciones literarias (aunque esto sería difícil de sostener respecto de las últimas décadas del XX, fenómeno del que no se hace ninguna mención), o bien que los es­critores más notables del país, con abrumadora superioridad numérica, realizaron su labor en el df y aun lo convirtieron en su tema principal. El problema es que un libro titulado La literatura mexicana del si­glo XX no tendría que ser una mera lista de notables, y eso lo comprenden sólo tres o cuatro de los colaboradores del volumen: olvidándose de las nada riesgosas loas a los consagrados, se dedican a examinar la literatura no como “una de las bellas ar­tes” o como “expresión del pueblo mexicano” (o del espíritu universal) sino en tanto práctica social, lo que implica desde luego referirse no sólo a los escritores no­tables sino a los poco o nada notables, no sólo a los escritores sino a los lectores, no só­lo a los libros sino a las revistas y periódi­cos, no sólo a los juicios sino a las prácticas y las percepciones, y claro: no sólo a la li­teratura. Porque aun aceptando muy bien que en términos generales la producción literaria más destacada tuvo al DF como imán, un libro de estas características o con estos propósitos podría haber dado cuenta de distintas lógicas literarias del resto del país, lógicas reaccionarias algunas, lógicas premodernas, paralelas, alternativas, a ve­ces —pero no siempre— emplazadas como disputas con la así concebida lógica domi­nante central, a veces asimiladas por la propia producción mayor capitalina. ¿Que algunos autores de este libro juzguen que fuera del DF todo era un páramo sombrío, un Cuautitlán sin ISBNs del que no se dis­pone de información? Muy bien: habrían podido al menos crear un marco para tal vacío y que de esa forma hablara ese va­cío, en vez de relegarlo al desván innombrado de todo lo modesto, lo molesto, lo vergonzante, lo campirano. O mejor aún, podrían haber investigado: ahí están como primeras fuentes el libro de Zaid sobre la cultura católica y provinciana de la cual es deudor López Velarde, ahí está un volumen como México: Literaturas regionales y nación (publicado por la misma Univer­sidad Veracruzana), ahí están sobre todo las antologías históricas estatales promo­vidas institucionalmente en los últimos años, y ahí están seguramente muchos otros tra­bajos para dar los pasos iniciales, para que (poniéndome en el mismo nivel de lo “nota­ble”) el libro no resintiera la ausencia, di­gamos, de Dos Filos o El Centavo, de Félix Dauajare, Samuel Walter Medina o Alejan­dro Meneses.*
El primer capítulo es un interesante en­sayo de Rafael Pérez Gay dedicado a la década inicial del XX —aunque contempla también los últimos años del XIX—. En es­te caso, el problema mayor no radica en el ensayo en sí mismo sino, nuevamente, en la discordancia que establece con el resto del libro: Pérez Gay elige hablar sólo de los pro­sistas (y no de todos: en especial los asociados con la Revista Moderna y unos pocos más), lo cual, desde luego, funcionaría muy bien en un volumen donde sus coautores partieran por igual de una perspectiva crí­tica y selectiva, pero no en este libro donde el objetivo, bien o mal cumplido por el res­to, consistió en ofrecer un panorama ge­neral de cada década. El otro punto para mí discutible de este primer capítulo tie­ne que ver con que Pérez Gay arriesga la tesis de que lo más interesante de los pro­sistas decadentes no son los escandalosos temas y motivos de sus textos sino el “ex­ceso verbal”, su dedicación a “experimen­tar con el lenguaje”, al grado de que los considere “los fundadores silenciosos de la prosa moderna”. Lo que me falta son los argumentos que sostengan tal asevera­ción, sobre todo porque el mismo Pérez Gay más tarde estudia a Ángel de Campo, Micrós: en la cita microsiana que incluye parece asomar una más fuerte y verdade­ra novedad de la prosa.
La mala suerte de este libro es que su mejor capítulo se presenta muy pronto, lo cual conduce a un continuo anticlímax en el resto de sus muchas páginas. Ya desde el título, “El trabajo literario y el presente inmediato. Escritores y artistas en la dé­ca­da armada”, el texto de Antonio Saborit pone en claro que no se limita a cumplir con el encargo, y que un texto puede ha­blarle a los especialistas al mismo tiempo que al público general sin que por ello mer­men su legibilidad, su amenidad, su rigor ni sus aportaciones. Lejos de remitirse a las interpretaciones y las fuentes tradicio­na­les, manoseadas hasta el cansancio, Saborit ingresa al ruedo con admirables testimonios provenientes de archivos o de esos polvosos libros que se avinagran en las bi­bliotecas, y, sin mayor alarde, ofrece sobre todo lecturas frescas y estimulantes de una década para muchos agotada: su ensayo parece un solo y fluido párrafo que engarza naturalmente las voces de nuevo palpi­tan­tes del pasado con argumentos (la división de la élite intelectual a raíz de la disputa Reyes / Corral, la paradójica euforia cultu­ral capitalina después de la Decena Trágica, la inercia de un medio intelectual media­namente autónomo y encantado de sí mis­mo, la mediocridad de la actividad del Ate­neo en tanto grupo, los ateneístas como los primeros intelectuales modernos en México, el definitivo desfase entre la renovación cul­tural y las fechas políticas, el igualmente paradójico desfase entre unas obras hechas para el consumo local capitalino y su posterior proyección como pilares de la cultura nacional) a años luz de la veneración sacralizadora del genio creador y de la lite­ratura entendida como emisión etérea de contenidos inmateriales. Por el texto cruzan músicos, militares, revistas, epidemias, sket­ches de teatro frívolo, fotógrafos, impren­tas y hasta poemas, y sobre todo —algo inaplazable en un lector y difusor de Roger Chartier o Robert Darnton como Saborit— circulan percepciones: reconstruir verbal­mente un mundo implica no sólo establecer qué ocurría en él sino, quizá más importante, aventurar cómo sus actores percibían las cosas y cómo, a su vez, intentaban re­presentar sus propias reacciones. Ojalá no suene a elogio hueco decir que el libro vale por el capítulo de Saborit.
El anticlímax de La literatura mexica­na del siglo XX sólo se interrumpe cabalmente en el capítulo en manos de Sergio González Rodríguez, a quien se le enco­mienda la década tal vez más opaca, los cuarenta. Pero González Rodríguez hace de la opacidad virtud: comprende que su trabajo no depende de la escasez o profu­sión de figuras rutilantes sino de su propia capacidad para dar una imagen compleja de lo que podríamos llamar la vida coti­diana literaria o cultural de un periodo. Si las armas en Saborit provenían principalmente de la historia cultural, en Gon­zález Rodríguez derivan del periodismo: su punto de enunciación es el de quien observa y registra hechos, más que textos: sombras subrepticias a la vuelta de la esquina, halcones nocturnos que se deba­ten entre la seducción del entusiasmo mo­dernizador y la ilegalidad. Su capítulo es, así, un cortometraje en blanco y negro que, asentada la consolidación de la ciudad co­mo escenario cultural, ofrece una caracterización dominante: la de los cuarenta es la década oscura, nocturna y criminal, de garitos, callejones, salones México, pe­riodistas y escritores menores, y de base una doble moral que sustenta mientras fi­sura la estabilidad del régimen. Del atinado encuadre de González Rodríguez se des­prende, además, una perspectiva que da cuenta de la heterogeneidad: simultáneo al paradigma humanista aún sostenido, “el imán de lo extremo”, la “visión obscura y astillada de la urbe”.
El capítulo sobre los veinte quizá pue­da resumir, en cambio, los extravíos y las deficiencias que campean, menos concen­trados, en el resto del libro. La impresión que deja su lectura es que José Joaquín Blanco, autor de muchos otros textos muy lúcidos y muy atendibles sobre literatura mexicana —por no hablar de sus crónicas—, ahora no tenía mayores ganas o in­terés de participar en este trabajo y se limitó a redactar unas breves notas que, eso sí, les vendrán muy bien a los estudiantes plagiarios de las preparatorias. No es sólo que Blanco insista, por ejemplo, en que lo mejor de los Contemporáneos se escribió en los treinta pero insista también en dedicarles muchas páginas en las que, sin embargo, nada menciona de lo más característico de la actividad del grupo en los años veinte; no es sólo que se desentienda en dos líneas de los Estridentistas en algo que más parece una ocurrencia o una bravata que una interpretación (“Fue­ron, más que un grupo poético, una anéc­dota belicosa bastante lateral que sufrió la generación de Contemporáneos”); tampo­co que “en cierta forma” (pero en cuál, me pregunto, a lo que Blanco no responde nunca) considere a historiadores como O’Gorman o a eruditos como los Méndez Plancarte “cercanos” a la corriente colonialista de Valle-Arizpe y compañía; ni, en fin, que señale como algunos de los libros “más disfrutables y generosos” de Reyes los de la década de los veinte pero de inmediato enliste puros títulos que Reyes escribió en la década anterior. El problema mayor es la displicencia con la que Blanco se toma su tarea y, sobre todo, la concepción de la cultura —o de la crítica o la historiografía literarias— que uno po­dría desprender de sus resultados: nada que ofrezca una síntesis de los años vein­te (para cumplir, digamos, con el propósi­to principal de un libro como éste), nada que aporte información nueva o poco aten­dida, nada tampoco que arriesgue una lec­tura novedosa y no una acumulación de afirmaciones lapidarias (porque en este texto nada las sustenta ni acompaña), y sí, en cambio, un esquema expositivo que reduce la vida cultural, nuevamente, a un hit parade idóneo, como decía, para el copy paste: nombre de Gran Autor, jui­cios impresionistas sobre su Obra, texto famoso de muestra.
En la base de este esquema se encuen­tra una idea convencional de la literatura, donde ésta se limita ya no digamos a los títulos de las obras sino a los nombres geniales de sus productores, y que permea otros capítulos del libro. Así en el dedica­do a los años treinta, a cargo del coordinador del volumen: después de unas buenas páginas iniciales, de síntesis y con atracti­vos cuestionamientos, se da pie a una ex­plícita galería de personajes, sobre todo aquellos que, muy notoriamente, admira el autor del capítulo [a excepción de Ló­pez Velarde, de quien puede leerse: “Sin embargo, a pesar de ese brillante trabajo analítico e interpretativo [el de Paz en Cua­drivio], parece muy improbable que hoy merezca atención amplia. El tema de la poesía velardiana (…) ya no resulta compartible y tal vez quedó tan rebasado co­mo otras tantas preocupaciones o afanes que ya son obsoletos: ese temblor lírico (…), esa fascinación con el ‘abismo’ o la ‘caída’ ya no parecen vigentes.” A mí me gustaría saber por qué ya no “parecen” atendibles o vigentes los escritos de Ló­pez Velarde, en especial cuando ha sido incluido un poco forzadamente en una dé­cada en la que ya llevaba varios años muer­to y enterrado, y sobre todo cuando nada se ha dicho de la vigencia —sospecho que mucho menor— de otros “notables” como González Martínez o Mancisidor. Asi­mis­mo, podría yo apuntar que el autor privi­legia, en el terreno de la poesía, a Reyes, Gorostiza, Villaurrutia o Pellicer, y aun cri­tica a Torres Bodet porque “no pareció entender mucho en qué consistía la reno­vación”, pero nada dice de Novo, que en esa década publicó Espejo, Nuevo amor, Never ever o los fantásticos Poemas proletarios]. Así también en el capítulo sobre los cincuenta, autoría de Juan Antonio Ro­sado y Adolfo Castañón: la prosa hetero­génea y compleja, característica de este último, capaz de dar una imagen de la dé­cada como un lapso de ruptura y tensión intergeneracional, va cediendo terreno a párrafos cumplidores que clasifican auto­res por género literario o por revista, y que a veces parecen mera paráfrasis de los es­tudios de Armando Pereira sobre la gene­ración de Medio Siglo. Lo mismo en la década siguiente, los sesenta, en manos ya sólo de Rosado: agradables estancos (los géneros, la dualidad mexicanismo/cosmo­politismo) donde se agrupa una profusa —eso sí— información sobre autores, títu­los, revistas e instituciones.
El capítulo sobre los ochenta podría des­tacarse como uno de los más disonantes en el conjunto. Rocío Olivares Zorrilla en­cara su década con una perspectiva decididamente crítica: escoge a pocos autores y sobre ellos escribe páginas que tienden más al análisis y al juicio de sus obras que a la exposición de datos. Así, resulta espe­cialmente interesante que, en un gesto por sí mismo significativo, comience su revi­sión de los ochenta con Luis Zapata, y que de él, como de Pitol o Del Paso, ofrezca pá­rrafos lúcidos derivados de un conocimien­to profundo y reflexivo de sus textos. Aho­ra bien: el problema de este capítulo es, como ya podrá suponerse, su contraste con respecto al resto de un libro que se preten­de “de consulta” y “general” (así, por ejem­plo, no se mencionan obras por diversas razones decisivas de la década, como Cró­nica de la intervención o los libros inicia­les del ya citado Daniel Sada), pero además que, por su mismo impulso de arranque, se proponga destacar a los autores más valio­sos sin que se nos diga cuál es el suelo común del que se destacan. Y si con los prosistas la tempestuosa crítica de Oliva­res Zorrilla abría la puerta a lecturas su­gerentes y atractivas, con los poetas se va convirtiendo en un ejercicio de explicación de los poemas, lo que acarrea frases (“Por él [un camino de desencanto] ha expulsa­do sus demonios: la enfermedad, la vejez, la muerte, las interrupciones exasperantes e inexplicables que laceran la existencia devolviéndola al vacío”) que podrían apli­carse a Eduardo Hurtado, como es el ca­so, o a muchos otros poetas de los ochenta o de cualquier otra década: ejercicio di­dáctico cuya gratuidad conducirá, digamos, a que a la poesía de Deniz —difícilmente asociable a una frase como “En la poesía de Antonio Deltoro, la infancia es un surtidero de destino, en ella está ya, como en un juego, la inocente certeza de la muer­te”— sólo se le dediquen dos renglones como de diccionario.
Los capítulos restantes —los setenta, de Isabel Quiñónez, y los noventa, de José Carlos Castañeda— comparten la devoción no sólo por las listas de autores y por los cómodos compartimentos de clasificación (Castañeda agrega un nuevo esquema, más cómodo aún y más gratuito: las trilladas cinco propuestas de Calvino para este mile­nio), sino también por los grandes nombres, aquellos que garantizan el asentimiento y no implican ningún riesgo. Pero que una década, los setenta, tan signada por diver­sos escepticismos y resquebrajamientos que­de enmarcada en lo poético por Pellicer y Paz y en cambio nada se diga de Ricar­do Castillo, Jaime Reyes, Coral Bracho o los ya citados Deniz y Huerta, o que los no­venta queden igualmente enmarcados por Sabines, Fuentes y Paz (“Mil novecientos noventa fue un año venturoso para las le­tras mexicanas”, se dice ahí y uno se pregunta por qué. Ah: “La Academia Sueca otorgó a Octavio Paz el Premio Nobel de li­teratura”. Menos mal. A lo que le sigue una frase tortuosa que ejemplifica muy bien la displicencia, nuevamente, de este capítulo: “La obra poética y ensayística de Octavio Paz se unieron en un solo itinerario: la bús­queda del presente”), o incluso que se nos diga que “en este ambiente finisecular, la prosa de las mujeres ha obtenido un reco­nocimiento definitivo” y no obstante se las siga agrupando como una curiosa subes­pecie, habla mucho del trabajo que no qui­sieron emprender varios de los autores de este volumen: en vez de leer, releer, inves­tigar y reflexionar, irse por la segura ruta de los juicios consagrados y del entusiasmo por la supuesta “diversidad” de la lite­ratura mexicana, como para que el lector, al terminar el libro, salga a felicitar a todos los presentes. En efecto: en el capítulo fi­nal, por ejemplo, Castañeda acepta man­samente los clichés sobre 1989 como la clausura del siglo XX, sobre la consumada democratización del país, sobre el “viaje hacia la pluralidad cultural”, pero después se remite a fuentes no específicas sobre los noventa sino relativas a la segunda mitad del siglo: ¿por fin? ¿No estábamos ya en los años felices, que habían cerrado “la página final del expediente democratizador abierto por el movimiento estudiantil de 1968”? ¿Y entonces? Entonces queda un hueco, la década de los noventa, que es justamente aquello de lo que no se habla en este capítulo dedicado a los noventa, al grado de que en sus conclusiones se celebren las ventas o premios de algunos narra­dores y narradoras y, como en un comercial de “Vive México”, se termine afirmando: “Tal parece que el gusto por el experimen­tación [sic], afortunadamente, quedó atrás”. Qué bueno, ya podemos dormir tranquilos.

* Por no añadir el problema de la litera­tura de México no escrita en español, de la que no se habla ni siquiera para señalar que, como suponemos, sí existe pero no será considerada en el libro.

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