lunes, 11 de mayo de 2009

Estambul

Lourdes Noriega

Una cabellera extraordinaria se cruzó frente a mí en el vuelo a Estambul. No tendría más de veinticinco años, rostro común, turca ciertamente. Esa cascada de rizos oscuros y brillantes que le llegaban a la cintura me decía algo de estas mujeres, y también de sus hombres que buscan ocultarlas. Se trata de evitar la exposición a la mirada ajena de uno de los signos de seducción más antiguos y más fuertes que han existido. Y no sólo hablo de la cabellera de una mujer sino también la de un hombre. Pero en estas latitudes el signo en lo femenino es el que debe ocultarse: evitar esa mirada que se enredaría en los hilos de seda de las mujeres turcas. El hombre puede exhibir y exhibirse, cuanto y lo que quiera.
Y son precisamente estas cabelleras lo que no volví a ver durante el tiempo que estuve en la ciudad: pañoletas en unas, velos negros en otras, cualquier lienzo era bueno para ocultar esa belleza reservada únicamente al hombre de la casa.
Aquí nació Medusa, la de cabellos de serpiente, esa mujer convertida en monstruo por los celos de una diosa. ¿Y cómo no iba a celarla si aún monstruosa seguía fascinando? Por eso los griegos la transformaron en un mito y los romanos se la robaron y gracias a ellos pude ver, sí, antes dije mal, dos cabelleras de piedra enmohecida por el paso del tiempo en las profundidades de una cisterna que subyace junto a la iglesia de Santa Sofía, en la parte antigua de Estambul. Y es que esta cisterna está construida ocho metros bajo tierra a la manera de un palacio con cientos de columnas, todas de mármol, que sostienen igual número de bóvedas de ladrillo rojo. No puedo evitar pensar que puede irse la luz y convertir este lugar en algo temible. Sin embargo, así iluminado, es un lugar mágico: las columnas se reflejan en el espejo de agua sobredimensionando el espacio que da la impresión de estar frente al infinito. Aquí me podría quedar un buen rato. Hay poca gente y eso lo hace más agradable. Caminamos por un pasillo hasta el fondo de la cisterna para encontrarnos con las Medusas. Sabemos por algunos letreros que ahí se encuentran. Son dos cabezas de gran tamaño que forman la base de cada columna. Una está de cabeza y la otra de lado; extraña posición la que está de lado, pues la que está de cabeza sigue la línea de la columna como si ésta fuera su cuerpo. De las 336 columnas, estas dos son las únicas labradas en el tiempo en que fue construida la cisterna, es decir, cuando los romanos conquistaron Bizancio; hay una tercera, el fuste tapizado con los “ojos turcos”, labrada después de la caída de Constantinopla.
El mito griego de Medusa habla de cómo una hermosa joven fue transformada en monstruo. Un día se encontraba en el templo de Atenea mirando su rostro reflejado en un espejo de agua, cuando dijo en voz baja: “Soy hermosa, incluso más que la diosa a la que está consagrado este templo”. Enojada, la diosa la convirtió en monstruo y la mandó a vivir al país de la Noche con las que ahora serían sus hermanas: las horribles gorgonas. Medusa quedó convertida así en un ser contrahecho, de cuyas espaldas nacían dos alas enormes cubiertas de plumas doradas y en lugar de manos y pies, unas garras de metal; en vez de cabellos, un sinfín de serpientes venenosas se retorcían en su cabeza; de su garganta sólo brotaban terribles rugidos. Cualquiera que mirara su rostro sentiría tal miedo que quedaría convertido en piedra. Perseo logró matar a Medusa cortándole la cabeza, la metió en una bolsa y se la llevó consigo, pues seguía conservando el poder de matar a quien la viera. Los romanos se apropiaron de esta cabeza para usarla como amuleto en sus casas, ahuyentando a todo aquel que intentara entrar sin permiso. Por eso las encontramos aquí, en este lugar de sombras perpetuas, en la profundidad de la Gran Cisterna de Yerebatan. Por eso, verlas ahí, enmohecidas por el tiempo y la humedad, en lo más profundo de la cisterna, es encontrarse con la Gorgona del mito griego.
Ésta es la tierra donde habita la Medusa y las mezquitas se construyeron para ocultarla, para cubrir su cabellera de oro y bronce con sus múltiples cúpulas-cuevas, cúpulas-pañoletas, cúpulas-lienzos. Porque las mezquitas turcas siguieron la tradición bizantina de los templos cristianos con sus grandes cúpulas y su planta en cruz griega, a diferencia de las mezquitas de la región del norte de África y el sur de España, donde el cuarto de oración se resuelve en hileras de columnas que sostienen el techo de un recinto cerrado, o encontramos un patio a cielo abierto rodeado por un gran muro. Veo las mezquitas como un harén cupular custodiado por los alminares-falos esbeltísimos desde donde el almuecín llama o dirige la oración. Hileras interminables de pequeñas cúpulas se suman al harén, encuadrando un patio exterior. Un muro perimetral impide la visión hacia dentro. Observar la mezquita desde lejos es entrar a Las mil y una noches e imaginar sultanes y scherezadas, alfombras voladoras y magos que salen de lámparas maravillosas; es entrar a la cueva de Alí Babá y encontrar un tesoro; es vivir un cuento. La mezquita parece flotar en el horizonte. Entrar a la mezquita azul es salirse del cuento, es arrancarte la ilusión sin que puedas hacer nada, te quedas ahí, mudo, triste, porque el espacio interno no se deja hacer, no te lleva a ningún lado; te das cuenta de que es un puro cascarón. Aquí todo nace de la distancia; sin ella, el cuento se esfuma en el aire condimentado de Estambul.

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Entro a la Mezquita Azul, llamada así por los miles de mosaicos azules que cubren las paredes interiores y que reflejan un azulado resplandor en la inmensa sala de oración. La entrada de los visitantes es por una puerta lateral. Por la puerta principal sólo entran los musulmanes hombres, las mujeres lo hacen por la puerta lateral junto con nosotros. En el patio, frente a la entrada de la mezquita, hay unos lavatorios con varias llaves donde los hombres se lavan los pies, los brazos, la cara. ¿Dónde se lavarán las mujeres? Ellas van todas cubiertas, sus vestidos son muy amplios y, cuando se quitan los zapatos, se quedan con unas calcetas gruesas blancas amarradas a sus pies: sólo parte de la cara queda al descubierto. Nos dan unas bolsas de plástico para guardar nuestros zapatos. Me da asco a pesar de que llevo calcetas; me quito los zapatos y me pongo una bolsa de plástico en cada pie, pero una persona a la entrada me dice que no puedo pasar así, que debo quitarme las bolsas. Me las quito y entro. Siento la alfombra húmeda y pienso en todos los hongos y lo sucia que debe estar de tantos años y tantas personas que la pisan todos los días; después caeré en la cuenta de que está húmeda porque los que van descalzos se lavaron los pies antes de entrar y no huele mal. Me entero de que todo el tiempo hay alguien limpiándola. Mi predisposición hacia lo que me podía encontrar nació de un viaje a la India, donde dicen que las mezquitas están sucísimas, y siendo ésta mi primera experiencia en una… Bueno, entré, y en lugar de encontrarme ante un espacio abierto como había imaginado me sentí comprimida hacia el suelo sin que pudiera abarcar con mi vista toda la extensión del recinto. ¿Qué estaba pasando? ¿Sería que habíamos entrado por una puerta lateral y eso me daba otra perspectiva? Una alfombra roja con motivos florales abarcaba toda la superficie del piso. ¡Inmensa! Caminamos hacia el centro del llamado cuarto de oración y mi sensación permaneció igual. ¿Habría mucha gente, sobre todo visitantes, y eso impedía mi visión? Un barandal de madera dividía la mezquita en dos y separaba el espacio reservado a los hombres de los visitantes y de las mujeres, que apiñadas contra la pared opuesta a la quibla (una hornacina que señala la dirección de la Meca) y detrás nuestro, tras otro barandal de madera, rezaban y se inclinaban varias veces rozando la alfombra con la frente; sus voces se podían escuchar a diferencia de los hombres que, en grupos o solos, veíamos a lo lejos sin que sus murmullos llegaran a nosotros. Los hombres, los visitantes y, al último, las mujeres. Así funciona este lugar.
Nos acercamos al centro de la mezquita para tener una visión más completa del lugar. Mi sensación no cambia, empiezo a sospechar lo que pasa: una inmensa estructura de metal sostenida por una maraña interminable de cables está suspendida sobre nuestras cabezas: un candelabro plano y circular con cientos de lámparas de cristal de colores que simulan las lámparas de aceite de otros tiempos. Aquí todo es inmenso. Me cansé ya de repetir la misma palabra una y otra vez, pero el candelabro es inmenso. Puedo decir grandísimo pero no sería lo mismo; su circunferencia parece coincidir con la cúpula central que se encuentra varios metros arriba, y su altura, en proporción con el claro del recinto, está casi al ras del piso, por lo que sientes que algo te comprime al suelo. Los cientos de cables que la sostienen, en todas las direcciones posibles —arriba, a los lados, cogidos de las columnas, de las cornisas o del techo en diversos puntos—, me dan la sensación de estar viendo esos postes de luz en alguna vecindad de la ciudad de México, donde cientos de tomas salen a sus respectivos destinos sin que nadie sepa bien a bien cuál de ellos es el suyo. El conjunto es una gran telaraña que impide ver más allá de su absoluta oscuridad y fealdad: las cúpulas, los vitrales, la luz. Toda la magnificencia de la mezquita se retrae a la región de lo invisible. La opresión es sofocante y el espacio al frente se hace tan extenso que no se ve el fin. ¿Dónde queda ese resplandor azulado del que tanto se ufana la mezquita? Queda allá arriba, para quien pueda mirarlo a cinco metros del piso, porque para nosotros los mortales sólo queda la triste sensación de haber sido engañados. Y cabizbajos, porque no podemos hacerlo de otra forma, nos acercamos a una de las cuatro inmensas columnas acanaladas de mármol blanco que sostienen la gran cúpula. Y una vez más digo inmensas porque no encuentro otra palabra: deben medir unos tres o cuatro metros de diámetro. Me hubiera gustado rodearla con mis brazos o, tomando de la mano a varios de los presentes, jugar a la ronda: “Doña blan-ca está cubier-ta de pila-res de oro y pla-ta, rom-peremos un pilar para ver a doña blan-ca.”
Adentro de la mezquita no hay casi adornos, se ve vacía. Mosaicos con motivos azules cubren las paredes y las bóvedas de las cúpulas, por eso le llaman la Mezquita Azul, pero ése es el nombre que le damos los extranjeros porque su verdadero es otro: Mezquita de Ahmet. Ahmet fue el sultán que la mandó construir. Y lo hizo precisamente en este lugar, frente a la iglesia de Santa Sofía, como un contrapeso a ese monumental edificio arquitectónico que en vano quisieron transformar en mezquita, para alabanza y gloria del propio sultán. A pesar de las interferencias, dentro de la mezquita nos rodea una tonalidad azul muy suave que proviene del reflejo de la luz de los vitrales sobre los mosaicos azules que la recubren. Cristales emplomados en rojo, blanco, azul, verde, amarillo, dejan pasar una luz que se vuelve violeta al chocar con el azul de los mosaicos y el oro, que abunda en los adornos, deposita su polvo dorado en cada partícula del aire. Aquí, la paleta de un pintor tiene su paraíso.
Vuelvo a sentir el vacío. ¿De dónde viene? Lo primero que pienso es que casi no hay objetos donde detener la mirada y, los pocos que hay, no parecen estar dispuestos de alguna manera determinada, sino más bien lanzados al azar: algo parecido a un púlpito recto y tieso labrado en madera en medio de nada; en otro extremo, una especie de plataforma sostenida por columnas arrojadas a donde sea, sin ninguna posición determinada porque en ese inmenso espacio no hay más frente que una minúscula hornacina que marca la dirección de la Meca pero que está tan aplanada a la pared que parece más bien pintada. Si no sabes que está ahí, no la ves. Y yo sin poder llenar la inmensa alfombra vacía porque nada en ella reconozco, y me pierdo; miro de un lado a otro y en nada me detengo, sigo perdida: no tengo de dónde asirme. Se pierde la perspectiva, todo se ve lejos; lo cercano es solamente lo que puedes tocar. Aquí no hay ningún signo que me indique la presencia de un dios, aquí sólo hay un gran vacío para el extranjero. Es desconcertante. Siento un mareo espiritual difícil de describir. Algo me avienta hacia afuera, es absurdo. ¿Venir desde tan lejos para conocer este lugar y luego quererme ir apenas llego? Permanezco ahí a pesar de que desearía salir y volver a mi cuento de Las mil y una noches, a todo lo que imaginé cuando la veía de lejos. Y pongo cara de que “estoy bien”, cuando en verdad no lo estoy. ¿Habrá alguna diferencia en venir un viernes, cuando se dirige la oración desde la plataforma? Entonces los hombres ocupan gran parte de la sala de oración y, formados en filas, rezan, se inclinan, tocan con sus frentes la alfombra. ¿Una simulación de orden o realmente se logrará imprimir algún sentido al espacio? Su cuadriculado efímero sostiene mis dudas en la imprecisa región de lo posible.

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La mezquita es el mar o el desierto deleuzeanos, el espacio liso donde no hay puntos de referencia ni marcas delimitantes. Es el espacio nómada donde los elementos carecen de una posición fija, siempre móviles y distribuidos al azar. El infinito es su naturaleza. Desorden que incuba vacíos. Vacíos que fracturan el entorno produciendo infinito. En otros espacios arquitectónicos, la repetición del orden es la que abre una ventana al infinito: es el caso de la catedral-mezquita de Córdoba en España, donde el infinito surge de la repetición interminable de columnas y arcos: columnas moras sobre columnas visigodas, arcos moros sobre arcos visigodos pintados con franjas alternativas en rojo y blanco, rojo y blanco, rojo, blanco, siguiendo el arco de un círculo invisible, que se repite y se repite, nervaduras que proliferan en otras nervaduras, mármol hecho filigrana de espuma, etéreo. La mezquita es el espacio táctil, es el espacio sonoro: aquí lo visual pierde todo su poder. El recinto se convierte en un mercado de voces que murmuran rezos altisonantes y que no se acaban, van, van, van, sin pausa, sin descanso. Barullo que se une al asombro de los visitantes que susurran y comentan. Es una mezquita-mercado y Jesús sacaría a latigazos a los mercaderes por estar profanando la casa de Dios; pero éste no es un templo cristiano ni su dios habita en él. Pero… por un instante yo me sentí en ese mercado.

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Salimos por fin de la mezquita. Nos volvemos a poner los zapatos pero antes me quito las calcetas húmedas porque no los quiero mojar; las guardo en la bolsa de plástico para lavarlas más tarde. Una caja metálica con una ranura en su extremo nos pide unos yuanes, pero no me detengo, busco alejarme lo más pronto de ahí. Sentada en las bancas del parque que rodea a la mezquita, trato de olvidar por unos momentos lo que acabo de vivir y miro a lo lejos a Santa Sofía: la iglesia-mezquita. Es hermosa. Me atrae su gran cúpula en forma de gorrito invernal, de esos que rematan en un pequeño pompón, y el color rosado de sus muros, pero sobre todo me atrae esa pared que, ligeramente sumida, imita el perfil de la cúpula tiñéndose de un rosa profundo. Aquí no veo ningún harén de cúpulas; los alminares son toscos, pero el conjunto fascina: es como la síntesis de su hermana gemela a la que mira a lo lejos. Una frente a la otra. Una disfrazada de mezquita, la otra creada para competir con ella. Me pregunto si se platicarán algo después de quinientos años. ¡Seguro que Sofía debe hablar turco! Luego me entero de que no fue un templo dedicado a una santa, sino que es uno de los tres títulos dedicados a Dios: “Santa Sabiduría” o la Divina Sabiduría o, “Aya Sofia”; la Divina Paz o “Aya Irene” y el Divino Poder o “Aya Dinamus” son los otros dos. Aquí mismo en Estambul encontramos una iglesia dedicada a “Aya Irene”; sólo el Divino Poder, creo, se quedó sin casa.

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Hoy vamos a Santa Sofía. Presiento que algo distinto me espera: el estilo románico de sus líneas coronada por esa gran cúpula o los contrafuertes de piedra, o la barda perimetral de hierro forjado que deja ver su interior. Todo me dice que no es una mezquita, aunque sé que trabajaron mucho para transformarla en una. Las ruinas de unos frisos tallados en mármol con motivos cristianos y una pila bautismal nos dan la bienvenida en lo que debió ser un gran atrio ahora ocupado por diversos recintos. Son los restos de la iglesia construida por Teodosio en el año 416 d. C. sobre las cenizas de la de Constantino. Será Justiniano el que la reconstruya como la conocemos ahora. Estructuralmente es una basílica, con una nave principal y dos laterales, y fue la sede papal durante casi mil años hasta que los turcos conquistaron Constantinopla. Entonces la transformaron en una mezquita. ¿Será esta pluralidad de formas, lo romano y lo turco, lo que le da un carácter tan especial? Sé que en la confluencia de formas diversas nace la fuerza de lo plural. Se me viene a la mente la iglesia de San Juan Chamula en México: templo cristiano convertido en lugar de prácticas chamánicas donde se siguen antiguos rituales mayas entrelazados con elementos del rito católico. La nave vacía, sin bancas, está habitada por los chamanes que ocupan un suelo cubierto de agujas de pino; cada uno separado del otro por círculos concéntricos de velas tan delgadas como finos dedos, cada uno con sus rezos, con sus santamarías y padrenuestros iniciando una interminable letanía en lengua tzotzil. Los afligidos con su petición, los ojos cerrados, el cuerpo siguiendo el ritmo de los rezos, y el gallo amarrado con un lazo sin sospechar que pronto le torcerán el cuello; el refresco o el frutsi, porque al escupirlo sacará los malos espíritus, el copal con su humo oloroso y el montoncito de pesos ya borrosos de tan manoseados. El suplicante, de rodillas, bisbiseando oraciones incomprensibles frente a un altar despoblado que sirve de mesa para colocar lo que se ofrezca: un niño Dios, un nacimiento, una serie de foquitos porque es Navidad, cajas de cartón, bolsas de plástico, ramos de flores secas; y más velas prendidas en hileras irregulares y pegadas al suelo, con su propia cera, que apenas dejan un pasillo por donde transitar. Vuelvo a la Mezquita Azul: guardando las debidas proporciones, ésta y San Juan Chamula tienen cosas similares. Veamos: una nave vacía que es un cuarto de oración también sin bancas; una alfombra de agujas de pino que mitiga los sonidos; los rezos en voz alta que se conjugan y entremezclan unos con otros en una letanía sin fin, ¿acaso no son los mismos que escuché en la mezquita? El mundo indígena de América es el Oriente del mundo Occidental. Cristóbal Colón buscaba el Oriente y lo encontró, pero no el Oriente Medio, ni el Lejano Oriente, sino el Oriente Americano. Entrar a San Juan Chamula es traspasar el umbral a otro mundo, es recibir una descarga. Santa Sofía también conjuga el Oriente y el Occidente, pero su transformación en museo la ha momificado desplazando las fuerzas plurales de impacto al orden de los conceptos. El visitante católico completa el escenario, los ritos y la experiencia mística en un movimiento involuntario que pasa por la razón; los elementos islámicos se perciben de manera independiente como huellas de un pasado histórico. En cambio, al ser San Juan Chamula un templo vivo, donde los ritos orientales americanos se siguen practicando en el espacio de lo Occidental, el impacto sobre el visitante es del orden de lo vital, de la experiencia que no pasa por una racionalización de los eventos y que golpea al cuerpo de manera intensiva y directa. En San Juan Chamula la pluralidad está en acto. Ni síntesis ni conjunción armónica de los opuestos; es una guerra, es la tensión entre elementos diversos donde ninguno es reabsorbido en el otro, donde la resistencia activa es la opción del elemento débil, mientras el que domina proyecta siempre su estrategia en relación con el débil. Lugar donde la mezcla, el mestizaje, el sincretismo no son sino un sueño más del poder.

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Entrar a Santa Sofía es entrar a lo ya conocido: a una basílica cristiana. A pesar del esfuerzo que los turcos, o debo decir, los “trucos” hicieron para transformarla, el edificio sigue llevando la impronta de una iglesia. Una antecámara nos recibe con la imagen de Dios Padre hecha de mosaicos a la manera bizantina, colocada en una media cúpula que nos hace elevar la mirada hacia el techo. “Ésta es mi casa, eres bienvenido”, nos parece decir y, confiados, entramos a la basílica por la puerta principal. Mis pasos resuenan en las piedras que cubren toda la extensión de la nave produciendo un hermoso eco al fondo del recinto. Sonido que me repite con cada paso: “aquí estoy”, “soy alguien”. Aquí no hay alfombra que anule mis pasos, y con mis pasos se reafirma mi cuerpo, y con mi cuerpo, mi persona. Aquí Soy alguien y eso me da confianza. Mis pasos se unen a los de los demás en un coro de sonidos: unos quedos, otros agudos, otros graves, cada uno distinto según la suela del zapato y el andar. Piso con más fuerza para confirmar mi presencia. Entrar a Santa Sofía me hace actuar como una loca o como una niña. No, no actúo como…, devengo loca, devengo niña y me pongo a jugar a pisar fuerte y escuchar el eco de mis pasos. Pero me detengo un momento para contemplar la basílica: el espacio se dilata frente a mí en una explosión de luz y belleza. El asombro me invade y caigo en la cuenta de que aquí nada detiene mi mirada: ella puede viajar sin obstáculos hasta el último rincón del templo. Más, ¿puedo decir sin obstáculos cuando un andamiaje de postes y travesaños que va de piso a techo obstruye todo un costado de la nave? ¿Qué está sucediendo? ¿Por qué no lo veo? Porque mi mente lo elimina al construir su imagen especular: la ventaja de lo simétrico, que siempre se puede completar. Por otro lado, aquí el vacío lo lleno sin problemas: no hay bancas pero yo las veo cuadricular el espacio; ya no hay oficios y, sin embargo, yo guardo silencio porque es un lugar que me infunde reverencia; ya no hay altar, pero me parece verlo en todo su esplendor iluminado en oro por esa luz estratégicamente dirigida a ese punto. Aquí el espacio habla: nada se deja al azar, todo tiene un sitio, un sentido y un significado. El Orden y la planeación son su ley. El espacio también está cuadriculado: hay un frente señalado por el altar, un centro que es el lugar de las bancas, un atrás que es la entrada, un alto donde va el coro, unos lados que son los ambulatorios: nada ni nadie se pierde aquí, en todo momento se sabe dónde se está y quien se es: yo, un feligrés católico que camina hacia el altar por una doble hilera de columnas que marcan no sólo el paso lento del caminante, sino que me guían hacia adelante gracias a la perspectiva visual que construyen; “mira”, me dicen, “el camino se irá haciendo angosto conforme te acerques al altar para que no puedas perderte, y una vez que estés ahí, frente al Señor, alzarás la mirada hacia el cielo de la gran cúpula que parece flotar sobre el templo”. Pero cuando llego, me doy cuenta que el altar ha sido sustituido por una hornacina que señala la Meca; está descentrada unos veinte grados, desplazándola fuera del lugar sagrado, lo cual hace que pierda toda su fuerza. Los escalones que llevan al altar confirman este desplazamiento, esta dislocación de sentido. La plataforma que habíamos visto en la mezquita se encuentra aquí a un lado del altar apoyada en una de las columnas que sostienen la gran cúpula, y el púlpito de escaleras rectas que simulan la escalera por donde Mahoma llegó al cielo se encuentra a un lado de la quibla. Los elementos islámicos están puestos ahí de manera forzada, no funcionan con el conjunto, pierden fuerza. La disfunción surge cuando dos elementos ordenados se enfrentan. Y si hay un elemento inamovible en la mezquita es la quibla. Cuesta trabajo imaginar las hileras de hombres rezando inclinados hacia la Meca en una línea oblicua al eje central de la nave. Ese pequeño diferencial que no se llena basta para que la pluralidad aborte. En la pluralidad no hay espacios vacíos, los elementos aleatorios funcionan como moléculas que ocupan hasta el último rincón de las estructuras molares o rígidas; como no tienen una dirección ni un sentido, se distribuyen libremente: para ellas no hay Meca ni Jerusalén. Esto es lo que sucede en San Juan Chamula, donde el ritual maya no tiene elementos fijos y donde el espacio es usado por feligreses y chamanes para sus fines, y no al revés. El rito indígena es de naturaleza molecular y sigue movimientos vibratorios: cada chamán es independiente del otro y se distribuyen donde sea (cualquier huequito es bueno), no precisan de una dirección determinada; un rezo no se interrumpe con el de junto porque no hay unidad de rezos; los cientos de velas, delgadísimas (a diferencia de los cirios usados en las iglesias) y cada una de sus llamitas, en su repetición infinita, hablan de esa luz microfracturada, electrónica, que repite la estridencia del insecto y que traspasa el cuerpo movilizando cada uno de sus átomos. Por eso en Santa Sofía la pluralidad es ficticia, los distintos elementos no trabajan juntos: la ligerísima falta de flexibilidad (la dirección de la quibla) es suficiente para hacer del elemento islámico un pegote fuera de lugar; su posible fuerza queda neutralizada frente a la avalancha molar del elemento católico. Y es así como, nada más al entrar a Santa Sofía, ya se sienten como intrusos esos inmensos platos con inscripciones árabes que cuelgan de cada una de las principales columnas. He de decir: ¡horrendos!

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