martes, 11 de septiembre de 2007

La causa tipográfica

Matías Serra Bradford
(Fragmento)

Luis Chitarroni, Peripecias del no (Diario de una novela inconclusa), Interzona, Buenos Aires, 2007.

A
Peripecias del no delata los avatares de una revista literaria mítica, imaginaria. La invención y la puesta en escena de ese mundo nos remiten de inmediato —y es ésta una novela de remisiones, de remitentes— a un Dr. Moreau que en otra isla crea una serie de marionetas cuyas diligencias y pasividades pueden seguirse en pantallas debidamente emplazadas en diversos rincones de la isla. Sobre cada tela se proyecta una cinta sin fin, páginas y páginas de los textos que cada uno de los autómatas publicó o desistió de publicar en esa revista. Durante algunos pasajes se vislumbran circunstancias de la vida de esos inadmisibles colaboradores, ventrílocuos del profesor desquiciado que los engendró. En esos loops (que Peripecias del no pone en marcha por medio de textos y nombres que reaparecen ad infinitum) el autor resulta un Moreau o Morel del siglo xxi y obra una puesta en escena de la literatura argentina —de una literatura nacional cualquiera—, enjaulada en las imágenes que se forjó de sí misma. La impresión que nos provoca la novela (inconclusa por repetición de jugadas) es súbita y categórica: ya estuvimos allí. Al menos una vez pusimos un pie en la orilla de aquello que el exceso de costumbre llama literatura: el anonimato, el plagio, los premios, los prólogos de favor, la vidriosa reputación. No se sabe cuándo o cómo, pero ese paraje no resulta del todo ajeno. Sí se sabe qué se produce al desembarcar en esas playas: una alineación. Una hipnosis. El autor nos conduce hasta la sala de proyecciones y desde su consola emite tramos de lo que en ese mismo momento están proyectando las pantallas que diseminó por la isla.
Esto que acaba de describirse no es exactamente lo que se lee en Peripecias del no; es sólo una de las imágenes que el lector puede hacerse de la novela. Si es ésta, en efecto, la imagen, es probable que en el libro se respire, no tan absurdamente, una gran distancia con respecto a la literatura. Segundo disfraz: un libro cuyo único tema es en apariencia la literatura, y la literatura permanece —perservera— a kilómetros de distancia. El autor descree de las convenciones novelescas —el Chitarroni novelista, no lector—, pero por sobre todo descree de las máscaras que cortejan y desfilan de la mano de la literatura: una contratapa, un prefacio, el falso doble fondo del reconocimiento, la literatura como carrera. La distancia que Chitarroni pone con respecto a la idea de ficción es hija, acaso, de su largo noviazgo con los ensayistas ingleses. Acaso el hartazgo de la escritura ajena —de la escritura ajena en manuscrito; Chitarroni trabaja de editor hace más de veinte años— conduce al apetecible precipicio —mano derecha ajena en codo izquierdo propio— de no corregir más. Tercer ardid: un libro escrito en la fascinación y el hastío de quien vive y trabaja con libros. El libro de alguien herido mortalmente por la literatura. Secuelas a la vista del testigo más dormido: maniobras distractivas, disuasivas, para hacer creer —o peor, ni siquiera molestarse en eso— que se está haciendo literatura. Peripecias está plagada de correspondencias y repartos entre lo que ve circular el Chitarroni editor y el antólogo, y la forma y fondo de los periplos de sus marionetten und puppen. Peripecias es un libro compulsivo; un libro así sólo puede hacerlo la compulsión de escribir, no el horizonte de querer publicar. Así, nos vemos leyendo una novela hecha con lo que un título promete, lo que promete un nombre. Chitarroni es consciente de esas potencias y las enarbola como en ninguna otra ficción reciente o vencida. De allí el mandato de nombrar, de sembrar títulos a destajo. De allí las misivas a sí mismo dirigidas en el diario que es la novela. No debe perderse de vista —más allá de las imágenes más o menos viables que el lector pueda armar del libro— que Peripecias es un diario. Asume todos los tics, formalidades, reservas, cadencias y asimetrías del diario de un escritor. Y la lectura de un diario implica otro acuerdo de lectura; se trata de un pacto de no agresión (exigencia, expectativa) frente al fragmento como forma, la interrupción y pausa incesantes. La pausa y el corte como forma de vida. En este caso, convengamos, un diario para salirse de sí mismo. Ahorremos camino repitiendo a Iain Sinclair: “Los libros tenían su propia vida. Sobrevivían al bochorno de la autoría.” Éxito del diario: ritornelli (otra vez: retorno de títulos, nombres, párrafos verbatim.) La proliferación de títulos de relatos que no se transcriben hablan del granero de promesas y juramentos que un escritor se hace a sí mismo, y de los cuales Chitarroni se apiada y se mofa en un raro enroque apenas reglamentario. La novela es, por ende, un simulacro, y que ese simulacro funcione es su conquista. Simulacro dulcificado cuando se lee como si el propio Chitarroni —maestro de ceremonias por horas— abriera y cerrara el libro; es sobre todo en las primeras y últimas páginas que el tono roza más tangiblemente —o menos impostadamente— el terreno autobiográfico. De allí, también, que pueda leerse, igual que casi todo diario, como libro póstumo: lo que otros dejarían para después. (¿Pero no que Max Brod escribía mal?) “Por esos agravios constantes de la simetría en los destinos”, en el prólogo a Los cuatro elementos —obra completa en prosa de C.E. Feiling, caso excepcional en las letras hispanoamericanas— Chitarroni elucida un capítulo de una novela verdaderamente inconclusa de Feiling y sin buscarlo insinúa un modo de aproximación a su propio libro: “el cuaderno es una especie de diario técnico de posibilidades. Orienta y permite gran cantidad de hipótesis”.

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